jueves, 21 de julio de 2011

El silencio de la primavera

“Es una equivocación creer que el horror se 
asocia inextricablemente con la oscuridad,
el silencio y la soledad”
                                            H.P. Lovecraft
                                                                      
I

Cuando sonó el teléfono en la casa de Sofía, mi madre, fue como si alguien pasara un hierro hueco por un enrejado fino. Chirriante, metálico, ruidoso. Así es el timbre de su teléfono que ahora me resulta inquietante cuando antes me parecía totalmente normal. ¿Por qué digo esto? Porque esta historia comenzó con un llamado a su casa en un mediodía soleado de principios de otoño.
Estaba sentado terminando de almorzar con ella, en realidad estaba sentado terminando de almorzar, ella nunca come conmigo, una costumbre que mantiene desde que tengo uso de razón. Ella me atiende, se sienta enfrente de mí, me mira y habla. Habla conmigo y yo hablo con ella. Conversamos. Del sentido de la vida, del ¿sentido? de la muerte, de la vida y sus sin sentidos. Provoca en mí reflexiones que de otra manera no podría dilucidar, tanto es así que me veo en una clase de filosofía con un maestro vestido de dama antigua y con la sabiduría de Platón, Aristóteles y pongamos a Eratóstenes (no cualquiera puede medir la circunferencia casi exacta de la Tierra con tan solo una vara de árbol y la luz del sol; eso hizo Eratóstenes en el año 250 antes de Cristo). Eso es lo que provoca ella en mí: la certeza de que con solo una rama de árbol podemos adueñarnos del mundo.
Pero estaba por hablar de una llamada de teléfono, lo sé y me doy cuenta del rodeo que estoy haciendo para evitar contar algo que puso en tela de juicio mi propia cordura. Pero es bueno recrear antes esos almuerzos luminosos, esos trinos de pájaros explotando cerca de la ventana, haciendo del día un oasis vivo y bello, pero tengo que enfrentarme con esto que ocurrió y es así que vuelvo al principio.
Cuando sonó el teléfono en la casa de Sofía, mi madre…ella se levantó y fue a atender. Yo estaba ensimismado en mi propia conciencia errática y en pinchar la última papa frita que quedaba en el plato vacío. El “hola” impersonal y con un leve aire a interrogación que practica cuando atiende, se le transformó en otro: en un “hola” de sorpresa; en una palabra entonada que ahora suena para mí como algo escalofriante y que en ese momento me pareció tan indiferente como comer esa última papa frita de un plato vacío. El llamado habrá durado unos minutos que a mi me parecieron segundos. Eso es lo que sucede cuando no le prestamos atención a los detalles. Hoy esos minutos me parecerían siglos.
-Bueno, linda, hablamos luego.
En ese momento tragué saliva, y no por tragar el último bocado, sino porque algo me inquietó. Dijo linda, sí, ¿y qué? , me contesté al instante. Mucha gente dice lindo o linda al otro y ella, en ese sentido, es muy cariñosa con sus conocidos, pero ¿linda?, nunca se lo escuché decir, y esa nimiedad me puso nervioso y no sabía por qué. Mi madre se sentó y yo la miré. Estaba con un semblante neutro que hizo que no me produjera ganas de preguntarle nada. Seguimos hablando un rato más de generalidades y me fui.
Ese día el sol era un disco de hierro blanco, por lo que busqué  las sombras más tibias, decir frescas sería una mentira, y caminé hasta la parada del colectivo. ¿Quién era la del llamado? ¿Por qué no me dijo, como era su costumbre, el motivo de esa llamada, que siempre tiraba al aire como se tira un ramo de novia? ¿Por qué guardó silencio?, y esa confianza de llamarla linda…
Todo el viaje me pasé haciéndome esas preguntas retóricas que no tenían respuesta. Al otro día volví a almorzar en su casa y quizás le hubiese preguntado algo al respecto, quizás no, lo que sí supe es que ese día la llamada volvió a producirse y yo quedé espantado al escuchar de nuevo el nombre de linda saliendo de sus labios risueños como si hablara cotidianamente con esa voz que yo no conocía y que me producía una incertidumbre que iba en aumento.
Hubo varias visitas más a su casa en diferentes horarios. Siempre estaba de por medio esa llamada que me cortaba la respiración. Cuanto más tiempo transcurría más me costaba preguntarle quién era la persona que la alegraba tanto, y lo que más me aterraba era esa indiferencia que ella misma producía para que yo, efectivamente, no me atreviese a indagarla. ¿Siempre la llamaba, o únicamente cuando yo estaba en su casa? Y si era así, ¿cómo sabía que yo estaba? Muchas veces caía de sorpresa, como queriendo descubrir, o mejor dicho desbaratar, un patrón, una rutina, pero el llamado llegaba, indefectiblemente, antes de que yo me despidiera de la visita hasta otro momento.
De eso ha pasado un mes. Estuve lejos, alquilando una habitación barata de un hotel 3 estrellas Fui a Las Toninas a buscar paz, y por consejo de mi madre. Parece un lugar común decirlo, más si uno se va en pleno invierno, pero así es: paz y poder de discernimiento. Allá todo es vasto, todo es inaprensible, infinito. Me sentaba frente al mar y veía a través de la bruma salina, un territorio casi de otro planeta. Sin límites, salvaje, y me imaginaba olas de kilómetros de altura que caían frente a mí sin tocarme. Me gusta ese ejercicio mental de ver una catástrofe cerca y quedar al margen, sin rasguño alguno.
Llamaba a mi madre día por medio y empecé a olvidarme de esas llamadas extrañas y que me empezaron a parecer tan lejanas. Teníamos conversaciones triviales y anodinas, y, por qué no, placenteras. Ese tipo de comunicación que encierran algo y que nunca nos damos cuenta qué es. Y es que no hay nada de qué preocuparse; todo es tan laxo, tan lábil, tan exquisitamente monótono que podemos cortar el teléfono y dedicarnos a otra cosa sin que dicha conversación nos haya producido nada más que el placer de escucharse uno al otro la voz mutua y sin sobresaltos. Hasta que ocurrió algo inesperado.


II

El empujón me había tirado violentamente al piso, es decir, a la arena. Cuando miré desde abajo, el sol que estaba detrás de la persona que me tiró, solo me dejaba ver su silueta: largas piernas, largos brazos y su cabeza allá arriba mirándome preocupada, al menos así lo creía.
-¿Estás bien? Perdón, pero no te vi.
Me levanté sacudiéndome, en forma automática, la arena húmeda de los pantalones.
-Está bien, no es nada.
Me puse de pie y me di cuenta que era una cabeza más baja que yo, se borró la oscuridad de su silueta y pude ver de ella su rostro enrojecido y transpirado por la carrera.
-Justo me di vuelta para ver el muelle – se excusó- y cuando miré para adelante ya te tenía encima, perdóname…
-¡Está bien, está bien! Te dije que no es nada –le volví a repetir.
Ella seguía saltando sobre su misma huella, para no perder el ritmo, suponía yo, y no acalambrarse.
-Bueno, ¡sigo nomás! –me dijo dándole impulso a su carrera estática.
-¡Claro, claro!
La vi alejarse, trotando, con sus shorts de jeans ajustados, a pesar del frío matinal y dándose vuelta, cada tanto, para mirarme y dedicarme una sonrisa. Me quedé viéndola hasta que se transformó en un punto movedizo entre la arena y el mar.
Al día siguiente la volví a ver, esa vez desde lejos (me había ubicado en el único bar de la costa que estaba abierto, frente a una ventana), iba corriendo por la playa con su pelo recogido meneándolo de izquierda a derecha. Algo hubo en esa mirada del día anterior, algo así como que nos conocíamos de algún lado. Obviamente no era así, pero ¡quién sabe! He dado tantas clases de fotografía que no sería descabellado pensar que haya sido alumna mía, pero no lo creía, esa mirada escondía algo más profundo. Decidí después de tomar el café con leche, tratar de encontrarla. No sabía para qué. Actuaría por pura intuición.
A la noche llamé a mi madre y la noté de muy buen ánimo, tanto que ni siquiera me había preguntado cuándo pensaba volver.
-Hacé tus cosas tranquilo –me dijo antes de cortar.
Esa noche dormí intranquilo. Había soñado que participaba en una maratón interminable, a tal punto, que mis piernas temblaban con el esfuerzo sobrehumano. Corría y corría y no podía parar. De pronto me di cuenta de que estaba descalzo y que corría sobre filosas piedras. No estaba solo, muchos corredores iban a la par mío, todos gritando de dolor, con los pies sangrantes, desgarrándose entre los filos, al igual que los míos, que estaban cada vez más deshechos; pero no podía parar y el camino era infinito. Luego sentí que apoyaba los muñones, el resto de la carne había quedado adherido a las piedras que, recuerdo ahora, eran como granos de arena gigantes. De pronto apareció, al lado mío, la mujer que me había llevado por delante en la playa. Me miraba, me sonreía y me repetía las mismas palabras pero como si fuese un eco morboso.
-Bueno, ¡sigo nomás!
La vi alejarse, sin pies, apoyando los huesos que también iban desintegrándose.
Me desperté sobresaltado, con el corazón saliéndoseme por la boca. Recuerdo que miré la hora: las tres de la mañana. No pude dormir hasta pasadas las 5.
El día siguiente amaneció con lluvia, por lo que había descartado la idea de encontrarla. Sin embargo, cuando iba a comprar un ejemplar de “Costa Sur” (diario zonal de Las Toninas), la volví a ver. No podía creerlo. Me detuve y entrecerré los ojos para ver mejor a través del agua que caía como una mortaja helada. Corría a paso firme, como si la lluvia no la molestara en absoluto, sin prisa y sin pausa, hasta que desapareció de mi vista detrás de unos monumentos blanco ceniza que nunca me agradaron. Compré el diario, pero no lo leí.
Ese mediodía llamé a Sofía, como era costumbre. Me atendió y hablamos de trivialidades, del tiempo, de cómo estaba y de que me tome mi estadía como algo que me iba a ayudar a estar  bien. Ese día, precisamente, tenía pensado en sacar los pasajes para volver, pero quería encontrarme con esa persona que era capaz de correr bajo la lluvia sin ningún atisbo de frío o de incomodidad. No se por qué, pero parecía estar a punto de sufrir una obsesión. Me quedé un día más, solo para verla.
Al otro  día la esperé directamente en la playa. Estuve desde las 8, abrigado con una campera de nylon y guantes de cuero. Había sol, pero aparecía y desaparecía detrás de nubes grandes como montañas nevadas y sucias.
Y llegó corriendo y, para mi intranquilidad, con los mismos shorts de jean con el que la había visto dos días antes.
Cuando estuvo a menos de veinte metros, la saludé con la mano en alto. Ella venía mirándome desde lejos y aminoró su marcha y se detuvo en seco. Esta vez no siguió pisando sus huellas rítmicamente.
-¿Cómo estás? –me dijo con la respiración tranquila.
-Bien, ¿vos?
-Algo acalorada, vos parecés muerto de frío.
-Me gustaría invitarte a tomar algo –le arrojé la invitación sin preámbulos -¿podés? O…
-Sí, sí, puedo –me cortó el “…o ¿tenés que seguir corriendo?”
Caminamos hasta el bar de la playa. Una construcción rústica, de cemento mal trabajado y con unos ventanales que, dentro de todo, lo hacían atractivo. Nos sentamos y pedí un café para mí y un jugo de naranjas para ella. Era muy dulce en la forma de mover sus manos, en la forma de sentarse y en la forma de tomar su jugo, de a sorbos, casi sin posar los labios sobre el vaso.
-Bueno, decime.
-Mirá, en realidad no sé que quiero decirte, pero desde que me tiraste en la playa, creo que me desajustaste algo.
-¡Ja, ja! ¿Te desacomodé algún engranaje?
-Algo así, ¿te estás entrenando para algo?, digo, porque ni la lluvia ni el frío te desalienta.
Una sombra pareció oscurecer sus ojos color avellanas, pero solo fue un relámpago fugaz.
-¡Ah! ¿Me viste ayer? Bueno, no, lo hago por placer. Me gusta hacer ejercicios para mantenerme en forma, ¿a vos no?
-En realidad no –nos reímos –creo que la última vez que corrí fue cuando me llevé “prestado” unas revistas de historietas de Plaza Rivadavia.
-¡Ja, ja! Y de eso ¿cuánto hace?
-¿Querés saber mi edad? Tengo 35, ¿y vos?
-¡Ah, no! A las chicas eso no se les pregunta.
-Pero si vos no tenés más de, no sé, digamos ¿25?...
Otra vez apareció el relámpago oscuro y premonitorio sobre sus ojos velados, como si recordara, en una fracción de segundos, acontecimientos pasados que se habían evaporado de su mente.
-La edad no importa –acotó con voz grave mientras se levantaba de la silla- bueno, me tengo que ir, gracias por el jugo, se me hace tarde.
Me miró y se sonrió con una mueca tan imperceptible y sobrenatural como la sonrisa de La Gioconda.
-Bueno, chau –me saludó con la mano transparentando el aire.
--¡Chau! –se me iba y yo sin saber nada más que su gusto por el jugo de naranjas y que le gustaba correr bajo la lluvia –disculpame, ¿cómo te llamás?
Se acercó, se había alejado unos pasos sin que me diera cuenta, y se apoyó en la mesa con los codos. Estuvo a escasos treinta centímetros de mi cara. Parecía oler a la profundidad de un mar inexplorado.
-¿No te parece raro que apenas nos conocemos y ya sabemos que queremos encontrarnos de nuevo? ¿Qué no te haya preguntado que hacés acá? ¿Qué vos no me hayas preguntado con quién estoy y adónde vivo? ¿No es extraño que tomemos algo con apenas un traspié en la playa?
Me empecé a poner nervioso. Parecía que el bar entero se oscurecía a mi visión y quedaban solamente sus palabras iluminadas, sí, veía a sus palabras saliendo de su boca como lazos fosforescentes. Parecía que estaba a punto de desmayarme y puntos negros empezaron a bailotear en todo mi campo visual, solo ella parecía brillar en la oscuridad que me iba envolviendo.
-¿Querés saber mi nombre? No hace falta, ya lo sabés y yo sé el tuyo, pero no te aflijas por no verme de nuevo, yo voy a llamarte para seguir hablándote. Sabés que esto recién comienza, no tenés idea de cómo te estuve esperando.
Me acarició la cabeza con una mano dulce y fría y, me imaginé, huesuda. Sus ojos parecían dos abismos insondables y su respiración gélida. Claro que todo podía ser producto de mi imaginación exacerbada, porque recuerdo todo esto después de despertar del desmayo que habrá sido de treinta segundos, tiempo suficiente para que al despertarme no la viera más. No me levanté de golpe, me dolía mucho la cabeza, ¿qué iba a hacer ahora? Tenía los pasajes para esa misma tarde. Llamé al mozo y le dije que me trajera una aspirina y que me cobrara el café y el jugo de naranja. Me preguntó con sorpresa:
-¿Qué jugo de naranja?
Miré la mesa y solo estaba el pocillo vacío de mi café, dos sobres de azúcar abiertos y un vaso de agua por la mitad.
-Disculpame que te pregunte esto, pero la mujer que vino conmigo, ¿no tomó un jugo de naranja?
-Señor –se agachó como se había agachado la mujer del jugo –usted vino solo.


III

Ayer a la mañana estuve en la casa de Sofía (no hace falta aclarar que esa misma tarde, en Las Toninas, me tomé el micro hasta la terminal de Retiro). Estuve sentado, tamborileando los dedos sobre la mesa, esperando el llamado que sé que se iba a producir en cualquier momento. Debí sospechar algo extraño cuando, un mes atrás,  mi madre atendía y cortaba luego de despedirse con una sonrisa.  Yo aún no conocía a Belinda y supongo que era indispensable que hiciera ese viaje, ya que ahora tengo en mi cabeza la imagen  de su rostro perlado de sudor, sus movimientos etéreos, su sonrisa indescifrable y su cabello color arena, como el color de la playa en donde la conocí y que, supe después, leyendo la sección policiales del diario zonal que no había leído en su momento, fue en donde cayó fulminada por un aneurisma mortal el día posterior al de haberse tropezado conmigo.
Cuando mi madre me alcanzó el teléfono, me dijo:
-Es Belinda.
Tragué saliva y agarré el tubo con mis manos transpiradas de sal. Atiné a preguntarle.
-¿Vos hablabas con ella antes de que me fuera a la costa?
Me miró con los ojos más tiernos del mundo.
-¡Claro!, para decirme que vayas a Las Toninas.
-Pero, no entiendo, ¿cómo es posible? Ella no te conocía.
-¡Ay, hijo! A veces es mejor no tratar de comprender ciertas cosas.
Esa respuesta no me tranquilizó en absoluto. Ahora me siento atrapado por dos seres que me aman con locura, esta misma locura que padezco día tras día, en comer solo y hablar por teléfono con una voz de ultratumba que lo único que dice es: “¿Cuándo te vas a animar a venir conmigo? ¡Te extraño mucho mi amor! Estoy cansada de correr sola. Acompañame, vos sabés que soy el amor de tu vida, ¿qué estás esperando?”
Lo cierto es que tiene razón, sé que ella es el amor de mi vida, pero no me animo a dar el siguiente paso.
Hoy al mediodía mi madre no me alcanzó el teléfono para escuchar la letanía monocorde de Belinda, simplemente me dijo que sería una buena idea que haga otro viaje. Me dijo esto con una sonrisa empalagosa que le formó dos hoyuelos en las mejillas como nunca se los había visto antes y que a mí me produjo un escalofrío de cementerio. Luego depositó en la mesa, al lado de la fuente de tallarines, un revólver, que era de mi padre, y dos balas que sacó del bolsillo de su delantal almidonado.
-No la hagas esperar más, hijo, ella te está esperando -me dijo con un haz de luz lastimándole el iris derecho -¡Ah!, me olvidaba, hoy más temprano me llamó tu padre –susurró mientras apartaba para sí  una de las balas de bronce apagado y dejaba la otra a mi entera disposición.
Miré hacia la ventana con los ojos presas del terror y contemplé por última vez a los gorriones que anunciaban, con sus gorjeos, la llegada de la primavera.


                                                                                                                                        Fin…