sábado, 16 de diciembre de 2017

INSOSLAYABLES XI - UN GRAN "MENOR"

Cuando se habla de géneros literarios, lo que se intenta hacer es clasificar la literatura. Segmentarla, moldearla, hasta diría que arrinconarla. Hay novelas que escapan a estos corsés teóricos y bienvenido que así sea. Por desgracia, estos corsés teóricos a veces terminan estigmatizando a lo que se llaman despectivamente “géneros menores”, confrontándolos con los “mayores”, los que están dentro del canon académico. Dentro del grupo de los “menores” se encuentran el policial, el terror y la ciencia ficción: tenidos por marginales, comerciales o pasatistas, se los suele dejar de lado. 

Claro que esta es una visión prejuiciosa y hasta anacrónica, hoy en día, hablar de género literario es no entender que los límites se han mezclado de tal modo que un texto de ficción, de los llamados serios, puede contener dentro de sí al policial, al terror y a la ciencia ficción sin ningún conflicto. Sin ir más lejos tenemos a Borges, Cortázar y Bioy Casares por nombrar solo a escritores argentinos que incursionaron en la literatura de género.

En esta ocasión, para reivindicar a uno de estos tres grandes géneros “menores”, intentemos aproximarnos a los orígenes de la ciencia ficción. Una tarea difícil, ya que el límite entre lo que es y lo que podría llegar a ser ciencia ficción es frágil.

Primero remontémonos a la Epopeya de Gilgamesh, un poema escrito en lengua sumeria por el año 1300 a.C., que narra las peripecias de un rey tiránico en busca de la inmortalidad. Este sería el primer texto de ficción, pero no de ciencia ficción, pues no hay tecnología que pueda ser deducida de esta epopeya. Sin embargo, algunos entendidos—Isaac Asimov y Carl Sagan, por ejemplo— lo consideran precursor del género, aunque no deja ser ser un mito o una leyenda con tintes fantásticos.

Mucho más acá en el tiempo —alrededor del año 180 d.C. — aparece un verdadero pionero en la materia. Se trata de Luciano de Samosata, un sirio que en algo más de ochenta títulos habla de viajes espaciales, retrata las características de los selenitas y nos describe mundos extraterrestres. Si bien para muchos los textos de Samosata son meras parodias, los viajes al espacio, las luchas con seres de otros mundos y los planetas diseñados de acuerdo a leyes físicas alternativas, los colocarían junto a las mejores novelas de anticipación de Julio Verne o H. G. Wells.

Por último, antes de llegar al texto que nos ocupa, hablemos de una obra poco conocida de Johanes Kepler, magnífico astrónomo del siglo XIV. Kepler, además de investigar el universo, también escribió literatura y la novela Somnium es prueba de ello. El personaje principal, un islandés llamado Duracotus, emprende un viaje onírico a la luna con su madre, Fiolxhide. Una vez allí, conocen a sus habitantes, seres que crecen muy rápido y viven muy poco, se asoman un rato al atardecer y luego vuelven a sumergirse en Privolva, el lado oscuro de la luna.

Hasta aquí tenemos tres grandes orígenes de lo que podría llamarse ciencia ficción, o ficción especulativa. El poema anónimo sobre Gilgamesh, las parodias pseudocientíficas de Luciano de Samosata y la novela Somnium de Kepler.

Sin embargo, ninguno de ellos, según los puristas más tradicionales, reúne las características del género. ¿Pero cuáles serían estas características? Hugo Gernsback, editor de una de las primeras revistas pulp de los años veinte, describió a esta corriente como “narración entretenida en la cual se combinan algunos hechos científicos con cierta visión profética”. La escritora Judith Merril, por su parte, dijo que la ciencia ficción es la “imaginación disciplinada”. Pablo Capanna se despachó con la ambigua premisa de “novela de anticipación” y Daniel Link arriesgó, “relato del futuro puesto en el pasado”. Todas pueden ser válidas y a la vez pueden no serlo. En lo que están todos de acuerdo es en que la primera novela con todos los atributos es Frankenstein o el Moderno Prometeo (1818) de la grandiosa Mary Wollstonecraft Godwin, más conocida por su nombre de casada, Mary Shelley.

Si bien su lugar dentro del género es problemático —parece más una historia de terror gótico—, encontramos en Frankenstein la semilla del relato arquetípico sobre la creación alumbrada a través de la ciencia.

La historia del Dr. Frankenstein empezó a tomar forma en Diodati, un hermoso paraje suizo sobre el lago Ginebra. Allí, en la residencia de verano de Lord Byron los Shelley (Percy y Mary) y Polidori —médico personal de Byron—, hicieron una apuesta: quién era capaz de escribir, durante la estadía, el relato de terror más escalofriante. Polidori se despachó con El Vampiro (ochenta años antes del Drácula de Bram Stoker) y Shelley el esbozo —le llevó un par de años terminarlo— de lo que sería su novela más famosa.


¿Hasta dónde somos capaces de empatizar con lo extraño, con el diferente, con el distinto? ¿Dónde está el límite entre la ciencia y la ética? ¿Cómo resistir la soledad y el desamparo? ¿Tenemos el poder de crear una nueva conciencia o solo monstruos, como los de la litografía de Goya? Estas son solo algunas de las ideas que postula dicha novela y estos interrogantes que postula Frankenstein, que bien podrían estar en ensayos de Sartre, Camus o en relatos de Kafka o Borges.

Considerada un clásico de la literatura universal, estudiada en ámbitos universitarios, la obra —un relato desarrollado a través de cartas, un doctor que quiere crear vida a través de materia muerta, el triunfo médico, el horror por lo creado, el pedido del monstruo de una compañera, la negación de Frankenstein y la posterior venganza—, está tan presente que no deja de ser una refutación a los que aún creen que la literatura puede dividirse en alta y baja. De hecho, los más venerados escritores contemporáneos han incursionado alguna vez, en estos terrenos pantanosos: el temor a los horrores más atávicos y ancestrales de nuestra especie y la incertidumbre de un futuro al que solo podemos llegar con la imaginación; estamos hablando de la ciencia ficción, o sea, de nosotros y de nuestra existencia. 

Columna publicada en la Revista Qu N° 21 (Primavera 2017) 

viernes, 15 de diciembre de 2017

"BUENOS DÍAS, ME VOY A DORMIR" (ESTEFANÍA FARÍAS)

EL LADO B DE LAS ILUSIONES (por Miguel A Silva) 

¡Buenos días! Hoy empiezo a trabajar en la biblioteca. Salgo de casa en media hora. No me da tiempo a comer, así que me llevaré el sándwich. También me llevo el teléfono. Ya te iré contando cómo me va.

Así comienza Estefanía Farías a contarnos día a día, hora a hora, los contratiempos que va a experimentar —durante una semana— en un país al que solo conoce a través de postales y comentarios turísticos. Con un lenguaje sencillo, claro, cristalino, en donde escuchamos, como en un susurro, sus descubrimientos y sinsabores —mechados con anécdotas de su vida familiar— nos va transportar a una especie de confesionario delicioso.

Las vivencias que vamos a experimentar junto a ella es un retazo en el tiempo y dura solo ocho días, ocho días en el que nos vamos a ir enterando de cuáles fueron los motivos por lo que ella y su familia desembocaron, un año atrás, en Holanda, más precisamente en tierras ganadas al mar. 

Y es a partir de estas informaciones (vivimos a tres metros debajo del nivel del mar, por eso estamos rodeados de diques, para prevenir inundaciones, no para que haga bonito) empieza a destilar un humor ácido que la autora va desenvolviendo a través de ocho intensas jornadas en que la acompañamos como una sombra y que nos lleva a darnos cuenta de que no todo lo que reluce es oro. (Cuando solicité el puesto aquí estaba entusiasmada con la idea de trabajar en una biblioteca. Sin embargo en ésta soy básicamente un mozo de almacén).

Un país que se maneja con parámetros que rigen su vida diaria en forma ordenada. Una vida que en primera instancia nos parecen digna de admiración (suerte que en este país cuando dicen siete minutos son siete minutos) pero que al poco tiempo caemos en la cuenta de que esa misma rigidez impide improvisar y actuar tal como lo hace la protagonista de la historia (parece que lo de llegar antes de la hora aquí no se estila) hasta el punto en que la lógica funcional de sus habitantes nos parece totalmente desesperante.

La historia se va hilvanando, como si fuese un diario personal que arranca el 15 de junio del 2009 hasta el 22 de junio, ya en las últimas horas de la noche.

Es así que una vez que comenzamos a leer, vemos que una vez afincada en Holanda, la protagonista decide perfeccionar el manejo del idioma. Es entonces que toma un puesto de ayudante en una biblioteca para atender a los socios. Allí se encuentra con Ilse y Mieke, las que manejan los hilos de esa noble institución, quienes les van a enseñar sus funciones específicas.

Son muy graciosas las secuencias en donde tratan de hacerse entender —Ilse y Mieke no hablan una sola palabra de español—  a base de gestos y de las pocas frases que nuestra protagonista sabe del holandés. La secuencia narrativa del libro sucede días antes de un examen que tiene que dar en la Academia de Ámsterdam para la obtención de un título que, entre otras cosas, la habilitaría para solicitar el pasaporte de ciudadanía. Una manera fácil y adecuada para empaparse en el lenguaje y sociabilizar con sus habitantes.

Las tareas no son complejas. Consiste en atender la cafetería de la biblioteca, rellenar las jarras de café y de agua, mantener los pocillos limpios y atender el pedido de libros de los socios. Y aquí es donde nos damos cuenta de que las cosas más triviales pueden resultar frustrantes cuando la barrera es la comunicación. El idioma es una de ellas, pero también la idiosincrasia de una sociedad con sus costumbres a cuestas y de la que estamos tan alejados. Es cuando la tan mentada globalización choca de lleno con las tareas más sencillas, como la de hacerse entender.

Todos estos cortocircuitos en la comunicación están vistos por Estefanía Farías con una dosis de humor realmente magistral.

Cada día termina con la protagonista agotada después de una jornada de puras complicaciones.

Adepta al cine clásico, a la literatura y a la enseñanza (en algún momento nos cuenta un pasado de profesora) el personaje (alter ego de Estefanía Farías) decide darle clases de holandés a sus padres para que sepan desenvolverse mejor en una ciudad que no terminan de descubrir (es una medida de emergencia. Lo de entenderse por señas tiene un límite) y de paso ver hasta dónde puede servir sus conocimientos actuales del idioma. Esto reavivan los momentos desopilantes de la historia (un tuerto enseñando a dos ciegos)  que, sumados a las peripecias en la cafetería de la biblioteca, nos brinda un  texto lleno de chispa e ironía.

Esporádicamente aparece su hermana, que está casada y vive en Holanda, y forma parte de anécdotas pasadas y familiares que no hacen más que agigantar el estilo de una comedia de enredos.

Nada se salva al ojo crítico de la protagonista. Disfrazado de comentarios inocentes, aparece la Holanda que no conocemos. La que no comprendemos. La del orden y la de las reglas que nos altera nuestro caos natural y espontáneo (lo que nadie te cuenta cuando vienes a este país son los pequeños detalles que complican la adaptación). Y es allí en donde la autora pone su ojo crítico: en los pequeños detalles.

Por eso digo que Estefanía Farías nos permite asomarnos al lado B de las cosas. No es el lado oscuro de la luna, parafraseando al disco de Pink Floyd, no es el tenebroso o siniestro, sino otra manera de ver la realidad. Otra manera de interpretar las pequeñas cosas cotidianas. No parece difícil de entender. Claro, no parece difícil de entender mirado desde la distancia. Como no parece difícil de entender que para otras sociedades, la protagonista de la novela pasaría a ser la extraña, la indescifrable, la que no cuadra con el imaginario colectivo de esa otra sociedad a la que quiere adaptarse. (A los holandeses los españoles les parecemos exóticos. Aunque yo no les encajo en el perfil, dicen que tengo cara de belga, que soy demasiado blanca). 

Y claro que mucho ayuda todo lo que nos venden en las propagandas turísticas. La autora en solo tres líneas nos derrumba ese mito de una manera tajante y demoledora: El primer día que vienes a Ámsterdam es como entrar a Disneylandia. El segundo día te das cuenta que las caras son las mismas. El tercer día te da la sensación de que eres el extra de una película que nunca terminan de rodar.

Ni siquiera logra entenderse en algo que maneja tan bien como la literatura, algo que a simple vista podría funcionar como un puente de comunicación. La protagonista no logra entender cómo los libros pedidos por los socios de la biblioteca solo sean para consumo, como si fuesen pura mercadería comprada en un supermercado al punto que, para aprovechar descuentos, se llevan pilas de libros que leen en un fin de semana.

Buenos días, me voy a dormir es un mosaico de situaciones graciosas —y no tanto— en un país que la protagonista no termina de encajar, un fresco de las experiencias cotidianas en donde más de uno se va a sentir identificado. Pero lo más interesante es el subtexto que recorre todo el libro, el mensaje que se esconde detrás de esas vivencias, el que nos dice que luego de un tiempo de asentamiento, todo toma su verdadera forma y dimensión.

El mejor ejemplo de esto es cuando la hermana de la protagonista, les aseguraba, a ella y a su familia  —cuando todavía no habían desembarcado en el país— que en Holanda no había polvo depositado en los muebles —cosa por demás extraña—. A fuerza de buscar una explicación, todos  atribuían dicho fenómeno a la humedad. A la hermana le costó 2000 euros darse cuenta que esa idea era solo una ilusión.

2000 euros fue el costo de la operación en sus ojos —para curar una dioptría— que la catapultó a la realidad. A partir de ahí, vio que el polvo, como en su España natal, flotaba por todos los rincones de su casa, solo que ella no nunca lo había percibido. Una gran metáfora para darnos cuenta que desde afuera todo parece bello y hermoso, hasta que una vez sumergidos en la rutina de las nuevas costumbres, empezamos a vislumbrar la opacidad de todas las cosas.


Estefanía Farías nació en Cartagena, España. Es Doctora en Filología Árabe por la Universidad de Granada. Escritora y novelista, actualmente dirige la revista digital Periódico Irreverentes.

Además de la novela Buenos días, me voy a dormir (Ediciones Erradícame, 2017) tiene publicados los libros Los Herederos de Toth (Ruiz de Aloza Editores, 2016). Besos felinos (Ruiz de Alosa Editores. 2017), El Sobre lacrado (Ruiz de Alosa Editores, 2017), el libro de relatos Tengo un amante. 15 relatos devoradores (MRV Editor Independiente, 2015) y participó en la Antología Kafka (Ediciones Irreverentes, 2016).  

viernes, 8 de diciembre de 2017

MANIFIESTO DE JANE AUSTEN A FAVOR DE LA NOVELA

Aunque parezca sorprendente, el párrafo que sigue a continuación de la escritora inglesa Jane Austen (1775-1817), se encuentra dentro de la novela La Abadía de Northanger (1817)
Muy pocas veces la autora se salía de la trama para tomar una posición tan vehemente. Es cierto que en varios pasajes de muchas de sus novelas, la voz narradora toma distancia de los personajes para interpelar abiertamente a sus lectores, pero en este caso, la propia Jane Austen parece tomar la iniciativa (como autora) y realizar una profunda y feroz crítica a un estado de cosas que parecía haberla desbordado. Y si bien, mucho se ha dicho sobre que esta novela ironizaba al género gótico, no lo hace con sus criaturas, lectoras apasionadas y denostadas por sus mismos creadores. 
Una audaz toma de posición. Un manifiesto en que denunciaba a un sector, “políticamente correcto” de la sociedad, que denigraba a la novela como género, a la vez que la consumía en secreto. Ironías del destino, La Abadía de Northanger se publicó luego de su muerte, por lo que la propia Austen nunca se enteró de la reacción a sus críticas. 

Capítulo V

“(…) cuando el tiempo no permitía salir (Isabella y Catherine), se encerraban para leer juntas alguna novela.
Novela, sí. ¿Por qué no decirlo? No pienso ser como esos escritores que censuran un hecho al que ellos mismos contribuyen con sus obras, uniéndose a sus enemigos a vituperar este género de literatura, cubriendo de escarnio a las heroínas que su propia imaginación fabrica y calificando de sosas e insípidas las páginas que sus propios protagonistas hojean, según ellos, con disgusto. 
Si las heroínas no se respetan mutuamente, ¿cómo esperar de otros el respeto y el aprecio debidos? Por mi parte, no estoy dispuesta a restar las mías lo uno ni lo otro. 
Dejemos a quienes publican en revistas criticar a su antojo un género que no dudan en calificar de insulso y mantengámonos unidos los novelistas para defender lo mejor que podamos nuestros intereses. 
Representamos un grupo literario injusta y cruelmente denigrado, aún cuando es el que mayores goces ha procurado a la humanidad. Por soberbia, por ignorancia o por presiones de la moda, resulta que el número de nuestros detractores es casi igual al de nuestros lectores y mientras mil plumas se dedican a alabar el esfuerzo de los hombres que no hicieron más que corresponder por enésima vez la historia de Inglaterra o coleccionar en una nueva edición algunas líneas de Milton, de Pope y de Prior, junto con un artículo del Spectator*, un capítulo de Sterne, la inmensa mayoría de los escritores procura desacreditar la labor del novelista y resta importancia a obras que no tienen más defectos que el poner gracia, ingenio y buen gusto. 
A cada momento se oye decir: “Yo no soy aficionado a leer novelas”; o: “Yo apenas sí leo novelas”; y a lo sumo: “Esta obra para tratarse de una novela, no está del todo mal”. 
Si preguntamos a una dama: “¿Qué lee usted?”, y esta llámese Cecilia, Camilla o Belinda, que para el caso da lo mismo, se encuentra ocupada en la lectura de una obra novelesca, nos dirá sonrojándose: “Nada…una novela”, hasta sentirá cierta vergüenza de haber sido descubierta concentrada en la obra en la que, por medio de un refinado lenguaje y una inteligencia poderosa, llega a conocer la infinita variedad del carácter humano y las más felices ocurrencias de una mente avispada y despierta. 
Si, en cambio, esa misma dama estuviese, en el momento de la pregunta, buscando distracción a su aburrimiento en un ejemplar del Spectator, respondería con orgullo y se jactaría de estar leyendo una obra que, por otro lado, está tan plagada de hechos inverosímiles y de tópicos de escaso o de ningún interés, concebidos, por añadidura, en un lenguaje tan grosero que sorprende que pudiera ser sufrido y tolerado”.

(Fragmento de La Abadía de Northanger de Jane Austen).


*The Spectator fue una publicación periódica fundada en 1711 y que duró 555 números. Su objetivo era: dar vida a la moralidad con el ingenio y moderar el ingenio con la moralidad...Alineado con los ideales de la Ilustración, los autores pretendían promover la familia, el matrimonio y la cortesía. 


martes, 5 de diciembre de 2017

SER Y PARECER - EDITORIAL REVISTA QU N° 21

La revista no parece gratis, escuché por tercera vez durante la distribución del número anterior de Qu, y pensé, no, ¿en serio tengo que hablar de la diferencia entre precio y valor?, si todos lo saben…

Cuando lo escuché por cuarta vez, pensé sí, en serio, porque evidentemente todos lo saben, pero no todos actúan en consecuencia de ese saber. La misma distancia entre reconocer que el cigarrillo hace mal y dejar de fumar.

No parece gratis. Una frase rara si se piensa bien. A ver, ¿el aire te parece gratis?, ¿el sol parece gratis? Lo son. No parecen ni dejan de parecer. Son indispensables para la vida, son el soporte, sin ellos no podríamos existir. Y justamente por eso no hay nada más valioso que ese puñadito de cosas que no tienen precio.

No digo el agua. De todos los recursos naturales básicos, el agua es el único que puede ser apropiado, fraccionado, embotellado…en definitiva, el único que puede caer (y cae) en las redes de la propiedad privada. Y a menos que uno tenga un manantial de agua pura al alcance todos los días, no es gratis. 

Hace años que venimos escuchando que las guerras del futuro serán por la posesión del agua.

Hoy no tengo ganas de ir al diccionario y transcribir las definiciones de precio y valor. 

Hoy es primavera —no parece, es— y cambio el café por el mate, pago la tarifa correspondiente al litro de agua que hay en el termo y escribo esta editorial en la que digo que, si hablamos de parecer, el agua definitivamente no parece gratis. Es demasiado perfecta para parecer gratis, y desde luego, no lo es, porque es el único recurso natural básico que puede ser apropiado, etcétera, etcétera. 

Sin embargo, si nadie hubiera inventando los diques y las botellas, entre otras maravillas del progreso (más aún, si a nadie se le hubiese ocurrido que incluso el tiempo puede dividirse, venderse y comprarse), el agua sería gratis como el aire, el sol…

Gratis, libre y disponible como ese puñadito de cosas que tienen precio nulo y valor absoluto.

Por supuesto que no pretendo poner esta revista imperfecta y prescindible en el mismo nivel que esas cosas perfectas y vitales: no se trata de eso.

Solo digo que, al igual que ellas, también tiene precio y también tiene valor. Para darse cuenta solo hay que abrir un poco la cabeza y pensar que en esencia el mundo no es tan absurdo e incoherente, que nosotros lo hicimos así, y que siempre existieron y existirán cosas a la que la lógica mercantilista sencillamente no se aplica. 

Por otro lado, ¿me permitís agregar que valor es, además, sinónimo de coraje?

La Editora

STAFF

Idea original: Germán Chiodi
Propietaria y directora: María B. Staudenmann
Edición, redacción, corrección y diseño: María Staudenmann
Producción y relaciones públicas: Mirtha Caré
Distribución y publicdad: María Staudenmann – Mirtha Caré
Arte de tapa e interior: Malena Previtali . Melina Melinhada Midori
Community management: Julai

Secciones especiales: Eme Ce – Carlos Gómez – Julai – Sabartés – Miguel Silva – Benjamín Diez – Cristian Acevedo – Melinhada Midori – Angie Pagnotta

Autores de este número (por orden de aparición) Maco Luchetti – Corina Vanda Materazzi – Sergio Fitte – Emilia Vidal – Agustina Bazterrica – Hernán Domínguez Nimo – Jorge Curinao – Sabartés – Ivana Szac – Janice Winkler – Guillermo Rossini – Emanuel Ruffa – Pablo Zilberstein – Yamila Blanco – Giselle Aronson – Lina Mundet – Cristian Cano

Tirada: 1000 ejemplares

domingo, 3 de diciembre de 2017

EL ARTE DEL SUBRAYADO

Si consideramos que una novela, relato o cuento es un recorte de la realidad, el subrayado es el recorte de un recorte. Si entendemos que en toda literatura se esconde parte de la subjetividad del autor —hasta el más árido y formal texto informativo tiene algo de subjetivo—, el subrayado (poner en relieve aquello que nos impacta de alguna manera) es llevar la subjetividad, en este caso la del lector, a su punto más álgido.

Al poner en acción este verbo transitivo, estamos diciéndonos, en ese momento particular de la lectura, qué nos está pasando, qué estamos buscando, qué es lo que queremos grabar en nuestra memoria —no solo en el papel— para que ese detalle preciso no se desvanezca con el paso del tiempo.

Esa frase luminosa, esa metáfora impensable, ese párrafo revelador.

Si consideramos a la poesía como pequeños destellos de genialidad que motorizan nuestra existencia, los subrayados en una novela, cuento o relato —que pasarían a ser como las líneas poéticas de un poema— poetizarían la prosa, es decir la elevarían a un estado fuertemente emocional.

Los libros marcados tienen un aura mágica. Después de años de resistirme a profanar con rayas, flechas o signos ese terreno puro y perfecto, en donde solo tenían cabida las letras impresas, las de molde, me di cuenta que los libros impecables carecen de ese diálogo que hubo en el momento de su lectura. Y no hablo del diálogo entre el autor y el lector, sino entre el lector que fui y el lector que ahora soy; el lector que fui cinco años atrás, diez años atrás, quince años atrás. Es como dialogar con aquel que fuimos, con los deseos y anhelos de esos años pasados, con la visión oscura o diáfana que teníamos de la vida. Al releerlos sentimos, como si fuésemos un viajero del tiempo, el vértigo de volver a situaciones ya descontextualizadas en tiempo y espacio y comprobamos si esas marcas, vueltas a la superficie, siguen enfrentándonos con la misma fuerza de antaño.

A veces sucede que encontramos frases que, leídas mucho tiempo después, carecen de sentido. ¿Por qué lo marqué? ¿Qué habré querido decir? ¿Qué me estaba pasando en ese preciso momento? No siempre tenemos las respuestas, lo que acrecienta su misterio. Y eso lo hace más complejo. Es como volver a interpretarse. No hay nada más complejo que conocerse. Y la literatura es un buen medio.

Uno puede marcar un libro de diferentes maneras. Con líneas —pueden ser de diferentes colores—, con resaltador, con dobleces, con separadores de papel; o, resistirse a ello y anotar lo que nos interesa en papeles que actúan dentro del libro como “suplementos” conceptuales. Todo es válido. Y el libro es la única cosa que se siente feliz cuando es “manoseado”.

Si la frase es corta, digamos un par de renglones, se la subraya. Si es un párrafo de media carilla o incluso más, se la encierra entre corchetes. Y si dentro de ese extenso párrafo existe, además, una frase corta y breve, bella en sí misma, se la aísla con un círculo.

Métodos hay muchos. Tantos como lectores, como autores, como estados de ánimo.

Creo que no hay mejor autoconocimiento que, pasado cierto tiempo, volver a esas señales. Hasta es posible hacer un libro nuevo, uno personalísimo, con todas las citas marcadas. Sería el más revelador diario personal. Un diario de nuestras emociones a través de las palabras de otros. Algunas serían solo ideas estéticas, otras, dudas despejadas de la misma trama, y otros, implacables conceptos que se nos clavaron en pleno corazón, en plena cabeza o en medio del alma, sea donde sea que esta se encuentre. Todas son válidas, porque esas frases nos hablan de nosotros mismos como lectores, como partes de un todo, de un universo literario que estuvo resplandeciendo en nuestras manos por un período de tiempo, con frases que tuvimos que aislar para no olvidarlas, para que no se pierdan dentro de páginas y páginas inmaculadas, para que sigan manteniendo su fuego interior.

No existe mejor manera que utilizar el filo de una lágrima para horadar la hoja de papel con un subrayado enteramente emocional, y que esa emoción se incorpore y se pliegue sobre sí misma en un intento de llevarla a la boca, saborearla, digerirla, metabolizarla. Carl Sagan dijo que estamos hechos de polvo de estrellas. Es verdad, pero se necesitan de las palabras y su lectura para entenderlo. Y para entenderlo mucho mejor, subrayarlo.