martes, 7 de octubre de 2014

ALGO SUCEDIÓ AQUELLA NOCHE

Fue una noche beatle. Y lo fue bajo una lluvia de octubre. No por nada la jam sessión empezó con el tema “Rain”. Y es que además de haber sido una noche beatle, fue una noche mágica y misteriosa.
Llegamos al Liverpool Bar después de atravesar el barrio de Palermo bajo una pertinaz llovizna. Las calles parecían corredores fantasmales, ocultas por una niebla roja y amarilla. Buscábamos la calle Arévalo a través del parabrisas del auto que se empeñaba en empañarse. Buscábamos la altura correcta en otras calles paralelas. En Álvarez Thomas, en Dorrego o en cualquier otra que pudiese darnos una pista para  poder llegar sin contratiempos. Doblamos a la izquierda, a la derecha, pero no nos perdimos como en Villa Urquiza. “Algo” —ahí lo misterioso— nos empujaba a seguir avanzando y a no perdernos. Lo hicimos pasadas las nueve de la noche. Llegamos —el lugar era casi imperceptible desde afuera— bajo un clima netamente londinense. No podía ser de otra manera.
Con mi paraguas verde inglés —que alcanzaba a cubrirnos a ambos—, y con la expectativa de ver y escuchar a una banda beatle, y a los que subirían al escenario a cantar, entramos y nos llenamos los ojos de luces de neón. En el escenario ya estaban todos los instrumentos: las guitarras alineadas, la batería con sus platillos brillantes y dorados y los micrófonos esperando la voz desgarrada de “Oh Darling!”, el trabalenguas surrealista de “I am the walrus” o la delicadeza de “Something”.
El lugar estaba casi lleno. La barra, también. Solo quedaba una mesa vacía, cerca del escenario. Cuando la vimos, no lo pensamos dos veces. Fuimos hasta allí y nos sentamos. Una suerte increíble. Claro que a los pocos segundos, una de las mozas vino a decirnos que esa mesa estaba reservada. Recién ahí vimos el cartelito en medio del mantel. A no ser que fuéramos nosotros, nos dijo. No, no lo somos dijimos muy a nuestro pesar. Bueno, si ellos no vienen antes de que empiece el espectáculo, pierden la reserva y se pueden quedar. Bien, dijimos y pedimos una cerveza para matizar la espera. Los minutos pasaban y nadie venía a decirnos nada. El ambiente se iba llenando de murmullos, risas, voces y algún que otro miembro del grupo que subía al escenario para verificar que todo estuviera en orden.
Y la primera señal mágica y misteriosa se hizo evidente. Esa mesa parecía estar destinada a nosotros. Nadie vino a reclamarla. ¿Habríamos hecho la reserva inconscientemente? Tuvimos la suerte de poder quedarnos en un lugar privilegiado, a pasos del escenario y a minutos de que comenzara el concierto. Recién entonces pedimos algo para comer.
La segunda señal, tan mágica y misteriosa como la primera, llegó de una manera asombrosa. Faltaba una voz para el cuarto tema, nada más ni nada menos que “Something”. “Algo” estaba pasando, las esferas celestes se estaban alineando. Vinieron hasta nuestra mesa y te preguntaron si te animabas a ocupar ese lugar. ¿Por qué lo hicieron? Dije que era un misterio, pero así fue como ocurrieron las cosas. Casualmente vos tenías ensayado ese tema. Dijiste “sí, me animo”. Perfecto te contestaron y quedaste cuarta en la lista. Después de esta asombrosa sincronicidad de tiempo y espacio, llegó la pizza. Pero no había ganas de comerla, no todavía. Tres temas pasarían volando, y después venía tu debut, en aquel escenario que ya estaba comenzando a tomar color.
La banda comenzó con “Rain”, como dije al principio. Luego de eso vendrían los anotados, mientras esperábamos tu llamada y mientras la adrenalina empezaba a correr por tus venas. Pero no ocurrió eso. La espera se hizo nula. Los tres primeros en ser convocados brillaron por su ausencia. Entonces, sin preámbulo alguno, dijeron tu nombre por el micrófono. Y nos levantamos. Yo, para dejarte pasar rumbo al estrellato. Vos para empezar a caminar hacia el lugar en donde te esperaban los músicos. Y allí fuiste. Bajo las miradas de todos. Para inaugurar la jam sessión. Todos te aplaudían. Yo más que nadie. Y de pronto el lugar pareció congelarse. Todo pareció detenerse y percibí que “algo había en tu manera de moverte”, algo que transmitía una gran felicidad. Por primera vez te enfrentabas a un público de rock, con guitarristas, un bajista y la batería que acompañaba el ritmo de tu canción mientras empezabas a desgranar, en el aire coloreado, las estrofas de “Something”, el tema de amor que había compuesto George Harrison a Patty Boyd, la única canción de Los Beatles que le gustaba a Frank Sinatra, la canción que abría ese domingo espolvoreado de agua. Y te sonreías, y sabías que ése era un lugar soñado, un momento mágico y misterioso. Y yo me apoyé sobre mis piernas y te escuché cantar, y la piel se hizo de púas y me miraste una vez y supe que todo había encajado como un mecanismo de relojería, con la perfecta puntualidad inglesa.
“Algo había en tu estilo” que mostraba, más allá de la poesía que cultivás con pasión, que la música te llenaba el alma de una manera distinta, más urgente, más desaforada quizás, más eléctrica y arrebatadora. Nada se comparaba a ese momento tuyo. Tan íntimo y tan público a la vez. Las guitarras sonaban, el bajo te acompañaba, la batería aceleraba los latidos de tu corazón. Los reflectores ponían al descubierto tus pantalones de cuero negro, tu pelo rojo y tu aura que se confundía con el humo del hielo seco que se levantaba desde el piso como si estuvieras en un suburbio de la Inglaterra portuaria de Liverpool. La canción duró tres minutos y “algo” más. Ese “algo” más fue lo que te llevaste del escenario plagado de luces de colores. Ese “algo” más será “todo”. Una certeza, un antes y un después.
“Something” pasó a ser eso: “algo” que servirá de parámetro a todas tus emociones por venir, tanto en la música como en la poesía.
Arribaste a los acordes finales. Aplaudimos. Los músicos te abrazaron y bajaste siendo otra persona. Quizás “Lucy en el cielo con diamantes”. Quizás “Michelle”. Quizás “Prudencia”. Podrías ser cualquiera que formara parte del universo beatle. Ya eras una de ellas.
Te sentaste al lado mío y comimos como si nada hubiera pasado, pero sabíamos que no era así. Luego de tu debut llegaron las decenas de canciones que nos hicieron mover en nuestros asientos. Imposible enumerarlas a todas. Y de pronto parecía que nos encontrábamos en un pub inglés, en los años 60, en el mismísimo The Cavern, a un paso del Río Mersey en Liverpool, no del Río de la Plata en Buenos Aires.
La cerveza se transformó en inglesa. A nuestro alrededor parecía hablarse el típico lunfardo de los barrios bajos del puerto de Liverpool y me imaginé que arriba del escenario estaba un grupo, vestido de cuero, tocando temas que iban a cambiar al mundo. Hasta creo que vi a Brian Epstein, detrás de una columna, tarareando las canciones y masticando chicle.
Claro que si no queríamos imaginar el ambiente de tantos años atrás bien podríamos pensar en el escenario de “Begin Again”, la película que habíamos visto el día anterior. Precisamente por la escena en la que Gretta sube al escenario a cantar el tema “A step you can´t take back”. El pub de la película —ambientada en una ciudad neoyorkina— era un calco al del Liverpool Bar de Palermo.
Nueva York, Liverpool, Palermo. La música, en definitiva, no tiene fronteras. Las emociones, tampoco.
Cuando salimos del Liverpool Bar nos encontramos con una noche sin lluvia. Húmeda como Buenos Aires, con carteles en español, no en inglés. Con la calle Arévalo y no la Strand Street. Con el Puente Pacífico y no el Pacific Bridge, pero no importaba. Vivimos, por unas horas, en los arrabales costeros de una Inglaterra beatle o, en su defecto, en la noche colorida de la Nueva York que electrifica todo lo que toca.  .

Cuando me despedí te imaginé una estrella de rock. “Algo en las cosas que me muestra” habías cantado una hora atrás y yo lo asocié con la caja de sorpresas que siempre supe que eras. También habías cantado: “todo lo que tengo que hacer es pensar en ella” Y eso hice con vos. Mientras manejaba por la autopista, pensé en tu figura rodeada de estrellas de diamantes, entre el humo blanco de nubes, entre los posters de John, Paul, George y Ringo y pensé, también, que el destino tiene estas cosas asombrosas: el de poder volver a otro tiempo y lugar sin necesidad de  movernos de una mesa que alguien, misteriosamente, había reservado para nosotros.