jueves, 29 de octubre de 2015

INSOSLAYABLES IV - EL ENCANTO DEL TERROR



“La obra que viene a  continuación se encontró en el norte de Inglaterra, en la biblioteca de una antigua familia católica. Acéptese la verosimilitud de los hechos, y los personajes se comportarán como lo haría cualquier persona en su lugar.” Así comienza “El Castillo de Otranto”, la primera novela de terror gótico, la que inauguraría luego una narrativa que, en mayor o menor medida, aún se sigue escribiendo y que es consumida por un público fervorosamente adepto. En su momento “El Castillo de Otranto” trató, deleitándose en lo maligno y sobrenatural, de subvertir las normas del racionalismo y del autocontrol apelando a la necesidad no satisfecha de un público dominado por la Edad de la Razón. Hay que recordar que fue publicada en Inglaterra en 1764, una época en que predominaba por toda Europa el llamado Siglo de las Luces con la filosofía ilustrada de Diderot, Franklin, Voltaire, Rousseau y la idea del progreso continuo. No había lugar para los fantasmas, las criptas, los castillos y las heroínas amenazadas por poderes sobrenaturales.
El estilo gótico nacía así a través de una situación curiosa: por medio de un sueño que tuvo Horace Walpole en donde se le aparecía el puño gigante de una armadura en plena sala. Es así que escribió la historia de Manfred, el malvado príncipe de la ciudad italiana de Otranto, que es alcanzado por una maldición por haber usurpado el trono de los príncipes legítimos. La trama en sí hoy pecaría de ingenua y absurda, pero está considerada la piedra fundamental de un movimiento que nunca dejó de adaptarse a su tiempo. El genial Walter Scott —autor de Ivanhoe, entre otras historias inolvidables— dijo sobre el libro: “El Castillo de Otranto es notable no sólo por el sombrío interés de la historia, sino por haber sido el primer intento moderno de fundar una literatura de ficción fantástica sobre la base de las antiguas novelas de caballerías”. En cierta medida, la novela de Walpole, fue imprescindible para el desarrollo del cuento de fantasmas inglés de fines del siglo XIX, para la génesis de todas las grandes novelas clásicas del terror, como Frankestein o Drácula, y para que existiera —de este lado del Atlántico— la obra de Poe o Lovecraft.
Podemos decir, entonces, que Walpole fue un gran vanguardista al atreverse a abrir la puerta a un universo de miedo, de confusión psíquica y arrebato emocional. Al hacerlo, nos acercó a una estética en donde el terror podía ser sublime. Majestuosidad en las ruinas, belleza en los bosques sombríos, atracción por la decadencia, espectacularidad en el espanto y virginales doncellas en apuros. Todos estos tópicos se convirtieron en los rasgos definitorios de una nueva corriente artística que tenía como meta fundamental producir miedo, pero a través de los sugerentes claroscuros de las abadías, de la envolvente música fúnebre y de la sensual mirada de la muerte.
Walpole no sólo elevó el estatus del adjetivo gótico hacia un reconocimiento y prestigio que nunca había tenido (antes se lo utilizaba como sinónimo peyorativo de barbarie)  sino que proporcionó una etiqueta para el torrente de narrativa que vino a continuación y una hoja de ruta para su desarrollo posterior. De ahí en adelante, las novelas góticas se ambientarían en espacios y tiempos remotos para inducir una atmósfera de delicioso terror, cuya acción se desencadenaba en recintos cerrados donde los lectores se sentían tan perdidos y desorientados como los propios personajes. Cada recurso estaba estratégicamente situado para intensificar la atmósfera de miedo, extrañeza, impotencia y peligro. Era usual la utilización de una arquitectura orgánica como cadenas que cobraban vida, sepulcros que se abrían o suspiros en el viento. En su período de auge —se calcula que se escribieron unas 4000 novelas entre 1790 y 1810— el gótico nos brindó verdaderas obras maestras de autores como Anne Radcliffe, William Beckford, E.T.A Hoffmann, Mary Shelley y Henry James hasta llegar a nuestros días con nombres como Stephen King, Ane Rice y Ángela Carter, entre los más conocidos.  

En síntesis, podemos afirmar que la historia de Walpole fue la primera en abrir un resquicio dentro de un mundo demasiado racional, demasiado aséptico y falto de magia, como lo fue la Europa cientificista de principios de siglo. De alguna manera, como dice Maggie Kilgour, en su ensayo “El auge de la novela gótica”, “los fantasmas de la novela gótica ocultaban algo más que una conexión entre aquellos muertos que se resistían a permanecer en sus tumbas y la mitología que se construye a partir de ignotos cultos funerarios del período Neolítico”. Allí, sostiene, se encuentra la clave para el éxito de la novela gótica durante el siglo XVIII y su posterior estela de imitadores. Es cierto que en su momento, el género se fue agotando porque repitió hasta el cansancio sus mismos recursos y se transformó en una parodia de sí mismo, pero nunca se extinguió del todo. Su influencia fue tan grande que no hay escritor que no se haya dejado tentar por ubicar a sus personajes en escenarios que ayer fueron castillos medievales y hoy puede ser un caserón abandonado al costado de una ruta. En ambos casos, una aparición fantasmal tendría el mismo efecto: hay que correr para salvarse…y no hay razón que nos asista, solo el primitivo instinto de supervivencia.

(Artículo aparecido en la revista Qu - Literatura Número 14 (Julio 2015). 


lunes, 5 de octubre de 2015

EL PUENTE DEL RÍO MANSO

Visto desde lejos, el puente parecía un ojo de luz; un semicírculo que horadaba la piedra hacia ambos costados del terraplén en donde matas de hierbas secas y espinosas parecían enmarcar su gigantesca órbita como frondosas pestañas amarillas. 
Por debajo, un fino hilo de agua opaca y tibia parecía estar siempre a punto de evaporarse.
Sol y Lucas se miraron. Conocían el puente del Río Manso sólo por postales. Hacía mucho calor y la transpiración les daba a ambos un brillo de bronce apagado. Caminaron hacia el túnel. A medida que se acercaban, el puente se agigantaba y parecía más desmesurado, más inquietante, más irreal. Nunca habían llegado tan lejos. Podría decirse que nunca habían tocado una postal con las manos.
El tiempo muerto de las vacaciones de verano y nuevos espacios para inspeccionar les hizo llegar hasta ese lugar. Estaban eufóricos aunque algo inquietos. No podían tardar mucho en regresar sin que sus padres se intranquilizaran. A pesar de que Lucas y Sol eran amigos desde el jardín de infantes, no veían con buenos ojos que ambos anden por ahí tan solos y tan libres.
Al llegar a las cercanías del puente, Sol y Lucas percibieron, bajo sus pies, un retumbar en la tierra y vieron, a lo lejos y en lo alto, el tren de las catorce que venía con su columna de humo a cuestas como un penacho de algodón gris deshaciéndose con la velocidad y el viento. Quedaron fascinados. Se apresuraron y se ocultaron debajo del puente. Miraron hacia arriba. Sintieron un poco de miedo, pero el techo abovedado de piedra parecía soportarlo todo. Se apoyaron contra las paredes húmedas y frías y esperaron a que el tren pasase para escuchar, a través del acero de los rieles, el rugido a hierro y madera. 
Entre ambos, la hebra serpenteante del río Manso los separaba como una delgada línea de plata.
“Cuando pase el tren hay que pedir un deseo”, le había dicho Sol antes de llegar, cuando corrían entre nubes de tierra.  “¿Vos que vas a pedir?”, le preguntó Lucas que iba detrás de Sol con las mejillas encendidas. “Ah, que vivo, si te lo digo no se va a cumplir”. “Yo voy a pedir terminar sexto grado sin ningún aplazo”, reflexionó Lucas. “¡Sos un tonto! Si lo decís no se te va a cumplir, es más, seguro que repetís”. Lucas había aminorado la carrera y pensó en  lo que le dijo Sol. Solo un segundo.
“¡Ya sé que voy a pedir!”, dijeron los dos al mismo tiempo y terminaron riéndose, con la respiración entrecortada por la carrera y apoyándose, por fin, en las paredes frías y mohosas del túnel.
Ahora sólo restaba esperar. El tren, con un ruido demoledor, pasó al fin sobre sus cabezas. Nada se oía más que el metal martillando los durmientes de madera. Quedaron envueltos dentro de un rugido ensordecedor que parecía no tener fin.
Cerraron los ojos e imaginaron sus labios unidos, sus manos entrelazadas, sus nombres dentro de un corazón hecho con tizas de colores. Y desearon lo mismo al mismo tiempo: estar siempre juntos. Entonces gritaron la frase que más escuchaban en las telenovelas románticas de la tarde, solo que cambiaron esos nombres, dobles y ajenos, por los suyos, más cortos y más simples; también más cercanos y reales:
Te amo Sol.
Te amo Lucas.
Ninguno de los dos escuchó al otro.
Cuando salieron de debajo del puente, el tren se perdía en la lejanía temblorosa y azul.
—Sos un tonto, te dije que si lo decías en voz alta  el deseo no se te iba a cumplir —le reprochó Sol.
—Vos también lo dijiste en voz alta —le contestó Lucas—. Te vi abriendo la boca.
—Me asustó el ruido, por eso lo grité —dijo avergonzada y desvió la mirada—. Pero a mí sí se me va a cumplir.
—¿Y por qué a vos sí? —le dijo Lucas con aire desafiante.
—Porque vos no me escuchaste.
—Vos tampoco me escuchaste a mí.
Regresaron con la cabeza gacha. Cada tanto se miraban de reojo y volvían a mirar el suelo polvoriento.
—Seguro que pediste una bobada, como eso de querer terminar la escuela —le recriminó Sol.
—No, pedí algo más importante.
—¿Qué?
—¡Qué te importa!
A Sol se le rompieron unos pedacitos de diamante en las pupilas, pero se sobrepuso.
—Igual no se te va a cumplir.
—¡A vos tampoco, nena!
—¡A qué sí! Vas a ver que cuando pase el tiempo, se me va a cumplir.
—No sé para qué querés tantas muñecas —murmuró Lucas.
Algo dentro de él tenía ganas de naufragar en un mar salado. Hacía mucho tiempo que no lloraba como un chico pero, como Sol, también se sobrepuso.
—¿Qué dijiste?
—Nada.
—Para que sepas no pedí ninguna muñeca, nene.
Fue la primera pelea importante que tuvieron.
Al terminar el verano terminaron las vacaciones.
Al terminar las vacaciones empezaron las clases.
Lucas repitió sexto grado.
En su intimidad, Sol sabía que el deseo de Lucas de no repetir no se había cumplido porque no había sido eso lo que había pedido. Había sido otra cosa. Algo más importante, como le había confesado él.
Lucas pensaba lo mismo, aunque no sabía cuál había sido el deseo de Sol.  Ambos pensaban que ninguno de los dos pedidos se habían cumplido porque tuvieron la osadía de haberlo gritado debajo del puente del Río Manso, cuando estuvieron frente a frente, en medio de un ruido ensordecedor, cuando todavía no comprendían la potencia de esas palabras que escuchaban en las telenovelas que veían sus madres y que habían gritado hasta lastimarse la garganta.
Pero algo era cierto: un nido de mariposas se había instalado para siempre en sus estómagos cada vez que se veían. Y eso ocurrió a partir de ese lejano mediodía, cuando estuvieron separados por un hilo de agua de plata, cuando se espiaban para verse las caras, cuando por arriba de sus cabezas pasaba el tren de las catorce como un torrente de furia y metal.
Sus deseos se habían cumplido.

Solo era cuestión de esperar.