Visto desde lejos, el puente parecía un ojo de luz; un
semicírculo que horadaba la piedra hacia ambos costados del terraplén en donde
matas de hierbas secas y espinosas parecían enmarcar su gigantesca órbita como frondosas pestañas amarillas.
Por debajo, un fino hilo de agua opaca y tibia parecía estar siempre a punto de evaporarse.
Por debajo, un fino hilo de agua opaca y tibia parecía estar siempre a punto de evaporarse.
Sol y Lucas se miraron. Conocían el puente del Río Manso
sólo por postales. Hacía mucho calor y la transpiración les daba a ambos un
brillo de bronce apagado. Caminaron hacia el túnel. A medida que se acercaban,
el puente se agigantaba y parecía más desmesurado, más inquietante, más irreal.
Nunca habían llegado tan lejos. Podría decirse que nunca habían tocado una
postal con las manos.
El tiempo muerto de las vacaciones de verano y nuevos
espacios para inspeccionar les hizo llegar hasta ese lugar. Estaban eufóricos
aunque algo inquietos. No podían tardar mucho en regresar sin que sus padres se
intranquilizaran. A pesar de que Lucas y Sol eran amigos desde el jardín de infantes, no veían con buenos ojos que ambos anden
por ahí tan solos y tan libres.
Al llegar a las cercanías del puente, Sol y Lucas percibieron,
bajo sus pies, un retumbar en la tierra y vieron, a lo lejos y en lo alto, el
tren de las catorce que venía con su columna de humo a cuestas como un penacho
de algodón gris deshaciéndose con la velocidad y el viento. Quedaron fascinados. Se apresuraron y se ocultaron debajo del puente. Miraron hacia arriba. Sintieron un poco de miedo, pero el
techo abovedado de piedra parecía soportarlo todo. Se apoyaron contra las
paredes húmedas y frías y esperaron a que el tren pasase para escuchar, a
través del acero de los rieles, el
rugido a hierro y madera.
Entre ambos, la
hebra serpenteante del río Manso los separaba como una delgada línea de plata.
“Cuando pase el tren hay que pedir un deseo”, le había
dicho Sol antes de llegar, cuando corrían entre
nubes de tierra. “¿Vos que vas a
pedir?”, le preguntó Lucas que iba detrás de Sol con las mejillas
encendidas. “Ah, que vivo, si te lo digo no se va a cumplir”. “Yo voy a pedir
terminar sexto grado sin ningún aplazo”, reflexionó Lucas. “¡Sos un tonto! Si
lo decís no se te va a cumplir, es más, seguro que repetís”. Lucas
había aminorado la carrera y pensó en lo
que le dijo Sol. Solo un segundo.
“¡Ya sé que voy a pedir!”, dijeron los dos al mismo
tiempo y terminaron riéndose, con la respiración entrecortada por la carrera y
apoyándose, por fin, en las paredes frías y mohosas del túnel.
Ahora sólo restaba esperar. El tren, con un ruido
demoledor, pasó al fin sobre sus cabezas. Nada se oía más que el metal martillando los durmientes de madera. Quedaron envueltos dentro de un rugido ensordecedor que parecía no tener fin.
Cerraron los ojos e imaginaron sus labios unidos, sus manos entrelazadas, sus nombres dentro de un corazón hecho con tizas de colores. Y desearon lo mismo al mismo tiempo: estar siempre juntos. Entonces gritaron la frase que más escuchaban en
las telenovelas románticas de la tarde, solo que cambiaron esos nombres, dobles y ajenos, por los suyos, más cortos y más simples; también más cercanos y reales:
Te amo Sol.
Te amo Lucas.
Ninguno de los dos escuchó al otro.
Cuando salieron de debajo del puente, el tren se
perdía en la lejanía temblorosa y azul.
—Sos un tonto, te dije que si lo decías en voz alta el deseo no se te iba a cumplir —le reprochó Sol.
—Vos también lo dijiste en voz alta —le contestó Lucas—.
Te vi abriendo la boca.
—Me asustó el ruido, por eso lo grité —dijo avergonzada y desvió la mirada—. Pero a mí sí se me va a cumplir.
—¿Y por qué a vos sí? —le dijo Lucas con aire desafiante.
—Porque vos no me escuchaste.
—Vos tampoco me escuchaste a mí.
Regresaron con la cabeza gacha. Cada tanto se miraban de reojo y
volvían a mirar el suelo polvoriento.
—Seguro que pediste una bobada, como eso de querer
terminar la escuela —le recriminó Sol.
—No, pedí algo más importante.
—¿Qué?
—¡Qué te importa!
A Sol se le rompieron unos pedacitos de diamante en las
pupilas, pero se sobrepuso.
—Igual no se te va a cumplir.
—¡A vos tampoco, nena!
—¡A qué sí! Vas a ver que cuando pase el tiempo, se me va
a cumplir.
—No sé para qué querés tantas muñecas —murmuró Lucas.
Algo dentro de él tenía ganas de naufragar en un mar
salado. Hacía mucho tiempo que no lloraba como un chico pero, como Sol, también
se sobrepuso.
—¿Qué dijiste?
—Nada.
—Para que sepas no pedí ninguna muñeca, nene.
Fue la primera pelea importante que tuvieron.
Al terminar el verano terminaron las vacaciones.
Al terminar las vacaciones empezaron las clases.
Lucas repitió sexto grado.
En su intimidad, Sol sabía que el deseo de Lucas de no
repetir no se había cumplido porque no había sido eso lo que había pedido.
Había sido otra cosa. Algo más importante, como le había confesado él.
Lucas pensaba lo mismo, aunque no sabía cuál había sido el deseo de Sol. Ambos pensaban que ninguno de los dos pedidos se habían cumplido porque tuvieron la osadía de haberlo gritado debajo del puente del Río Manso, cuando estuvieron frente a frente, en medio de un ruido ensordecedor, cuando
todavía no comprendían la potencia de esas palabras que escuchaban en las
telenovelas que veían sus madres y que habían gritado hasta lastimarse la garganta.
Pero algo era cierto: un nido de mariposas se había
instalado para siempre en sus estómagos cada vez que se veían. Y eso ocurrió a
partir de ese lejano mediodía, cuando estuvieron separados por un hilo de agua de
plata, cuando se espiaban para verse las caras, cuando por arriba de sus
cabezas pasaba el tren de las catorce como un torrente de furia y metal.
Sus deseos se habían cumplido.
Solo era cuestión de esperar.
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