domingo, 14 de septiembre de 2014

ROMANCES


Una tarde de romances. Vos y yo nos acomodamos para una tarde de romances. 
“De Abenámar”. “Del Amor más poderoso que la Muerte” y “De la Gentil Dama y el Rústico Pastor”. 
Adriana compiló romances de la Edad Media para leer y nos transportó a diferentes escenarios. 
A los caminos peligrosos por donde tenía que cruzar la hija del Rey de Francia, por ejemplo, y de su ingenioso ardid para evitar un acoso en medio de los bosques de París. 
Estábamos en la Edad Media. No existía la Torre Eiffel. Todo era bosque umbrío. 
“No contamines tu sangre con la mía”, le dijo la ingeniosa niña de Francia, “porque tengo sangre mora”. Y el caballero le creyó y le obedeció. No le tocó un pelo. 
Y de ahí pasamos a un antecedente del Romeo y Julieta de Shakespeare. La historia del Conde y la Princesa. Imposible que se enamorasen. Diferencias de clase. Capuletos y Montescos, como la tragedia lírica de Felice Romani. En este caso, la realeza y la servidumbre. 
Pero el amor todo lo puede y el Conde Niño huyó con la Princesa hasta que los encontraron. 
“Él murió a medianoche, ella a los gallos cantar. De ella nació un rosal blanco, de él nació un espino albar”. Claro que ahí no termina la historia. Se habían convertido en dos arbustos que podían ser cortados. Y eso fue lo que hizo la Reina Madre. Pero la metamorfosis siguió y la Princesa se convirtió en una garza y el conde en un gavilán. “Volarán juntos”, dice el Romance. El Amor es más fuerte, recuerdo que escuché por ahí, alguna vez. 
Y de ahí pasamos a las tentaciones. Me refiero a las tentaciones del Rústico Pastor. Ni la blancura de la piel de la gentil dama, ni el cuello de una garza —al parecer la garza era un símbolo de esbeltez y hermosura en esas épocas— pueden con el pastor que siente el peligro en ese cuerpo ofrecido. Opta por seguir su camino, sin detenerse, sin mirar atrás. “Ni aunque más tengáis señora no me puedo detener”, termina diciendo el romance y así termina la clase del viernes. 
Nosotros tampoco nos podíamos detener. Teníamos una cita en el Edificio Bencich, a escasas cuadras de la Casa Rosada. 
Antes, claro, pedimos un par de empanadas y una cerveza para darnos fuerza y poder subir hasta la terraza del Estudio Caracol, en ese mismo edificio. 
La noche era espléndida, agradable, “con grandes señales y la luna crecida”, como decía el “Romance de Abenámar”. 
Ya en el microcentro, rodeamos el Obelisco y buscamos un lugar cercano para estacionar. 
“No inventes lo que no quieras que exista”. Eso decía la propuesta teatral. Veníamos de inventar grandes escenarios medievales, grandes historias de amor no correspondidos, de leer lo que los juglares compusieron hacía miles de años y que llegó hasta nosotros a través de clérigos y copistas. 
Ahora íbamos por más. Pero antes de llegar, nos topamos en el camino con la Iglesia de Saint Michael, con su imponente portón de arabescos, con sus hojas de hierro y con su inscripción “Defende Nos” en bronce.  

Alcé la vista para mirar su torre recortada contra un cielo oscuro. Da algo de pavor ¿no?, te dije mientras sacaba algunas fotografías. No, para nada, me dijiste con total frescura. Volví a mirar la iglesia con otros ojos. Si hubiese estado escrito San Miguel, habría pensado que estábamos en la España de la Edad Media. 
Seguimos caminando y llegamos a las puertas del edificio para presenciar algo impredecible. Recomendación de Adriana, a quién todavía le estamos agradecidos. Dijimos nuestros nombres al portero. Miró en la lista. Nos tildó y nos hizo pasar. 
El máximo de participantes en esa obra unipersonal de Florencia Carreras era de veintidós o veinticuatro personas. No las conté, pero no éramos más que esa cantidad. 
Subimos varios pisos por un ascensor. Cuando salimos nos recibió una dama ataviada con un vestido de época blanco y acompañada por un violinista. Nos ofreció una copa de vino o de champán, a elección. Elegimos lo último. Nos pareció más acorde con ese momento tan especial. 
Luego de eso salimos a la terraza. Y nos encontramos con la primera sorpresa. Una mujer gritaba desde lo alto de un balcón a otra que se encontraba a nuestra misma altura. Ya estábamos en el mundo de Silvina Ocampo. Ya habíamos entrado en su juego. Y nos dejamos cautivar. Queríamos que todo su mundo literario existiera, y lo inventamos junto a ella. Nos dejamos llevar tanto por las diferentes historias como por las diferentes habitaciones que irían a desfilar más adelante. Y eso sucedió.
Los cinco personajes de Florencia pasaron de ser una virginal mujer en su dormitorio —enamorada de su médico— a otra mujer totalmente desquiciada por la envidia en la siguiente historia. Rhadamanthos se llamaba esta otra pobre mujer que no podía entender cómo su enemiga seguía provocando admiración después de muerta. 
Entre historia e historia, la dama de blanco —alter ego de Silvina Ocampo—, nos ofrecía la moraleja de lo que acabábamos de presenciar. 
Y así pasamos a otra habitación en forma de púlpito. Asistimos al monólogo de una mujer desconsolada que oraba frente a nosotros que, como testigos, la escuchábamos lamentarse por no querer a su marido. Ahora parecíamos estar en una iglesia. ¿Sería la de Saint Michael? 
La luz era propia de la Edad Media con velas desparramadas en el piso que pincelaban todo el ambiente con una luz almibarada. Nos sentimos, por un momento, en una abadía. Y de parecer una secta religiosa pasamos a ser una cohorte de médicos en una clínica psiquiátrica. 
Allí presenciamos a otro personaje fascinante de Silvina Ocampo, parada en una esquina y con una luz blanca sobre su rostro. Eso era todo. Y, por supuesto,  la desgarradora actuación de Florencia que trataba de hacernos comprender qué es lo que había hecho su personaje. No le creímos, obviamente, era una demente y, encima,  asesina. 
El último sacudón —todo iba in crescendo— fue en un altillo. 
Allí, con una bañera en el centro —que el personaje usaba como sommier— asistimos al final de esa montaña rusa de sensaciones. 
Una mujer atractiva, descalza, con la media de red rota, gesticulaba como un presidiario y se asomaba cada tanto por la ventana a maldecir a los supuestos vecinos que la trataban como la loca de los ratones. Les tiraba agua, baldes y lo que tuviera a mano. Al fin terminó acurrucada en la bañera, hablando con sus amigos ratones. 
De esa manera terminó el universo de Silvina: como había empezado. Un círculo perfecto. 
En cada espacio, nos sentimos parte del cuento, a tal punto que el personaje nos miraba, nos hablaba y nos pedía permiso para que nos apartásemos porque necesitaba llegar a ese lugar en donde estábamos parados. A una pareja que estaba apoyada contra la pared les gritó: “Córranse cerdos, patéticos”. Claro, era la loca de los ratones, no se podía esperar otra cosa. 
Estuvimos ahí, adentro de la mente de Silvina, codeándonos con sus fantasmas y con los cuerpos de Florencia, de Anabela y el violín exquisito de Marcos Press que endulzaba la atmósfera con una letanía melancólica. 
Pasamos de los juglares de la Edad Media a una de las cuentistas más fascinantes de la literatura argentina de la Edad Moderna.
Pero faltaba la frutilla del postre. No era comestible, a menos que la luz lo sea. 
Salimos al exterior. A nuestro alrededor se dispersaban, como luciérnagas gigantes, las cúpulas iluminadas de los edificios adyacentes al Río de la Plata. La luna llena era el ojo que nos miraba con envidia, como Rhadamanthos. 
Y sacamos fotografías. Yo a vos. Vos a mí. Yo a los dos. Y también a la noche engalanada de resplandores naranjas y al cielo enjoyado de ámbar.
Parece que estuviéramos en Italia, te dije al darme cuenta de la arquitectura de la terraza y los edificios cercanos. Y posamos con la cúpula del Edificio Bencich por detrás. 
Y nos sentimos en otro mundo e inventamos otro mundo y vivimos en otro mundo. 
Podría haber sido el de Silvina Ocampo, pero ya la habíamos dejado atrás. Ahora era tiempo de inventar el nuestro. ¿La Edad Media de Francia? ¿La Edad Media de España? ¿La Italia Renacentista? 
Antes de volver a rodear el Obelisco y retomar por la Avenida del Libertador, estuvimos en otro espacio-tiempo: en el de los sueños, en el de las ilusiones. 
Fue un viernes irreal en donde compartimos los amoríos inocentes de hace siglos y los amoríos sombríos de hace algunas décadas. Nos llevó de la mano Adriana y Silvina. Y fuimos dos personajes más de fantasía. 
“No inventes lo que no quieras que exista”, nos propusieron esa noche. Y eso hicimos: nos inventamos a nosotros mismos para existir como fruto de ese invento. 

Volvimos cambiados, quizás ya no éramos los mismos, quizás ya no pensáramos lo mismo, quizás éramos personajes medievales o de los cuentos de Silvina Ocampo, quizás éramos personajes de luz, como las cúpulas. 
Quizás nunca lo sepamos.


domingo, 7 de septiembre de 2014

VARIACIONES DE LA NOCHE

¿Te diste cuenta de que volvimos a terminar en Kentucky? Eso te había dicho como una pregunta teñida de exclamación. ¿Una pregunta exclamativa? ¿O una exclamación interrogativa? 
La cuestión es que Paula Maffía quedó para otra oportunidad. Y no por haber llegado tarde al Centro Cultural Matienzo sino por haber llegado demasiado temprano. ¿Para sacar dos entradas para Paula Maffía? le habías dicho a la que vendía los tickets en un costado de la barra. ¿A quién?, nos exclamó y preguntó al mismo tiempo. Nos miramos. Pensamos que nos habíamos equivocado de día, o tal vez de lugar. A Paula Maffía, la cantante, le explicaste medio confundida. Un muchacho que estaba al lado, salvó el mal entendido. No, ella actúa más tarde, ahora hay una función de teatro, nos dijo. ¿Y cuándo? Y, no sé, nunca se sabe…a las 23 o más tarde, 23.30. Claro, el anuncio decía a las 21 en punto. Y eran las 20.30. Ese “nunca se sabe” nos persuadió de irnos. La idea era comer y tomar algo en el mismo Matienzo, pero el bar estaba cerrado y para comer había que esperar hasta las 21. No esperamos. “Nunca se sabe”, le dijimos con la mirada a la chica que vendía entradas y no tenía idea de la programación, y nos fuimos. Terminamos en el mismo lugar de Palermo, y casi en la misma mesa, que cuando nos habíamos perdido la función de “La Grande Bellezza” en el Teatro 25 de Mayo en Villa Urquiza. En ese entonces fue por llegar tarde. Ahora había sido por llegar demasiado temprano. Bueno, uno parece estar siempre a destiempo de la historia, como le pasaba a Adriana, la protagonista de “Medianoche en París”. Pero llevábamos en nuestra cabeza las poesías de Santa Teresa de Jesús, de San Juan de la Cruz y Fray Luis de León y los versos “muero porque no muero” como una letanía de dolor por estar vivos y no en la pureza de los cielos. Nosotros no teníamos dolor por estar vivos, sino por no haber podido ver a Paula cantar con esa voz blusera tan potente algunos temas que habíamos podido vislumbrar en el Ciclo Confesionario del Rojas un par de semanas atrás que, dicho sea de paso, fue lo mejor de esa noche de radio en vivo a cargo de Cecilia Szperling. 
Y en el medio, es decir entre la actuación de Paula en el Rojas y la no-actuación de Paula en el Matienzo, presenciamos la primera clase de Critica Literaria de Matías Serra Bradford —también en el Rojas— y la presentación de “Variaciones de la Luz” de Diana Bellessi en La Casa de la Lectura, a pocas cuadras de donde pudimos no-ver el recital. El no ver implica agudizar la imaginación. Teníamos que imaginarnos lo que no habíamos alcanzado a ver. Y en realidad eso hacemos lo que escribimos, como vos y como yo. ¿Alguna vez viste una herida en el vacío? Es imposible de lograr, pero está presente en tu poema “Vértigo”. Y me pregunto si yo alguna vez vi a una persona desaparecer en la niebla, y me contesto que no, sin embargo está en mi novela “La química certeza”. Bien podría ser la actuación de Paula una herida en el vacío o una persona que desparece en la niebla, en este caso en la niebla de la calle Pringles y no en la de Parque Rivadavia.

Nada de eso aconteció con Diana Bellessi. Estuvo en La Casa de la Lectura, leyó, conmovió y se fue rodeada de flores de explosivos tonos amarillos y rojos. Se fue y nos dejó dos firmas. En el tuyo, flamante libro apenas presentado unos minutos antes por Yaky Setton y Paula España y en el mío, su Obra Reunida, obsequio tuyo y que atesoro como si fuera el último ejemplar de la Tierra. 
Fue una noche de viernes extraña. No vimos a Paula Maffía y tampoco presenciamos la supuesta lluvia torrencial que se iba a desplomar como un nuevo diluvio universal por toda la ciudad. Dos ausencias. Aunque fueron contrarrestadas por dos presencias: la de Adriana Santa Cruz, que no es una poeta del Siglo de Oro —aunque bien podría serlo— y un ramo de fresias que apareció de la nada y que terminó en tus manos. Para que perfumes tu casa te dije mientras te las alcanzaba por entre la puerta enrejada. Claro, yo ya me había ido. Solo había vuelto para eso, para llenarte de perfume de flores, para amortiguar un poco la música que no fue y, además, para ser testigo de lo pálidas que quedaron los capullos perfumados cuando se encontraron con el rojo de tu vestido. Me fui con la luz de la luna que azuló las sombras hasta las tres de la mañana. En ese momento sí llegó la lluvia demorada. La escuché detrás de la ventana, y cosa increíble, me asaltó un perfume a fresias húmedas que llegó desde lejos, saltando gota a gota, hasta incorporarse en mi sueño. 

miércoles, 3 de septiembre de 2014

LA SOMBRA DEL MISTERIO

Sami fue lo más real de ese viaje imaginario, a pesar de habernos dejado una postal de un lugar que no existe y una carta falsa de despedida. Sin embargo, y por absurdo que parezca, fue lo más real de esa travesía a ningún lugar que experimentamos ese día sábado. Nosotros habíamos hecho lo mismo: inventamos lugares, una carta de despedida y un itinerario trazado en un mapa como disparador para nuestra imaginación. Solo que Sami apareció de dos maneras extrañas en nuestra vida real: a través de una postal entregada en tus propias manos (¿te acordás de su rostro, de su mirada?) y una carta cerrada y escrita con su letra que llegó hasta mí de pura casualidad.
Una desconsolada carta de despedida y una postal que describía un lugar de fantasía, fueron sus dos ofrendas. Es como si ella, al haberte dado su postal, sabía que ambas cosas, su tarjeta y su carta, se iban a ir juntas. Por eso te la dio sin conocerte, sabía que una fuerza misteriosa iba a depositar su otro testimonio —la carta de despedida— en mis manos. Fue entonces que sus dos textos fueron mecidos por la marea de lo inexplicable y se depositaron como hojas otoñales en nuestras palmas. 
De eso hablamos en Le Pain Quotidien, después de salir del ciclo de escritura creativa del Rojas, de un vuelo que nos había llevado hasta lo alto de un cielo despejado y despojado de realidad y nos hizo aterrizar en pleno edificio del Centro Cultural de la Avenida Corrientes.
La idea era provocativa: ser partícipes de una experiencia de escritura llamada “Bosquejos”, es decir la exposición de una idea, el primer diseño de un proyecto. Imaginar un viaje, escribir en un cuaderno Gloria de tapas blandas lo que se nos viniera en mente —de acuerdo a consignas dichas en voz alta por los promotores del evento—, escribir una carta de despedida del lugar en donde estaríamos antes de iniciar el viaje y dejarla en manos de los coordinadores. Ellos se harían cargo de repartirla azarosamente entre la treintena de personas que concurrimos para dar rienda suelta a nuestra creatividad.
Por último, escribir una postal de aquel lugar adonde habíamos llegado con la imaginación.
Vos te imaginaste y me escribiste desde una playa infinita, con un mar sin fondo y sembrado de palabras que esperaban ser descubiertas. Fantaseaste que era de noche, que estabas en la playa, al borde de un océano nocturno. “En esta noche llena de estrellas sostengo un libro en las manos pero no puedo leerlo. El ruido del mar me desconcentra y, a la vez, me anuncia que vendrá una misteriosa criatura traída por la lluvia”. Eso decías en la postal que gentilmente me diste desde un lugar cercano —estabas al lado mío— pero que en realidad se suponía que tendrías que haberla enviado desde kilómetros y kilómetros de distancia. Esa misteriosa criatura, ¿sería Sami?
A su vez yo te había escrito mi postal desde un lugar tropical, mientras miraba los torrentes mágicos de agua, y el sol que aparecía y desaparecía en una selva esmeralda..
Horas después, en la mesa del restaurante, leo la carta de despedida de Sami en voz alta para que escuches. “Tanto me había costado encontrarte y ahora decidí dejarte”. Así empieza. Y uno se pregunta si ella se refiere a su querida casa, como dice al principio, o a otra cosa. “Siempre te voy a recordar porque el pasado no se vuelca como un vaso y desaparece” sigue más adelante. Y más adelante todavía: “Te pido perdón por todos los días que te quise tirar por la ventana, pero el amor es así”. Claro, uno a veces quiere tirar la casa por la ventana, no así a las personas, eso creo yo, eso creés vos. La carta está dirigida a una casa, su casa. Y se pregunta: “¿Es ridículo escribir a una casa?”. Y tanto vos como yo estamos de acuerdo en que no es nada ridículo, más aún cuando aprendimos que todas las cosas tienen un aura, ¿cómo no lo iba a tener una casa? Y de eso sabía mucho Mujica Láinez. Para él todos los objetos exhalan suspiros que hay que saber escuchar. Y una casa tiene cientos de ellos; un huracán calmo y silencioso que nos despeina sin que nos demos cuenta.
Y sigue diciendo Sami: “Que pena no poder ser una tortuga y llevar la casa conmigo”. Y luego nos anuncia, de manera dramática, su escepticismo y su pérdida: “No hay más futuro para mí acá. Nunca creí en el Paraíso. Mi vida es una bolsa de ropa sucia”.
Sami se despidió con dolor de una casa imaginaria y yo leí, leímos, su sentimiento de derrota al dejarla. “Chau casa, ya no sos más mía”, se despide al final.
No nos molestaban los chirridos de mesas y sillas corriéndose del bar, ni las voces que tapaban todo como una cortina de ruido blanco. Nos interesaba la historia de Sami que había caído misteriosamente en nuestras manos. Nuestra amiga real e imaginaria dejó su casa, nos dejó una carta, nos dejó una postal y desapareció entre las miles de personas que deambulan por toda la ciudad. Pienso que aunque se nos apareciese en ese preciso momento, al lado nuestro, en una mesa contigua de Le Pain, no la reconoceríamos, por lo menos yo.
¿Nos cruzaremos algún día con ella? ¿Ella se acordará, si se presenta esa oportunidad, de que nos dejó una carta y una postal firmada con su nombre? ¿Habrá dejado su casa finalmente?

Terminamos de comer la tabla oriental y de tomar la cerveza Patagonia y salimos de Le Pain Quotidien. Afuera estaba helando. Las sombras de los edificios apagaban las veredas haciéndolas más frías y desangeladas. Caminamos enfrentando el viento polar. Vos con tu gorro de lana marrón, yo, como podía. Nos sumergimos adentro del auto. El viaje de vuelta no era imaginario, era real. La Avenida Libertador era real. El Monumento a los españoles era real. Vos eras real, al igual que yo. Sami ¿lo era? En algún punto del espacio, sí. En la memoria también. Pero se esfumaba en la carta doblada en dos que llevaba conmigo y en una postal, con la silueta de Sudamérica, que llevabas contigo. 
En esos retazos de papel no era Sami, era un bosquejo que solo puede vivir en nuestra imaginación como una sombra misteriosa.


lunes, 1 de septiembre de 2014

UNA LLUVIA POÉTICA

“Todo terminó con agua de lluvia”. Una lluvia inesperada, impensable, que iba y venía, amagando con despedirse o quedarse. Parecía estar a la expectativa, acechando desde un cielo blanco de luces céntricas, esperando que salgamos a enfrentarla, a desafiarla. 
Cada tanto parecía dar una tregua para luego volver, de hecho lo hizo en el preciso momento en que pusimos un pie en la vereda del Bar Iberia, en plena Avenida de Mayo. “La Esquina que siempre fue historia”, dice el slogan en tipografía eduardiana que se disemina por todas las mesas en servilletas de papel.
Pero tendríamos que retroceder unas cuantas horas antes de llegar a ese aguacero de sábado por la noche que nos empapó con una suavidad extraña. Retroceder un día, irnos hasta el día viernes con su poemario español que viene semanalmente de la mano de una romántica de las letras.
Habíamos empezado el viernes a la tarde con la poesía de la península ibérica y terminamos el sábado a la noche en un sitio que tiene el nombre de su línea aérea de bandera. ¿Casualidad? A esta altura, ya no creo en casualidades sino en causalidades.
Como te dije antes, empezamos este itinerario el día viernes, sentados a la mesa que corre paralela a la calle Virrey Arredondo — ¿sabías que el Virrey de la Corona Española fue el que empedró gran parte de las calles de Buenos Aires?— con un intercambio particular: unas hojas impresas de Petrarca, de Manrique, de Calderón de la Barca y de Garcilaso por unos bombones Ferrero Rocher envueltos en papel metalizado. Al no funcionar mi impresora, te había pedido que me las imprimieras a cambio de unos bombones. Oro por oro, te había dicho, y así fue. Siglo de Oro por bombones dorados. Un trato justo y, diría, deslumbrante.
Con la llegada de Adriana aparecieron sobre la mesa los términos como Locus Amoenus, las pastorales y las égoglas. Y nos enteramos de que no existen égoglas felices, que las pastorales pecaban de artificiales y que el Locus Amoneus es el lugar ameno e ideal de la naturaleza. No sé si el Café Van Gogh tiene algo de naturaleza en su decoración, pero sí es un lugar ameno. Creo que a partir de las clases de los viernes se convirtió en nuestro Locus Amoenus en pleno corazón de Belgrano. Para Adriana, para vos y para mí.
Después de escuchar a Calderón de la Barca y sus famosos versos: “¿Qué es la vida? Un frenesí ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”, hicimos tiempo para ir en busca de otra ficción, de otra ilusión y de otras sombras en una pantalla de tela blanca en donde nos reclinaríamos a ver un frenesí de imágenes violentas. Porque eso es lo que pensábamos antes de ir al cine: estar dispuestos a presenciar seis relatos salvajes. ¿La ley de la selva? ¿La explosión de una violencia oculta por haber sido excluidos del Locus Amoenus?, porque, en definitiva es eso: descubrir en esos relatos salvajes la catarsis llevada al extremo como una purificación emocional y violenta. Todos podemos reaccionar mal si nos sacan de nuestro círculo ameno de confort, de comodidad, de previsibilidad. Les pasó a todos los personajes de la película. Los sacaron a la fuerza de su lugar ameno. Reaccionaron. Así les fue. Terminaron como los héroes de las tragedias griegas: lastimados, magullados, humillados, incluso muertos. Justamente lo que decía Ovidio en Las Metamorfosis. Para él el Locus Amoneus no era el Edén concebido por un Dios compasivo para sus criaturas inocentes y virginales, y en esto Szifrón parece coincidir con el poeta romano, sino todo lo contrario, era el terreno en donde se producen las agresiones más violentas. Eso es lo que suponíamos. Eso es lo que vimos minutos después, claro que luego de cambiar de cine porque en el Multiplex, nuestro primer intento, había una cola de media cuadra para sacar entradas. Por eso optamos por el Arteplex. Cambiamos el Multi por el Arte. Una buena decisión. Siempre es bueno apostar por el arte. Y apostamos a ese cambio de prefijo con otra espera que matizamos con cerveza rubia. Habíamos empezado con el color dorado, así que estábamos en la buena senda. A las diez y diez nos sumergimos en una sala ocupada a medias. Insólito si pensamos que los otros complejos, que distaban solo una quince cuadras de distancia, deberían estar llenos. Al parecer Belgrano termina en Juramento y Mendoza.
Vimos la película. Padecimos con los sufrimientos de los actores. Nos horrorizamos con algunas escenas truculentas y nos reímos con otras totalmente delirantes. “Nos ahogamos en el destello de sus imágenes, por momentos las creemos reales, ellas brotan como el delirio causado por una fiebre incurable”. Esto es parte de la poesía que ibas a recitar un día después, pero no nos adelantemos a los hechos.
En fin, Relatos Salvajes se va a convertir en la película del año con justa razón. Muestra el lado oculto del ser humano, tan íntimo y tan ajeno. Es una montaña rusa en donde casi siempre estás cayendo. Pura adrenalina, lejos del lugar ameno de Garcilaso de la Vega en donde “el sol tiende los rayos de su lumbre por montes y por valles, despertando las aves y animales y la gente” y cerca del terrorífico escenario de Ovidio.
Ahora bien, después de las doce de la noche del día viernes, ya era sábado. Un día muy especial. Un día de lectura en el lejano oeste de la provincia, otro Locus Amoenus, aunque en este caso estaría más cerca del de Shakespeare, aquel que está en los límites, el misterioso, el femenino, el que aparece en “Sueños de una Noche de Verano”.
Al final de la tarde del día sábado nos esperaba Haedo, casi al final de la avenida más larga del mundo. Y nos esperaba Yatay, una librería con el nombre de la batalla de la Triple Alianza o, si no queremos apelar a la violencia —ya habíamos visto demasiada en la película de Szifrón—, el nombre de una palmera gigante que crece en Entre Ríos y Uruguay, de hecho es la silueta que acompaña el nombre de la librería.
Te esperaba una tarde de lectura. Tus poemas estaban a flor de labios. Elegiste cuatro que podrían resumirse así —y en el orden que habías elegido—: DESEO el VÉRTIGO en LA MIRADA y en los LATIDOS. Cuatro poemas. El quinto no estaba en los planes, se incorporó a último momento y mejor así porque no logro hacerlo entrar en la frase anterior, produce DIVERGENCIAS en la oración. No sé si deseabas el vértigo, pero algo de eso habrás sentido antes de encaminarte hacia los micrófonos que te esperaban altivos con su presencia intimidante. Quizás hayas pensado en algunos frases de tu poesía: "Trato de inventar mi camino mientras avanzo, de idear cada piedra debajo de mis pisadas".
Llegamos antes de tiempo a pesar de ser un viaje largo. Avenida Cabildo, Puente Saavedra, Avenida General Paz, Liniers y Avenida Rivadavia hasta Haedo, partido de Morón. Desfilaron el Dot a nuestra izquierda, los tanques abandonados de San Martín a nuestra derecha, Villa Urquiza a nuestra izquierda —¿o debo decir el laberinto?—, y toda la línea férrea a nuestra izquierda que nos acompañó durante la mitad del viaje en una visión omnipresente. Al llegar, había transcurrido media hora del comienzo pautado a las 17. Nos encontramos con María, Mirtha y los mates de Nuria. Había tiempo de ver las joyas literarias que la directora de la revista Qu, había preparado en el primer piso. Ediciones del 40, del 50, incluso de principios de siglo XX. Flaubert, Croce, Dumas y un largo etcétera estaban a la venta. Te gustó un libro de Flaubert, a mí me gustó el título de un capítulo de Croce: “La sombra del Misterio”. Que buen título para un cuento, te comenté. Bajamos. Esperamos. Esperaste. Y llegó tu hora. No en el sentido drástico que uno quiera imponerle a dicha sentencia sino en el opuesto, el de liberar tu arte en medio de anaqueles con libros de Lope de Vega, Milan Kundera, Roberto Arlt y Herman Hesse.
Y te luciste. Con toda la poesía del Siglo de Oro y los Rocher dorados en tu mochila, brillaste como un sol inca. Y lograste el aura del que habla Benjamin. El aura que poseen todas las piezas artísticas. Porque lo tuyo fue arte. Arte oral como lo fue al principio de los tiempos, cuando las historias venían en formato sonoro. Solo faltaba una fogata y unos bisontes coloreados en ocres y rojos en las paredes. Arte aurático que se dispersó en la atmósfera de Yatay, y que corrió como sangre aurífera por todo el largo de la Avenida Rivadavia.
Luego de semejante transfusión de plasma poético teníamos que volver. Retroceder hasta el principio, es decir desde donde empecé esta crónica. Hasta el Bar Iberia, “La Esquina que siempre fue historia”. Creo que de alguna manera estas pequeñas historias nuestras ya son parte de la gran historia humana, por lo que una vez adentro de ese bar, y con ese slogan tan particular, estaríamos construyendo una historia enmarcada. Cajas chinas. Mamushkas rusas, pero dejemos China y Rusia de lado. Estamos en Iberia. Un nombre ya conocido por los griegos. No precisamente por su flota aérea sino porque así llamaban a la península en los días en que España era Hispania. Casualmente estábamos en Avenida de Mayo y Salta, la esquina de la Hispanidad.
Terminamos el día escuchando temas de Manuel Moreira y su banda de músicos en un ambiente muy al estilo del Locus Amoenus del Van Gogh.
“Todo terminó con agua de lluvia”. Así empecé esta historia. Así termina.
Al salir, luego de una pausa celestialmente planificada, empezó a llover de nuevo. Nos mojamos, no mucho, pero sí lo suficiente como para sospechar que no fue una lluvia cualquiera. Había algo de bendición en esa dulzura con olor a nube, algo de corolario perfecto para una jornada perfecta que duró más de veinticuatro horas. Una lluvia poética. Un bálsamo para saber que estábamos vivos y que todo lo que pasó fue real. Toda la vida es sueño, dijo Calderón de la Barca. También dijo que los sueños, sueños son.
La lluvia vino a despejarnos esa duda. Nada de eso fue un sueño. Fue la vida misma. ¿O acaso en un sueño podemos sentir la piel húmeda?