domingo, 5 de agosto de 2012

LOS DESESPERADOS Capítulo 4 (Final)


Después de caminar unos doscientos metros, la cabeza me empezó a dar vueltas. Estaba asqueado de tantos cigarrillos y la resaca del whisky y la cerveza caliente acentuaban el malestar. Me senté debajo de la sombra de un álamo y cerré los ojos. No tenía idea de adónde estaba. No había carteles, solo algunos alambrados que se perdían en el azul del paisaje y cientos de mariposas de alas naranjas que volaban hacia alguna parte. Volví a pensar en Luca, tirado en medio del desierto, agonizando bajo el sol o tironeado por algunas aves carroñeras, o quizás en el estómago de esa cosa con ojos brillantes que me había estado observando la noche anterior. Sentí un estremecimiento, el mismo que había sentido cuando dejamos atrás la estación de servicio. Me levanté. Me dolía la nuca, las piernas y un vacío se había apoderado de mi cabeza. Me sentía irreal, como si mi presente se hubiese transformado en un capítulo de la serie Twilight Zone.  Parecía no ser yo el que estaba buscando, sino mi sombra; limpia, cristalina y liviana, pero sombra al fin. Estaba cerca de la casa. Lo presentía. Caminé y caminé sin darme cuenta de que lo hacía. Cada tanto desenvolvía un caramelo de menta o masticaba un Chiclet’s o lamía el Hershey derretido como si fuera ambrosía. Era el mediodía y el calor había caldeado tanto la atmósfera que parecía líquida. Trataba de ir por la sombra,  hasta que a lo lejos vi el ciprés, el ciprés con la punta seca por un rayo. Estaría doscientos metros más allá. El corazón empezó a latirme con fuerza y las piernas volvieron a sostenerme. Hasta la casa de Lucy habré fumado medio paquete de cigarrillos Kool, el último que me quedaba. Llegué a la puerta del frente. Era una casa de ladrillos, sin revoque, tal como me había dicho. Miré alrededor y, efectivamente, era la única edificación que estaba en pie. Las demás eran solo proyectos, promesas incumplidas con sus columnas de cemento que salían de las entrañas de la tierra como dedos. A los costados crecían unos yoyos altos, con flores amarillas. Golpeé la puerta y esperé unos minutos. Por un instante imaginé ver salir a mi padre que me regañaba por no haber llevado las llaves de la casa; a mi madre, secándose las manos en el delantal y, con la vista perdida, preguntarme si no la llevaba al médico; a Luca, gritándome por qué lo había abandonado en el desierto si yo le debía respeto por toda la eternidad e inclusive a Patsy, del 5to. Bachiller, que chupando un lollipop me miraba con lascivia y me proponía cosas indecentes. Vi desfilar a mis jefes y profesores, cada uno con su aire de superioridad y pedantería, y hasta a mí mismo, que me preguntaba: “¿Buscabas a alguien? No hay nadie, se fueron todos”. A la única persona que no imaginé fue a Lucy.
Golpeé otra vez, más fuerte y cuando grité su nombre, las cigarras hicieron silencio. Di vuelta a la casa y al llegar al fondo golpeé la puerta trasera. Al no recibir respuesta giré, sin demasiada convicción, el picaporte y me sorprendí al encontrar la puerta abierta. Entré. Adentro me invadió la oscuridad y la frescura de una casa que no se ventilaba nunca. Cuando pude aclimatar la vista, empecé a notar el vacío. Parecía una casa abandonada o desvalijada. Si Lucy vivía allí no tenía ni siquiera una silla para sentarse. Me había equivocado. Había una silla. Fue la que había usado mi hermana para colgarse de una de las vigas de madera del techo.
                                                          
                                                                    . . .


La descolgué al mediodía y la terminé de enterrar por la tarde. A la noche me senté al lado de su sepultura y comencé a hablarle. Encendí una fogata con los billetes manchados que me había tirado Luca por la cara. Quemé sus ropas y la silla que había usado como patíbulo. Antes le arranqué y tallé en una madera del respaldo dos fechas: 21 de Julio de 1940 – 22 de Junio de 1963. Faltaba un mes para que cumpliera veinticuatro años. No pude llorarla, es más, la admiré por su resolución. Algo que yo jamás me hubiese atrevido a hacer. Lucy siempre había sido así, terminante, pero de todos modos algo irracional hubo en esa decisión que nunca terminé de entender. Fumé los últimos cigarrillos mentolados que me quedaban y entré a la casa. No esperaba encontrar nota alguna, ¿a quién iba a estar dirigida? El ambiente estaba desolado, como lo habrá estado sus últimos meses en ese páramo. En el dormitorio encontré su cama deshecha en donde me tiré desmayado de cansancio. Pensé que bajo esas mantas había descansado ella la última noche, la misma noche en la que yo estaba apresando la luz de las estrellas para luego desparramarlas por las arenas del desierto. Si tan solo hubiese llegado un día antes, quizás habría logrado hacerla cambiar de parecer, quizás no. Podría haberse matado de todos modos, en cualquier descuido mío, pero aunque sea podría haberla escuchado decir mi nombre con esa voz suya, tan cascada y particular. Era la única que me llamaba por mi verdadero nombre, sin diminutivos, sin traducciones ridículas, sin seudónimos ni apócopes, por mi nombre, con el que me presentaron a este mundo; el mundo que ella había dejado solo un par de horas antes de que la encontrase. Lo supe porque todavía estaba tibia cuando la abracé para bajarla de la soga. Lo supe porque cuando eché la tierra de ese pueblo perdido sobre su cara parecía respirar con el último aliento de un alma que se estaba elevando en ese preciso momento. No la lloré porque la impresión de sus ojos cerrados era más fuerte que la desazón. Pensé en que quizás me habría estado llamando por teléfono, no sé por qué pero imaginaba que algo ponzoñoso la había estado atormentando desde que se quedó sola. Pero la casa de mi padre —nuestra casa— estaba desierta desde hacía un mes. Me acurruqué bajo las mantas con las que ella se había tapado la noche anterior y empecé a pensar en las cosas que habíamos hecho juntos, a modo de recuerdo y para poder dormirme. La veía siempre dándome órdenes, criticándome delante de sus amigas, escondiéndome las cosas que más apreciaba (incluso rompiéndolas), delatándome con mi padre. Pero no podía odiarla, pesaba más el hecho de haberme hecho conocer a Hemingway que todo lo demás. Me dormí cayendo en un sopor en donde se mezclaban el cielo astillándose contra una piedra, el Chevy desbarrancándose con la radio funcionando a todo volumen y unos ojos brillantes que me vigilaban en el desierto.
Cuando desperté eran las diez de la mañana. Corté unas cuantas flores amarillas y las desparramé sobre la tumba de Lucy. Salí a buscar el Chevy, pero antes tenía que conseguir combustible; unos dos bidones de cinco litros, un almuerzo decente y un par de botellas de whisky, no necesitaba más. Caminé hasta la primera estación de servicio, me paré a unos cincuenta metros, miré el cielo espejado y supe por primera en mi vida lo que significaba tener una epifanía.
Al volver al auto, vacié los diez litros de nafta en el tanque. Me senté exhausto y guardé el revólver en la guantera. Suspiré aliviado cuando el motor arrancó sin problemas; encendí un cigarrillo negro, la radio y dejé que la música de Ray Charles me envolviera durante los primeros segundos. Me fui de allí conduciendo despacio, como si fuera un turista, hasta perderme en el desierto.

Hit the road, Jack and don’t you come back no more, no more, no more, no more.
Hit the road, Jack and don’t you come back no more.




No Ray, no pensaba volver nunca más.

                                                              





viernes, 3 de agosto de 2012

LOS DESESPERADOS Capítulo 3


Con las primeras luces del amanecer llegué a una zona arbolada. No se veían  casas y el verde y el aroma a cítricos se desparramaba en el ambiente. Algunos reflejos parpadeaban, como guiños, en la lejanía. Supuse que eran reflejos de vidrios (casas, tal vez) o de cromados (autos, tal vez), pero nada era probable. Lo que buscaba era una casa en particular y tenía algunas referencias vagas. Después que Lucy se fue, había hablado un par de veces con ella. Me llamaba desde las cabinas telefónicas que encontraba a su paso, solo para decirme que no se me ocurriera seguirla. Cuando le juré que eso era lo último que yo haría, me lo agradeció. En otra comunicación que tuvimos me dio detalles del lugar en donde habían decidido quedarse y que si alguna vez quería visitarla lo podía hacer, claro, pasado un tiempo prudencial, me dijo. Los tiempos parecían haberse acelerado. La casa era de ladrillo, sin revoque y era la única en medio de unos terrenos abandonados. Al costado se erguía un ciprés de unos treinta metros de altura con la punta quemada por un rayo. No eran datos menores, solo tenía que prestar atención. La aguja del combustible marcaba casi cero, pero podría haberse descompuesto cuando se arregló la radio. No me sorprendió, siempre que había tenido suerte en algo, la desgracia venía después para equilibrar las cosas. No veía signos de población y eso me tranquilizaba un poco. Podía detenerme y caminar por los alrededores, para no quedarme sin nafta en caso de emergencia, pero vagar sin rumbo, con un puñado de chocolates derretidos, varios atados de cigarrillos y un par de latas de cerveza tibia, no eran un muy buen equipaje para acometer una expedición. Me sentía debilitado. El último almuerzo habían sido dos hamburguesas grasientas con aros de cebolla y una Pepsi que comimos en un Burguer. Habían pasado más de veinticuatro horas de eso. Mientras pensaba no me di cuenta que estaba conduciendo a menos de treinta kilómetros por hora. El lugar era agradable. Había desaparecido el desierto y ahora parecía haber desembocado en un vergel lleno de álamos plateados y rosas silvestres. Empecé a pensar en Lucy.  Hacía mucho que no extrañaba a alguien. Si bien nunca tuvimos  una relación armoniosa, siempre le admiré su temperamento para enfrentar cualquier cosa, a mi padre, por ejemplo. Yo nunca pude y me fui recién cuando él se murió de un infarto. Ella pudo irse antes. Mientras manejaba sin rumbo recordaba esa tarde calurosa de verano; a los dos gritándose en el porche, rojos de furia; el chasquido que produjo la mano nudosa de mi padre sobre la cara de mi hermana; el orgullo de ella que logró que se quedase firme, enfrentándolo, con la mirada encendida. Mi padre había retrocedido unos pasos, al ver que no podía sostener semejante desafío. Yo había quedado a la expectativa. Parecía no existir. Ninguno de los dos se había percatado de mi presencia. A los diez minutos, mi hermana se subía al coche de Tony y se perdía con rumbo incierto. En ese momento la odié y la admiré al mismo tiempo. A mi padre lo odié y lo compadecí al mismo tiempo. Le vi las manos tensas y estaba seguro que me hubiera roto el  cuello si se hubiera percatado que estaba espiándolo detrás del cerco de ligustro. Se sentó en una mecedora que había sido de mi abuelo y allí quedó, hamacándose, mirando la encrucijada en donde su hija mayor había doblado y desaparecido de su vida para siempre. Siempre me pregunté que habría estado pensando durante todo ese tiempo en que permaneció hamacándose y con la vista perdida. Siempre había tenido una extraña obsesión por Lucy, a tal punto que yo, para él, pasaba casi desapercibido. Eso a mí me daba una gran libertad de movimientos, solo tenía que tener las llaves de la casa encima para poder entrar a la hora que quisiese. Mi madre no aportaba demasiado. Vivió enferma toda su vida y creo que estuvo más presente en nuestra vida estando ausente. Al menos la podíamos recordar con nostalgia y no sentir su presencia mortificante. Mi padre nunca demostró extrañarla. Tampoco buscó consuelo por otro lado, al menos eso creo.
Tony no era un mal tipo, pero como dice el refrán: “la necesidad tiene cara de hereje”. No tuvo mejor idea que robar un banco, sin experiencia y sin apoyo. De ahí a la cárcel hubo solo un paso. Me pregunté cómo se las estaría arreglando Lucy sin nadie que la contenga. Quizás la muerte de mi padre la alegrara, la entristeciera o le resultara indiferente. Tenía que decírselo, aunque eso no cambiaría mucho lo que ella pensaba de él.
De pronto el Chevy empezó a convulsionarse. Me había quedado sin nafta. Me quedé un rato más con la radio encendida. Sin nafta ya no me importaba si el auto se quedara sin batería. Como un arpegio empezó a salir de los parlantes un tema que había escuchado mucho en los últimos meses. De alguna manera Peter, Paul y Mary parecían consolarme de que la respuesta a todas mis preguntas estaba en el viento. Blowin’ in the wind fue siempre mi canción favorita. Salí del auto. Me tomé las dos latas de cerveza que quedaban y el mareo me animó a caminar. Primero guardé los billetes en el bolsillo del pantalón (tenía pensado dárselos a Lucy), el revólver de Luca en el bolsillo derecho del saco y los últimos paquetes de Kool en el izquierdo. Salí en busca de mi hermana. Me acordé de una frase: “Yo soy de carne y hueso porque estoy desesperado”. Así me sentía, desesperado, como Luca, pero yo estaba vivo y eso me daba ciertas ventajas. Me fui alejando del auto despacio, tan despacio como para no dejar de escuchar las últimas frases que salían del Chevy como si fuera una rockola con ruedas.

How many times must a man look up, before he can see the sky.
How many years must one have, before he can hear people cry.
How many deaths will it take till the knows, that too many people have died.
















jueves, 2 de agosto de 2012

LOS DESESPERADOS Capítulo 2


Me desperté de un sobresalto. Miré el reloj. Solo había pasado una hora. Luca seguía dormido y se le escapaba de la boca un sonido tan desagradable que pensé que ése había sido el motivo que hizo que me despertase. La radio había enmudecido y los ojos brillantes, al final de la ruta, ya no estaban. Tenía ganas de orinar. Salí del auto y caminé hasta el desaparrado círculo de árboles que se encontraba a la izquierda de la ruta. Mientras lo hacía miré el cielo. No podía dejar de maravillarme. Era increíble ver a la Vía Láctea como una columna vertebral hecha de puntos movedizos. Hacía mucho frío y para calentarme empecé a caminar alrededor de los árboles. No tenía muchas ganas de volver para seguir escuchando los ronquidos de Luca. Me animé a ir un poco más allá, hasta un promontorio rocoso. Si los faros del Chevy no hubiesen estado casi ciegos, habría retomado la ruta en ese preciso momento, pero al no haber luna, el paisaje era un pozo oscuro, lo único iluminado eran las estrellas, bastante egoístas por cierto. Terminé el whisky de un último trago sin dejar de mirar la indiferencia del cielo. La alcé hasta la altura de mis ojos y miré la luz del firmamento a través de ella. Se distinguía, distorsionado, su fulgor frío, encerrado; un fulgor frío encerrado en la botella. La arrojé contra el montículo de piedra. El impacto fue feroz, casi surrealista. Parecía haberse destrozado parte del universo. Es más, parecían haberse desparramado miles de estrellas en las arenas del desierto. Me di cuenta de lo frágil que puede ser el mundo si se lo mira con los ojos de Dios.
Me senté en la base de uno de esos árboles tortuosos que llaman de Joshua y encendí un Camel. No veía la hora de llegar a la casa de Lucy. Debería estar desesperada, como decía Luca. Se había ido escapándose de mi padre y yo estaba haciendo lo mismo, pero escapándome de una pandilla. Mi padre había muerto hacía un mes. Mi hermana no lo sabía. Desde que se había ido a vivir con Tony me había jurado no volver a verlo nunca más. Era cómico, el deseo se le había cumplido sin que tuviera que realizar ningún esfuerzo de su parte. Esperaba hacerle un poco de compañía, más cuando supe que Tony había caído preso y estaba pudriéndose en la cárcel. Decidí quedarme sentado, en compañía del árbol de Joshua, hasta que se me pasase el mareo. Echaba de menos un libro. Un libro de relatos de Hemingway que me había regalado Lucy cuando cumplí dieciséis años. No tuve tiempo de buscarlo y traerlo. Era lo único que extrañaba. En especial aquel cuento en el que un teniente trata de recordar a todas las personas que pasaron por su vida, para poder dormirse. Varias veces había hecho el mismo intento. En mi caso no eran muchas las personas que podía enumerar pero sí las suficientes como para dormirme a los pocos minutos. Mi padre, mi madre, mi hermana, mis compañeros de la escuela —uno por uno—, de la fábrica —algunos—, del barrio —todos—, de mis novias. No sé por qué siempre pensaba en ellas en último lugar, pero para ese entonces, ya me había dormido. Noté que se me estaban acalambrando las piernas y empecé a jugar con el Zipo que me había “obsequiado” Luca la anteúltima vez que entró a una estación de servicio. Le encantaba esos lugares. Para él eran una especie de parque de diversiones, con todo a mano y sin el riesgo que implicaba los supermercados en donde había más gente y, por supuesto, más vigilancia. No sé que pasó ésa última vez. No quiero saber que había pasado allí adentro. Algún candidato a héroe le habrá obligado a usar la navaja. Luca la llevaba más que nada para asustar. Pero ésa vez algo pasó. Me di cuenta cuando salió caminando tranquilo. Tranquilo y pálido.
Nuestro método era siempre el mismo. Luca salía corriendo y se subía al auto que yo ya lo estaba carreteando a veinte kilómetros por hora. La adrenalina se respiraba en el aire. Agitado no paraba de reírse y yo hacía lo mismo. Generalmente nos corrían un par de metros, nos tiraban con algo, maldiciéndonos y recordándonos a toda nuestra familia. Una vez dimos dos vueltas completas entre los surtidores. En cada vuelta los empleados nos esperaban como toreros y se apartaban cuando yo les pasaba cerca de sus piernas. Se producía un griterío infernal y nosotros adentro no parábamos de reírnos. Pero, al parecer, esos tiempos, como la inocencia, habían mutado a algo diferente.
El humo azul del segundo cigarrillo que encendí se fundió con la galaxia. No somos más que eso, pensé, humo. Volví al auto. Estaba a punto de amanecer. A lo lejos se veía una línea amarilla. Hacía más frío y me costaba caminar. Hubiese dado cualquier cosa por un café caliente, pero en el auto solo había golosinas y Luca durmiendo arriba de un colchón de vidrio molido. Abrí la puerta, me senté y recordé el silencio de la radio. Sin pensar le di arranque al motor, temiendo lo peor y, por suerte, arrancó a los tres intentos. Aliviado volví a poner música, puse primera y, a los tumbos, salí a la ruta. Luca seguía durmiendo. Por el espejo retrovisor volví a ver los dos ojos brillantes que parecían vigilarme. Mientras estuve fumando no alcancé a ver nada, al parecer se asomaba cuando estaba dentro del Chevy. Tal vez quería decirme algo. Sentí un escalofrío, pero lo atribuí al viento que entraba por la ventanilla rota de Luca. En la radio empezó a sonar Too many fish in the sea de The Marvelettes y todo pareció mezclarse con una dosis de fatalidad. Los faros del Chevy iluminaban el pavimento con una luz funeraria. Me costaba seguir adentro de la cinta asfáltica y cada tanto pisaba la arena de la banquina. Estaba a punto de amanecer. Luca estaba pálido y rígido. Parecía muerto. No me atreví a tocarlo, ni siquiera para sacarle el arma de la mano. Pensé en abrir la puerta, empujarlo al desierto y que se lo devore algún animal, quizás el mismo que me estuvo vigilando. Luca sería la carnada perfecta, pero recordé el sonido a huesos rotos debajo de las ruedas y se me revolvió el estómago. Quizás el de los ojos brillantes era la pareja de lo que atropellé en la ruta. Podría ofrendarle a Luca para evitar su vigilancia. En ese momento empezó a toser de nuevo. Tosió tanto que parecía a punto de explotar. Cuando se calmó me miró con los ojos rojos y húmedos.
—¿Ya llegamos? —carraspeó y volvió a toser.
Subí el volumen de la radio y las Marvelettes le contestaron a coro: Into each heart some tears must fall. Sabía que le estaría doliendo la cabeza por la resaca, pero no realizó ningún ademán de querer bajar la música. Lo que hizo fue sacar la cabeza por la ventanilla rota y vomitar todo el flanco azul del Chevy.
Wanda seguía con su canción y me sorprendí tarareando la letra, pero con una leve variante. “Hay demasiados peces en este mar de arena”.
Demasiados, para mi gusto, pensé, luego.

Because there’s too many fish in the sea
Too many fish in the sea.
I said, there’s short ones, tall ones, fines ones, kind ones.
Too many fish in the sea.