miércoles, 27 de noviembre de 2013

TIERRA DE DIATOMEAS

Recuerdo el día exacto en que sucedió. Fue un lunes veintiuno de junio. No viene al caso decir de qué año, sí puedo decir que era un día glacial. De esos en que la temperatura no sube más allá de los dos grados bajo cero; la línea de mercurio congelada y los cristales de las ventanas totalmente empañados. La casa estaba ausente de ruidos desde hacía tres días. El invierno había llegado con ráfagas de viento helado; esas ráfagas que arrancan aullidos de lobos cuando pasan a través de los cables y que parecen intensificarse por las noches. Los mismos ruidos que no me dejaban dormir y que se superponían a los lamentos mortificantes de mi abuela que yo suponía casi centenaria.
Mi abuela fue internada un lunes y falleció un viernes. No había consuelo para mi madre, a pesar de que Tonia, como la llamábamos familiarmente, tenía más de ochenta años y padecía Alzheimer.
Ese lunes, la casa fría, y un poco más vacía, abrió sus puertas a tres moscas que aparecieron de la nada. Imposible pensar en ellas en invierno y menos estando a solo una cuadra de la costa del mar en donde nada permanece quieto por más de cinco minutos. La arena pesada de la playa, el iodo de la espuma, el rocío de las crestas, todo se dispersa violentamente perdiéndose en un horizonte fantasmagórico, pero adentro de la casa tres moscas revoloteaban con total indiferencia y se posaban tranquilas sobre una foto de mi abuela a los veinte años. La cara sonriente, vivaz, como siempre lo había sido, pero absolutamente salvaje e irracional con los insectos. En los meses de verano la casa se convertía en un bunker con trincheras de cebos para cucarachas hechos con cebolla picada, harina y polvo bórico, bicarbonato de sodio con azúcar para las hormigas y tierra de diatomeas para los escarabajos playeros. Los principios de mes, creo que cuando mi abuela cobraba su jubilación, la casa parecía flotar en una nube tóxica de permetrina para aniquilar avispas, mosquitos y toda clase de arañas y alacranes. Ni las vaquitas de San Antonio, que a mí me parecían tan simpáticas, se salvaban de las garras venenosas de mi abuela. Yo no tenía la menor idea de las consecuencias de esas mezclas alquímicas que Tonia realizaba casi en secreto y luego desperdigaba por todas las hendijas posibles. Luego, al enterarme, me horroricé al saber que lo que hacía mi abuela con insólito deleite era darle granos de polenta seca a las hormigas para que sus cuerpecitos negros estallaran y tierra de diatomeas, unas algas fósiles abrasivas, que cortaban como navajas la boca y la garganta de los escarabajos y cascarudos. No tuve ánimos de seguir averiguando más sobre su arsenal químico.
Como dije antes, recuerdo el día exacto en que empezó la colonización: al tercer día de la muerte de Tonia, la tarde tiritaba de lluvia, mi madre dormía en su habitación y tres moscas ingresaron desde un exterior helado. Se posaron sobre los cabellos blancos de la fotografía de mi abuela y caminaron por sus mejillas y su cuello como solicitando una tregua a una persecución que venía desde lejos; un armisticio, ahora que la persona que tanto las había hostigado en vida había desaparecido de sus ojos facetados. Las espanté varias veces con mis revistas de historietas y siempre volvían y acariciaban el vidrio del cuadro con sus patitas negras. Parecían contentas de poder ver esa cara sonriente tan de cerca; ellas que siempre habían huido a velocidades exorbitantes con solo intuir su sombra recortada sobre las paredes.
Mi abuela tenía un gato y un perro y desde su muerte los únicos ruidos que se oían eran los lamentos de Sancho, el perro y los arañazos al sillón de Tomás, el gato. Pensé en mi abuela y su legado: un perro, un gato y tres moscas felices de poder revolotear a sus anchas por todos los ambientes, ahora, libre de venenos.
La casa se vendió a principios de la primavera, cuando las abejas empiezan explorar el territorio para un futuro asentamiento y, de alguna manera, la casa de la playa se transformó en el escondite perfecto para sus panales y, debo decir, para todos aquellos seres que no superasen el tamaño de un botón de nácar.
Precisamente mi abuela tenía cientos de esos botones en latas oxidadas de galletitas Ortiz y cada tanto los sacaba para acomodarlos por colores y tamaños. Luego de tan laboriosa tarea —estoy hablando de cientos—, los volvía a poner todos juntos a la espera de otra clasificación futura.
Luego de venderse, la casa nunca fue habitada por seres humanos. Se convirtió en un faro ciego para luciérnagas, arañas y moscas. Todos convivían en una frágil armonía, un ecosistema que seguía siendo feroz, pero de forma natural y equilibrada. Hasta que llegaron las termitas y acabaron con todo. De eso me enteré más tarde y me llamó la atención que a nadie de la inmobiliaria le haya importado. Parecía que un destino inexorable había caído sobre sus tejados y no había nada que hubiera podido hacerse.
Ese lugar tan hermoso y sólido que guardo en la memoria infantil —pasillos soleados, olor a bizcochuelo de naranja— se fue desintegrando de a poco hasta quedar como el esqueleto de una ballena varada, como una osamenta consumida. De grande pasé varias veces por allí, pero nunca bajé del auto, y menos me animé a entrar. Parecía que, vista desde lejos, sus cimientos hormigueaban, sus cuartos derruidos zumbaban y, cada tanto, los chispazos fríos de las luciérnagas invadían el altillo —que había sido mi habitación hasta los doce años— con una luz espectral. Era una sensación enfermiza e irreal. De la casa solo había quedado en pie un montón de tablones blancos de sal, algunos cristales esmerilados por el viento arenoso y un susurro que provenía desde sus entrañas secas.
Al cumplirse un nuevo aniversario de la muerte de Tonia, acompañé a mi madre al cementerio. Quise pasar por una de las florerías que se arremolinaban en los márgenes de sus muros ultrajados por grafitis políticos. A mi abuela le gustaban los geranios —al menos eso siempre creí—, pero en esos lugares solo venden claveles, calas coloreadas artificialmente y margaritas. No te preocupes, me dijo mi madre, yo le llevo flores. Quedé desconcertado porque desde que habíamos salido de casa, ella solo llevaba una pequeña cartera de cuero negro en una mano y un rosario amarillento en la otra. No dije nada y pasamos de largo por el puesto de flores y sus perfumes siempre tan profundos y pesados. Cuando llegamos a la tumba, mi madre abrió la cartera, sacó un frasco de vidrio lleno de un polvo blanco, lo desparramó alrededor de la cruz y luego, ya vacío, le colocó adentro un apretujado ramillete de flores de plástico que tenía adentro del bolsillo de su sacón de lana. Se agachó con lentitud y apoyó el frasco en la superficie granulada de la lápida. Tu abuela odiaba los insectos, me dijo a modo de explicación, no le gustaría ver a ninguna abeja o mosca dando vueltas sobre ella. Me pareció una idea descabellada aunque con cierta lógica. Yo había sido testigo temeroso de su cruzada con los bichos voladores. Aparté de mi cabeza con violencia la idea de ver a mi abuela enterrada y rodeada de insectos. Aunque, después de tanto tiempo, la peor parte ya había pasado. Ahora debía estar radiante con sus huesos lustrosos y su vestido adornado con gran parte de los cientos de botones de nácar que mi abuela había pedido, en uno de sus desvaríos, llevarse a la tumba para seguir ordenándolos por colores en el lugar que se encuentra más allá de las nubes.
Ayudé a mi madre a levantarse y noté sus ojos húmedos. Creo que me lo merezco, me dijo sacudiéndose la tierra inexistente del vestido. No te entiendo, le dije llevándola por un camino de cipreses. Las veces que le traje flores, continuó, tu abuela se me aparecía en sueños. Con un dedo acusador me decía que alejara esos bichos de su cara. Al principio no entendí, pero ahora sé lo que me quería decir, y me acordé que una vez le había prometido que nunca iba a permitir que ningún insecto la molestara, claro que ya tenía setenta y nueve años y el Alzheimer la hacía delirar, pero nada de agua para mosquitos y alimento para hormigas. Mi recuerdo para ella serán solo flores de plástico.
Ella hablaba y yo escuchaba. Hacía mucho tiempo que no manteníamos una conversación tan larga sobre su madre, mi abuela. Siguió con su monólogo varios minutos más y luego yo le conté los recuerdos que aún mantenía de la infancia. Omití, por vergüenza y compasión, la ausencia premeditada de mi padre. Mi abuela había agonizado durante una semana antes de irse. Mi padre lo hizo de un día para el otro, con toda su ropa a cuestas y dando un portazo cerca de las doce de la noche, cuando yo todavía estaba leyendo en la cama una de las tantas revistas deshojadas que tenía apiladas al lado de la mesa de luz, alguna D’artagnan o, quizás, El Tony. Nunca más pude leer esas revistas sin que se me estrujara el corazón con un golpe. Ese golpe de medianoche. Ella me escuchaba mirándome a los ojos, agarrándome del brazo, caminando a lado mío como viejos camaradas de una vida que pasaba volando; como las moscas de Tonia.
No volví a tener una charla tan profunda con mi madre. Las urgencias de todos los días nos fue distanciando. Me casé, tuve una hija y mi madre siempre estuvo presente, pero a la distancia, como implorando, con cada día que pasaba, el papel de hija que había perdido.
Mi hija adora a su abuela, pero no logra hacerla participar de sus juegos e inquietudes. Un día me dijo con ese tono tan inocente y falto de moralina que tiene los chicos a los cuatro años: cuando se muera la abuelita la voy a llenar de flores. Me quedé pasmado por semejante argumentación. Podés dárselas ahora, le dije. Ahora no, hizo un trompa con la boca y siguió diciéndome, me mira con cara mala y me dice que las flores son feas y que están llenas de bichos. No supe que decir. ¿Cuándo se va a morir la abuelita?, me preguntó y yo quedé mudo.

Desde ese día no volvió a tocar más el tema. Seguí acompañando a mi madre al cementerio para que siguiera adornando con flores nuevas de plástico la laja de granito de su madre. Así como su nieta no volvió a tocar más el tema de las flores reales, las saturadas de polen y fragancias, su abuela no volvió a hablarme más de insectos voladores. Un pacto invisible que me hizo acordar a ese gélido veintiuno de junio, en el que tres estandartes alados percibieron que la guerra había terminado. El territorio —su territorio— sería tomado a la brevedad. Por suerte abandonamos la casa antes, o quizás, hubo un pacto secreto entre ellos y mi abuela. Tuvieron la delicadeza de esperar a que nos fuéramos. Esas tres moscas se habían comunicado con Tonia a través del vidrio opaco de un portarretrato en el que se la veía sonriente, vivaz e implacable. Aún desde el más allá.