Una tarde de romances. Vos y
yo nos acomodamos para una tarde de romances.
“De Abenámar”. “Del Amor más
poderoso que la Muerte” y “De la Gentil Dama y el Rústico Pastor”.
Adriana compiló romances de
la Edad Media para leer y nos transportó a diferentes escenarios.
A los caminos peligrosos por donde
tenía que cruzar la hija del Rey de Francia, por ejemplo, y de su ingenioso ardid para
evitar un acoso en medio de los bosques de París.
Estábamos en la Edad Media.
No existía la Torre Eiffel. Todo era bosque umbrío.
“No contamines tu sangre
con la mía”, le dijo la ingeniosa niña de Francia, “porque tengo sangre mora”.
Y el caballero le creyó y le obedeció. No le tocó un pelo.
Y de ahí pasamos a un
antecedente del Romeo y Julieta de Shakespeare. La historia del Conde y la Princesa.
Imposible que se enamorasen. Diferencias de clase. Capuletos y Montescos, como la
tragedia lírica de Felice Romani. En este caso, la realeza y la servidumbre.
Pero el amor todo lo puede y el Conde Niño huyó con la Princesa hasta que los
encontraron.
“Él murió a medianoche, ella a los gallos cantar. De ella nació un
rosal blanco, de él nació un espino albar”. Claro que ahí no termina la
historia. Se habían convertido en dos arbustos que podían ser cortados. Y eso
fue lo que hizo la Reina Madre. Pero la metamorfosis siguió y la Princesa se
convirtió en una garza y el conde en un gavilán. “Volarán juntos”, dice el
Romance. El Amor es más fuerte, recuerdo que escuché por ahí, alguna vez.
Y de
ahí pasamos a las tentaciones. Me refiero a las tentaciones del Rústico Pastor. Ni la
blancura de la piel de la gentil dama, ni el cuello de una garza —al parecer la
garza era un símbolo de esbeltez y hermosura en esas épocas— pueden con el pastor que siente
el peligro en ese cuerpo ofrecido. Opta por seguir su camino, sin detenerse,
sin mirar atrás. “Ni aunque más tengáis señora no me puedo detener”, termina
diciendo el romance y así termina la clase del viernes.
Nosotros tampoco nos podíamos
detener. Teníamos una cita en el Edificio Bencich, a escasas cuadras de la Casa
Rosada.
Antes, claro, pedimos un par de empanadas y una cerveza para darnos
fuerza y poder subir hasta la terraza del Estudio Caracol, en ese mismo
edificio.
La noche era espléndida, agradable, “con grandes señales y la luna
crecida”, como decía el “Romance de Abenámar”.
Ya en el microcentro,
rodeamos el Obelisco y buscamos un lugar cercano para estacionar.
“No inventes lo que no
quieras que exista”. Eso decía la propuesta teatral. Veníamos de inventar grandes
escenarios medievales, grandes historias de amor no correspondidos, de leer lo
que los juglares compusieron hacía miles de años y que llegó hasta nosotros a
través de clérigos y copistas.
Ahora íbamos por más. Pero
antes de llegar, nos topamos en el camino con la Iglesia de Saint Michael, con su
imponente portón de arabescos, con sus hojas de hierro y con su inscripción “Defende
Nos” en bronce.
Alcé la vista para mirar su
torre recortada contra un cielo oscuro. Da algo de pavor ¿no?, te dije mientras
sacaba algunas fotografías. No, para nada, me dijiste con total frescura. Volví
a mirar la iglesia con otros ojos. Si hubiese estado escrito San Miguel, habría
pensado que estábamos en la España de la Edad Media.
Seguimos caminando y llegamos
a las puertas del edificio para presenciar algo impredecible. Recomendación de
Adriana, a quién todavía le estamos agradecidos. Dijimos nuestros nombres al
portero. Miró en la lista. Nos tildó y nos hizo pasar.
El máximo de participantes en
esa obra unipersonal de Florencia Carreras era de veintidós o veinticuatro
personas. No las conté, pero no éramos más que esa cantidad.
Subimos varios
pisos por un ascensor. Cuando salimos nos recibió una dama ataviada con un vestido de época blanco y acompañada por un violinista. Nos ofreció una copa de vino o de champán, a elección.
Elegimos lo último. Nos pareció más acorde con ese momento tan especial.
Luego de eso salimos a la
terraza. Y nos encontramos con la primera sorpresa. Una mujer gritaba desde lo alto de un
balcón a otra que se encontraba a nuestra misma altura. Ya estábamos en el
mundo de Silvina Ocampo. Ya habíamos entrado en su juego. Y nos dejamos
cautivar. Queríamos que todo su mundo literario existiera, y lo inventamos junto a ella. Nos
dejamos llevar tanto por las diferentes historias como por las diferentes
habitaciones que irían a desfilar más adelante. Y eso sucedió.
Los cinco personajes de
Florencia pasaron de ser una virginal mujer en su dormitorio —enamorada de su
médico— a otra mujer totalmente desquiciada por la envidia en la siguiente
historia. Rhadamanthos se llamaba esta otra pobre mujer que no podía entender
cómo su enemiga seguía provocando admiración después de muerta.
Entre historia e historia, la
dama de blanco —alter ego de Silvina Ocampo—, nos ofrecía la moraleja de lo
que acabábamos de presenciar.
Y así pasamos a otra habitación en forma de
púlpito. Asistimos al monólogo de una mujer desconsolada que oraba frente a
nosotros que, como testigos, la escuchábamos lamentarse por no querer a su
marido. Ahora parecíamos estar en una iglesia. ¿Sería la de Saint Michael?
La luz era
propia de la Edad Media con velas desparramadas en el piso que pincelaban todo el
ambiente con una luz almibarada. Nos sentimos, por un momento, en una abadía. Y de parecer una secta religiosa pasamos a ser una cohorte de médicos en una
clínica psiquiátrica.
Allí presenciamos a otro
personaje fascinante de Silvina Ocampo, parada en una esquina y con una luz blanca sobre
su rostro. Eso era todo. Y, por supuesto, la desgarradora actuación de Florencia que trataba
de hacernos comprender qué es lo que había hecho su personaje. No le creímos, obviamente, era una demente y, encima, asesina.
El último sacudón —todo iba
in crescendo— fue en un altillo.
Allí, con una bañera en el centro —que el
personaje usaba como sommier— asistimos al final de esa montaña rusa de
sensaciones.
Una mujer atractiva, descalza, con la media
de red rota, gesticulaba como un presidiario y se asomaba cada tanto por la ventana a maldecir a los supuestos
vecinos que la trataban como la loca de los ratones. Les tiraba agua, baldes y
lo que tuviera a mano. Al fin terminó acurrucada en la bañera, hablando con sus amigos ratones.
De esa manera terminó el
universo de Silvina: como había empezado. Un círculo perfecto.
En cada espacio,
nos sentimos parte del cuento, a tal punto que el personaje nos miraba, nos
hablaba y nos pedía permiso para que nos apartásemos porque necesitaba llegar a
ese lugar en donde estábamos parados. A una pareja que estaba apoyada contra la
pared les gritó: “Córranse cerdos, patéticos”. Claro, era la loca de los
ratones, no se podía esperar otra cosa.
Estuvimos ahí, adentro de la
mente de Silvina, codeándonos con sus fantasmas y con los cuerpos de Florencia,
de Anabela y el violín exquisito de Marcos Press que endulzaba la atmósfera con
una letanía melancólica.
Pasamos de los juglares de la
Edad Media a una de las cuentistas más fascinantes de la literatura argentina
de la Edad Moderna.
Pero faltaba la frutilla del postre. No era comestible, a menos que la luz lo sea.
Salimos al exterior. A nuestro alrededor se dispersaban, como luciérnagas gigantes, las cúpulas iluminadas de los edificios adyacentes al Río de la Plata. La luna llena era el ojo que nos miraba con envidia, como Rhadamanthos.
Y sacamos fotografías. Yo a vos. Vos a mí. Yo a los dos. Y también a la noche engalanada de resplandores naranjas y al cielo enjoyado de ámbar.
Parece que estuviéramos en Italia, te dije al darme cuenta de la
arquitectura de la terraza y los edificios cercanos. Y posamos con la cúpula
del Edificio Bencich por detrás.
Y nos sentimos en otro mundo e inventamos otro
mundo y vivimos en otro mundo.
Podría haber sido el de
Silvina Ocampo, pero ya la habíamos dejado atrás. Ahora era tiempo de inventar
el nuestro. ¿La Edad Media de Francia? ¿La Edad Media de España? ¿La Italia
Renacentista?
Antes de volver a rodear el
Obelisco y retomar por la Avenida del Libertador, estuvimos en otro
espacio-tiempo: en el de los sueños, en el de las ilusiones.
Fue un viernes irreal en
donde compartimos los amoríos inocentes de hace siglos y los amoríos sombríos
de hace algunas décadas. Nos llevó de la mano Adriana y Silvina. Y fuimos dos
personajes más de fantasía.
“No inventes lo que no
quieras que exista”, nos propusieron esa noche. Y eso hicimos: nos inventamos a nosotros
mismos para existir como fruto de ese invento.
Volvimos cambiados, quizás ya
no éramos los mismos, quizás ya no pensáramos lo mismo, quizás éramos
personajes medievales o de los cuentos de Silvina Ocampo, quizás éramos
personajes de luz, como las cúpulas.
Quizás nunca lo sepamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario