domingo, 14 de septiembre de 2014

ROMANCES


Una tarde de romances. Vos y yo nos acomodamos para una tarde de romances. 
“De Abenámar”. “Del Amor más poderoso que la Muerte” y “De la Gentil Dama y el Rústico Pastor”. 
Adriana compiló romances de la Edad Media para leer y nos transportó a diferentes escenarios. 
A los caminos peligrosos por donde tenía que cruzar la hija del Rey de Francia, por ejemplo, y de su ingenioso ardid para evitar un acoso en medio de los bosques de París. 
Estábamos en la Edad Media. No existía la Torre Eiffel. Todo era bosque umbrío. 
“No contamines tu sangre con la mía”, le dijo la ingeniosa niña de Francia, “porque tengo sangre mora”. Y el caballero le creyó y le obedeció. No le tocó un pelo. 
Y de ahí pasamos a un antecedente del Romeo y Julieta de Shakespeare. La historia del Conde y la Princesa. Imposible que se enamorasen. Diferencias de clase. Capuletos y Montescos, como la tragedia lírica de Felice Romani. En este caso, la realeza y la servidumbre. 
Pero el amor todo lo puede y el Conde Niño huyó con la Princesa hasta que los encontraron. 
“Él murió a medianoche, ella a los gallos cantar. De ella nació un rosal blanco, de él nació un espino albar”. Claro que ahí no termina la historia. Se habían convertido en dos arbustos que podían ser cortados. Y eso fue lo que hizo la Reina Madre. Pero la metamorfosis siguió y la Princesa se convirtió en una garza y el conde en un gavilán. “Volarán juntos”, dice el Romance. El Amor es más fuerte, recuerdo que escuché por ahí, alguna vez. 
Y de ahí pasamos a las tentaciones. Me refiero a las tentaciones del Rústico Pastor. Ni la blancura de la piel de la gentil dama, ni el cuello de una garza —al parecer la garza era un símbolo de esbeltez y hermosura en esas épocas— pueden con el pastor que siente el peligro en ese cuerpo ofrecido. Opta por seguir su camino, sin detenerse, sin mirar atrás. “Ni aunque más tengáis señora no me puedo detener”, termina diciendo el romance y así termina la clase del viernes. 
Nosotros tampoco nos podíamos detener. Teníamos una cita en el Edificio Bencich, a escasas cuadras de la Casa Rosada. 
Antes, claro, pedimos un par de empanadas y una cerveza para darnos fuerza y poder subir hasta la terraza del Estudio Caracol, en ese mismo edificio. 
La noche era espléndida, agradable, “con grandes señales y la luna crecida”, como decía el “Romance de Abenámar”. 
Ya en el microcentro, rodeamos el Obelisco y buscamos un lugar cercano para estacionar. 
“No inventes lo que no quieras que exista”. Eso decía la propuesta teatral. Veníamos de inventar grandes escenarios medievales, grandes historias de amor no correspondidos, de leer lo que los juglares compusieron hacía miles de años y que llegó hasta nosotros a través de clérigos y copistas. 
Ahora íbamos por más. Pero antes de llegar, nos topamos en el camino con la Iglesia de Saint Michael, con su imponente portón de arabescos, con sus hojas de hierro y con su inscripción “Defende Nos” en bronce.  

Alcé la vista para mirar su torre recortada contra un cielo oscuro. Da algo de pavor ¿no?, te dije mientras sacaba algunas fotografías. No, para nada, me dijiste con total frescura. Volví a mirar la iglesia con otros ojos. Si hubiese estado escrito San Miguel, habría pensado que estábamos en la España de la Edad Media. 
Seguimos caminando y llegamos a las puertas del edificio para presenciar algo impredecible. Recomendación de Adriana, a quién todavía le estamos agradecidos. Dijimos nuestros nombres al portero. Miró en la lista. Nos tildó y nos hizo pasar. 
El máximo de participantes en esa obra unipersonal de Florencia Carreras era de veintidós o veinticuatro personas. No las conté, pero no éramos más que esa cantidad. 
Subimos varios pisos por un ascensor. Cuando salimos nos recibió una dama ataviada con un vestido de época blanco y acompañada por un violinista. Nos ofreció una copa de vino o de champán, a elección. Elegimos lo último. Nos pareció más acorde con ese momento tan especial. 
Luego de eso salimos a la terraza. Y nos encontramos con la primera sorpresa. Una mujer gritaba desde lo alto de un balcón a otra que se encontraba a nuestra misma altura. Ya estábamos en el mundo de Silvina Ocampo. Ya habíamos entrado en su juego. Y nos dejamos cautivar. Queríamos que todo su mundo literario existiera, y lo inventamos junto a ella. Nos dejamos llevar tanto por las diferentes historias como por las diferentes habitaciones que irían a desfilar más adelante. Y eso sucedió.
Los cinco personajes de Florencia pasaron de ser una virginal mujer en su dormitorio —enamorada de su médico— a otra mujer totalmente desquiciada por la envidia en la siguiente historia. Rhadamanthos se llamaba esta otra pobre mujer que no podía entender cómo su enemiga seguía provocando admiración después de muerta. 
Entre historia e historia, la dama de blanco —alter ego de Silvina Ocampo—, nos ofrecía la moraleja de lo que acabábamos de presenciar. 
Y así pasamos a otra habitación en forma de púlpito. Asistimos al monólogo de una mujer desconsolada que oraba frente a nosotros que, como testigos, la escuchábamos lamentarse por no querer a su marido. Ahora parecíamos estar en una iglesia. ¿Sería la de Saint Michael? 
La luz era propia de la Edad Media con velas desparramadas en el piso que pincelaban todo el ambiente con una luz almibarada. Nos sentimos, por un momento, en una abadía. Y de parecer una secta religiosa pasamos a ser una cohorte de médicos en una clínica psiquiátrica. 
Allí presenciamos a otro personaje fascinante de Silvina Ocampo, parada en una esquina y con una luz blanca sobre su rostro. Eso era todo. Y, por supuesto,  la desgarradora actuación de Florencia que trataba de hacernos comprender qué es lo que había hecho su personaje. No le creímos, obviamente, era una demente y, encima,  asesina. 
El último sacudón —todo iba in crescendo— fue en un altillo. 
Allí, con una bañera en el centro —que el personaje usaba como sommier— asistimos al final de esa montaña rusa de sensaciones. 
Una mujer atractiva, descalza, con la media de red rota, gesticulaba como un presidiario y se asomaba cada tanto por la ventana a maldecir a los supuestos vecinos que la trataban como la loca de los ratones. Les tiraba agua, baldes y lo que tuviera a mano. Al fin terminó acurrucada en la bañera, hablando con sus amigos ratones. 
De esa manera terminó el universo de Silvina: como había empezado. Un círculo perfecto. 
En cada espacio, nos sentimos parte del cuento, a tal punto que el personaje nos miraba, nos hablaba y nos pedía permiso para que nos apartásemos porque necesitaba llegar a ese lugar en donde estábamos parados. A una pareja que estaba apoyada contra la pared les gritó: “Córranse cerdos, patéticos”. Claro, era la loca de los ratones, no se podía esperar otra cosa. 
Estuvimos ahí, adentro de la mente de Silvina, codeándonos con sus fantasmas y con los cuerpos de Florencia, de Anabela y el violín exquisito de Marcos Press que endulzaba la atmósfera con una letanía melancólica. 
Pasamos de los juglares de la Edad Media a una de las cuentistas más fascinantes de la literatura argentina de la Edad Moderna.
Pero faltaba la frutilla del postre. No era comestible, a menos que la luz lo sea. 
Salimos al exterior. A nuestro alrededor se dispersaban, como luciérnagas gigantes, las cúpulas iluminadas de los edificios adyacentes al Río de la Plata. La luna llena era el ojo que nos miraba con envidia, como Rhadamanthos. 
Y sacamos fotografías. Yo a vos. Vos a mí. Yo a los dos. Y también a la noche engalanada de resplandores naranjas y al cielo enjoyado de ámbar.
Parece que estuviéramos en Italia, te dije al darme cuenta de la arquitectura de la terraza y los edificios cercanos. Y posamos con la cúpula del Edificio Bencich por detrás. 
Y nos sentimos en otro mundo e inventamos otro mundo y vivimos en otro mundo. 
Podría haber sido el de Silvina Ocampo, pero ya la habíamos dejado atrás. Ahora era tiempo de inventar el nuestro. ¿La Edad Media de Francia? ¿La Edad Media de España? ¿La Italia Renacentista? 
Antes de volver a rodear el Obelisco y retomar por la Avenida del Libertador, estuvimos en otro espacio-tiempo: en el de los sueños, en el de las ilusiones. 
Fue un viernes irreal en donde compartimos los amoríos inocentes de hace siglos y los amoríos sombríos de hace algunas décadas. Nos llevó de la mano Adriana y Silvina. Y fuimos dos personajes más de fantasía. 
“No inventes lo que no quieras que exista”, nos propusieron esa noche. Y eso hicimos: nos inventamos a nosotros mismos para existir como fruto de ese invento. 

Volvimos cambiados, quizás ya no éramos los mismos, quizás ya no pensáramos lo mismo, quizás éramos personajes medievales o de los cuentos de Silvina Ocampo, quizás éramos personajes de luz, como las cúpulas. 
Quizás nunca lo sepamos.


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