Fue una noche beatle. Y
lo fue bajo una lluvia de octubre. No por nada la jam sessión empezó con el tema
“Rain”. Y es que además de haber sido una noche beatle, fue una noche mágica y
misteriosa.
Llegamos al Liverpool Bar
después de atravesar el barrio de Palermo bajo una pertinaz llovizna. Las
calles parecían corredores fantasmales, ocultas por una niebla roja y amarilla.
Buscábamos la calle Arévalo a través del parabrisas del auto que se empeñaba en
empañarse. Buscábamos la altura correcta en otras calles paralelas. En Álvarez
Thomas, en Dorrego o en cualquier otra que pudiese darnos una pista para poder llegar sin contratiempos. Doblamos a la
izquierda, a la derecha, pero no nos perdimos como en Villa Urquiza. “Algo” —ahí
lo misterioso— nos empujaba a seguir avanzando y a no perdernos. Lo hicimos
pasadas las nueve de la noche. Llegamos —el lugar era casi imperceptible desde
afuera— bajo un clima netamente londinense. No podía ser de otra manera.
Con mi paraguas verde
inglés —que alcanzaba a cubrirnos a ambos—, y con la expectativa de ver y
escuchar a una banda beatle, y a los que subirían al escenario a cantar,
entramos y nos llenamos los ojos de luces de neón. En el escenario ya estaban
todos los instrumentos: las guitarras alineadas, la batería con sus platillos
brillantes y dorados y los micrófonos esperando la voz desgarrada de “Oh
Darling!”, el trabalenguas surrealista de “I am the walrus” o la delicadeza de
“Something”.
El lugar estaba casi
lleno. La barra, también. Solo quedaba una mesa vacía, cerca del escenario. Cuando
la vimos, no lo pensamos dos veces. Fuimos hasta allí y nos sentamos. Una
suerte increíble. Claro que a los pocos segundos, una de las mozas vino a
decirnos que esa mesa estaba reservada. Recién ahí vimos el cartelito en medio
del mantel. A no ser que fuéramos nosotros, nos dijo. No, no lo somos dijimos
muy a nuestro pesar. Bueno, si ellos no vienen antes de que empiece el espectáculo,
pierden la reserva y se pueden quedar. Bien, dijimos y pedimos una cerveza para
matizar la espera. Los minutos pasaban y nadie venía a decirnos nada. El
ambiente se iba llenando de murmullos, risas, voces y algún que otro miembro
del grupo que subía al escenario para verificar que todo estuviera en orden.
Y la primera señal
mágica y misteriosa se hizo evidente. Esa mesa parecía estar destinada a nosotros.
Nadie vino a reclamarla. ¿Habríamos hecho la reserva inconscientemente? Tuvimos
la suerte de poder quedarnos en un lugar privilegiado, a pasos del escenario y
a minutos de que comenzara el concierto. Recién entonces pedimos algo para
comer.
La segunda señal, tan mágica
y misteriosa como la primera, llegó de una manera asombrosa. Faltaba una voz
para el cuarto tema, nada más ni nada menos que “Something”. “Algo” estaba
pasando, las esferas celestes se estaban alineando. Vinieron hasta nuestra mesa
y te preguntaron si te animabas a ocupar ese lugar. ¿Por qué lo hicieron? Dije
que era un misterio, pero así fue como ocurrieron las cosas. Casualmente vos
tenías ensayado ese tema. Dijiste “sí, me animo”. Perfecto te contestaron y
quedaste cuarta en la lista. Después de esta asombrosa sincronicidad de tiempo
y espacio, llegó la pizza. Pero no había ganas de comerla, no todavía. Tres
temas pasarían volando, y después venía tu debut, en aquel escenario que ya
estaba comenzando a tomar color.
La banda comenzó con “Rain”,
como dije al principio. Luego de eso vendrían los anotados, mientras esperábamos tu llamada y mientras la adrenalina empezaba a correr por tus
venas. Pero no ocurrió eso. La espera se hizo nula. Los tres primeros en ser convocados
brillaron por su ausencia. Entonces, sin preámbulo alguno, dijeron tu nombre por el micrófono. Y
nos levantamos. Yo, para dejarte pasar rumbo al estrellato. Vos para empezar a
caminar hacia el lugar en donde te esperaban los músicos. Y allí fuiste. Bajo
las miradas de todos. Para inaugurar la jam sessión. Todos te aplaudían.
Yo más que nadie. Y de pronto el lugar pareció congelarse. Todo pareció
detenerse y percibí que “algo había en tu manera de moverte”, algo que transmitía
una gran felicidad. Por primera vez te enfrentabas a un público de rock, con
guitarristas, un bajista y la batería que acompañaba el ritmo de tu canción
mientras empezabas a desgranar, en el aire coloreado, las estrofas de
“Something”, el tema de amor que había compuesto George Harrison a Patty Boyd,
la única canción de Los Beatles que le gustaba a Frank Sinatra, la canción que abría
ese domingo espolvoreado de agua. Y te sonreías, y sabías que ése era un lugar
soñado, un momento mágico y misterioso. Y yo me apoyé sobre mis piernas y te
escuché cantar, y la piel se hizo de púas y me miraste una vez y supe que todo
había encajado como un mecanismo de relojería, con la perfecta puntualidad inglesa.
“Algo había en tu
estilo” que mostraba, más allá de la poesía que cultivás con pasión, que la
música te llenaba el alma de una manera distinta, más urgente, más desaforada quizás, más
eléctrica y arrebatadora. Nada se comparaba a ese momento tuyo. Tan íntimo y
tan público a la vez. Las guitarras sonaban, el bajo te acompañaba, la batería
aceleraba los latidos de tu corazón. Los reflectores ponían al descubierto tus pantalones
de cuero negro, tu pelo rojo y tu aura que se confundía con el humo del hielo
seco que se levantaba desde el piso como si estuvieras en un suburbio de la
Inglaterra portuaria de Liverpool. La canción duró tres minutos y “algo” más.
Ese “algo” más fue lo que te llevaste del escenario plagado de luces de colores.
Ese “algo” más será “todo”. Una certeza, un antes y un después.
“Something” pasó a ser
eso: “algo” que servirá de parámetro a todas tus emociones por venir, tanto en
la música como en la poesía.
Arribaste a los acordes
finales. Aplaudimos. Los músicos te abrazaron y bajaste siendo otra persona.
Quizás “Lucy en el cielo con diamantes”. Quizás “Michelle”. Quizás “Prudencia”.
Podrías ser cualquiera que formara parte del universo beatle. Ya eras una de
ellas.
Te sentaste al lado mío
y comimos como si nada hubiera pasado, pero sabíamos que no era así. Luego de
tu debut llegaron las decenas de canciones que nos hicieron mover en nuestros
asientos. Imposible enumerarlas a todas. Y de pronto parecía que nos
encontrábamos en un pub inglés, en los años 60, en el mismísimo The Cavern, a
un paso del Río Mersey en Liverpool, no del Río de la Plata en Buenos Aires.
La cerveza se
transformó en inglesa. A nuestro alrededor parecía hablarse el típico lunfardo
de los barrios bajos del puerto de Liverpool y me imaginé que arriba del escenario estaba un grupo,
vestido de cuero, tocando temas que iban a cambiar al mundo. Hasta creo que vi a
Brian Epstein, detrás de una columna, tarareando las canciones y masticando
chicle.
Claro que si no queríamos imaginar el ambiente de tantos años atrás bien podríamos pensar en el escenario
de “Begin Again”, la película que habíamos visto el día anterior. Precisamente por
la escena en la que Gretta sube al escenario a cantar el tema “A step you can´t
take back”. El pub de la película —ambientada en una ciudad neoyorkina— era un
calco al del Liverpool Bar de Palermo.
Nueva York, Liverpool, Palermo.
La música, en definitiva, no tiene fronteras. Las emociones, tampoco.
Cuando salimos del
Liverpool Bar nos encontramos con una noche sin lluvia. Húmeda como Buenos
Aires, con carteles en español, no en inglés. Con la calle Arévalo y no la
Strand Street. Con el Puente Pacífico y no el Pacific Bridge, pero no
importaba. Vivimos, por unas horas, en los arrabales costeros de una Inglaterra
beatle o, en su defecto, en la noche colorida de la Nueva York que electrifica
todo lo que toca. .
Cuando me despedí te
imaginé una estrella de rock. “Algo en las cosas que me muestra” habías cantado una
hora atrás y yo lo asocié con la caja de sorpresas que siempre supe que eras.
También habías cantado: “todo lo que tengo que hacer es pensar en ella”
Y eso hice con vos. Mientras manejaba por la autopista, pensé en tu figura
rodeada de estrellas de diamantes, entre el humo blanco de nubes, entre los
posters de John, Paul, George y Ringo y pensé, también, que el destino tiene
estas cosas asombrosas: el de poder volver a otro tiempo y lugar sin necesidad de movernos de una mesa que
alguien, misteriosamente, había reservado para nosotros.
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