A propósito de la
edición en español del segundo tomo de la saga de seis libros llamada “Mi
lucha” —título ya de por sí polémico por las connotaciones sociopolíticas que
trae aparejado— del escritor noruego Karl Ove Knausgärd (1968), convendría
detenernos en su anterior libro: “La muerte del padre”, editado por Editorial
Anagrama en el año 2012 y que fue el inicio de este especie de boom editorial. Cabe
destacar que la obra de Knausgärd ya fue editada en forma completa en Noruega y
en Estados Unidos acaba de aterrizar el tercer tomo traducido al inglés. Acá
habrá que esperar, por lo menos, hasta el año que viene para seguir las
peripecias de este nuevo héroe de la cotidianeidad.
Algunos llaman a esta
nueva variante del relato autobiográfico “eximidad”, es decir, dejar de lado el
mundo íntimo y exteriorizarlo hasta la saciedad. Dejar al descubierto todos los
secretos, confesables o no, que pertenecen al mundo privado y exponerlo a la
mirada del otro. No hace falta espiar a través del ojo de la cerradura, todo se
encuentra en una vitrina iluminada en medio de la sala. ¿Qué es lo que intenta
Knausgärd con esta cartografía desmesurada sobre su vida? ¿Un ensayo, una
divagación?
El escritor Rodolfo
Rabanal en su libro “El roce de Dante” (2008) argumenta que “el ensayo es una
obra literaria ligera y provisional, una especie de monólogo o de conversación
sin contertulio visible aunque implícito en el anhelo de quién escribe, éste
sería el pariente vagabundo y divergente, aunque atento, de los otros géneros
entre los que transita y a los que frecuenta”. Knausgärd hace eso de una manera
clara: su primer libro es un monólogo intenso consigo mismo pero también
dirigido al lector que está del otro lado, hechizado por las ínfimas acciones
que realizan los protagonistas.
Por otro lado, una
divagación implica desvíos, digresiones, rodeos, aunque no necesariamente
imprecisiones ni adhesión alguna a cualquier tipo de vaguedad confortable. Si
hay algo en los que el escritor noruego no hace es ser impreciso. Hay desvíos,
hay digresiones, hay rodeos, pero todo detallado exhaustivamente como una
radiografía obsesiva de la cosa más nimia, más mundana.
Un ejemplo de ello
ocurre en la segunda parte del libro, en donde Knausgärd utiliza páginas y
páginas para detallar la limpieza que realiza en la casa de su abuela para conmemorar
allí el funeral de su padre. ¿En dónde está la fascinación de esto? Cabría preguntarse,
entonces, en donde residía la fascinación de los cientos de televidentes que
observaban diariamente la vida “privada” del protagonista de “El Show de
Truman”, aquella provocativa e inquietante película de Peter Weir. Podría
buscarse una analogía certera entre el guión de Andrew Niccol y la novela de
Knausgärd. En ambos casos existe una coincidencia, un punto de contacto. La
vida no está hecha de grandes epopeyas y heroicidades, parecen decirnos el guionista
de aquel film y, de alguna manera, el protagonista de toda la saga familiar del
escritor noruego. El estar ahí, en el momento en que ocurren las cosas más
triviales nos conduce, en conjunto, a ser partícipe de la vida misma. El estar
ahí, presenciándolo todo como si estuviésemos al lado del narrador, es lo que produce
esa empatía difícil de igualar.
Han descrito a la
novela de Karl Ove Knausgärd como adictiva, una pieza de hiperrealismo, el
émulo de “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust y como una obra más
real que la realidad. Cada una de estas afirmaciones puede ser correcta y, a la
vez, algo pretenciosa. Lo que no puede soslayarse es lo que tiene de audaz.
“La muerte del padre”
es la catarsis que hace el protagonista sobre un momento doloroso de su vida. Una
relación paternal, contradictoria y problemática, que lo había marcado desde pequeño
(en el libro el relato comienza a partir de los ocho años) y que ventila sin ningún tipo de tapujos, sin
ningún tipo de concesiones, sacando a luz su odio silencioso —de chico— y su
vergüenza rencorosa—de grande— en un acto de valentía poco usual.
Cabe acotar que resulta
inconcebible que uno pueda recordar con
lujo de detalles qué hacía a los ocho años desde que se levantaba de la cama
para ir al colegio hasta que se acostaba hasta el otro día. En ese sentido el
escritor apela al recuerdo fragmentario y lo recrea con su propia fantasía
literaria. Por eso es conveniente discutir hasta qué punto esta saga de libros
autorreferenciales es una realidad fotográfica o una ficción literaria. A Knausgärd
eso no parece importarle demasiado. Lo dice claramente en la mitad del libro:
“Lo que yo intentaba, y tal vez intentan todos los escritores, qué sé yo, era
combatir la ficción con ficción. Lo que debía hacer era aceptar y animar lo
existente, aceptar y animar el estado de las cosas, es decir, revolcarme en el
mundo en lugar de buscar un camino para salir de él”.
El mundo, a través de su
óptica, se volvió más intimista, más prosaico, quizás hasta menos imaginativo.
Todo la rutina exasperante está ahí, delante de nuestros ojos: en un viaje en
micro, en un viaje en avión, en la conversación anodina entre amigos de la
infancia, en tomar cerveza con el hermano, pero, y aquí está el valor entre
todas estas catálisis narrativas, también la alta emotividad que transpiran los
pensamientos del yo poético de la novela.
El escritor noruego
prepara el terreno como un artesano minimalista. Pasa de la pura intrascendencia
a la epifanía más sublime en un abrir y cerrar de ojos. Y uno espera eso en
cada página que va dando vuelta. Arrobados por esa cadencia narrativa, morosa y
repetitiva, viene la revelación.
“Sensibilidad y fuerza
de voluntad no combinan fácilmente”, dice en alguna parte. Por eso, luego de arduas
descripciones, logradas con una fuerza
de voluntad inquebrantable aparece, sin anestesia, la angustia existencial. Podría
ser la que se manifiesta a la edad de dieciséis años a través del amor adolescente
que lo turba hasta límites sobrenaturales o el desgarro que le quema las
entrañas por la muerte de su padre.
“Cada vez que me miraba
yo estaba a punto de romperme en pedazos”, dice el pequeño Karl enamorado y uno
sabe que lo piensa en forma literal; a esa edad todo parece estar
desmoronándose continuamente. “¿A quién le importa la política cuando hay llamas
ardiendo en su interior?”, continúa reflexionando en una reunión de la Juventud
Obrera.
O, ya de adulto, cuando
vuela para ir al entierro de su padre, narra: “Con la frente apoyada contra la
ventanilla en el momento de detenerse el avión, al final de la pista de
despegue y acelerar los motores ya en serio, me puse a llorar”.
Así y todo trata de reponerse.
En definitiva su relación con su padre siempre había sido conflictiva y angustiante,
y le había deseado la muerte desde que tenía uso de razón. Pero lo que viene a
continuación nos retrata el mundo interno del protagonista y, de alguna manera,
deja blanco sobre negro las propias emociones humanas: “Me recliné en el
asiento y cerré los ojos. Pero me di cuenta que no había acabado de llorar. No
había hecho más que empezar”.
Knausgärd nos
reconstruye un mapa preciso, a su manera, y descarnado en donde lo humano es el
andamiaje fundamental para mantener en pie semejante proeza literaria. ¿Naturalista?
¿Hiperrealista? ¿Ensayo? ¿Ficción? ¿Diario íntimo? Puede ser cada una de estas
cosas. Hay obras literarias que no se dejan encasillar. Esta obra monumental es
una de ellas. En el futuro, quizás, se cuente como uno de los experimentos más arriesgados
de un autor casi desconocido. Pasó con Proust.
Hoy es necesario adentrarse
en el mundo privado de Karl, como sucedía con la vida de Truman, para conocerlo
y asimilarlo. Quizás aquí no sea tan invasivo y pornográfico como lo fue la
ficción futurista de la película. De alguna manera vemos lo que el Karl ficcional
nos muestra. ¿Todo? Nunca lo sabremos. Cabría rescatar este pensamiento que encontramos
en su primer libro mientras esperamos la lectura del segundo: “Un hombre
enamorado” (2014).
“En la historia del
arte noruego la ruptura llegó con Munch, fue en sus cuadros en donde el ser humano
llegó a ocupar todo el espacio por primera vez. Hasta la Ilustración, el ser
humano estaba subordinado a lo divino, y en el Romanticismo el ser humano
estaba subordinado al paisaje en el que estaba retratado, pero en Munch es
justo al revés. Es como si lo humano devorase todo, lo convirtiera todo en
suyo”.
Knausgärd logra hacer
eso con sus libros, pone al ser humano en el centro del cuadro para que lo
devoremos y nos dejemos devorar en una especie de antropofagia de común
acuerdo.
(Reseña publicada en el portal de periodismo cultural Leedor.com )
(Reseña publicada en el portal de periodismo cultural Leedor.com )
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