Sami fue lo más real de
ese viaje imaginario, a pesar de habernos dejado una postal de un lugar que no
existe y una carta falsa de despedida. Sin embargo, y por absurdo que parezca, fue
lo más real de esa travesía a ningún lugar que experimentamos ese día sábado.
Nosotros habíamos hecho lo mismo: inventamos lugares, una carta de despedida y
un itinerario trazado en un mapa como disparador para nuestra imaginación. Solo
que Sami apareció de dos maneras extrañas en nuestra vida real: a través de una
postal entregada en tus propias manos (¿te acordás de su rostro, de su mirada?)
y una carta cerrada y escrita con su letra que llegó hasta mí de pura casualidad.
Una desconsolada carta
de despedida y una postal que describía un lugar de fantasía, fueron sus dos
ofrendas. Es como si ella, al haberte dado su postal, sabía que ambas cosas, su
tarjeta y su carta, se iban a ir juntas. Por eso te la dio sin conocerte, sabía
que una fuerza misteriosa iba a depositar su otro testimonio —la carta de despedida—
en mis manos. Fue entonces que sus dos textos fueron mecidos por la marea de lo
inexplicable y se depositaron como hojas otoñales en nuestras palmas.
De eso
hablamos en Le Pain Quotidien, después de salir del ciclo de escritura creativa del
Rojas, de un vuelo que nos había llevado hasta lo alto de un cielo despejado y
despojado de realidad y nos hizo aterrizar en pleno edificio del Centro
Cultural de la Avenida Corrientes.
La idea era
provocativa: ser partícipes de una experiencia de escritura llamada
“Bosquejos”, es decir la exposición de una idea, el primer diseño de un
proyecto. Imaginar un viaje, escribir en un cuaderno Gloria de tapas blandas lo
que se nos viniera en mente —de acuerdo a consignas dichas en voz alta por los
promotores del evento—, escribir una carta de despedida del lugar en donde estaríamos
antes de iniciar el viaje y dejarla en manos de los coordinadores. Ellos se
harían cargo de repartirla azarosamente entre la treintena de personas que
concurrimos para dar rienda suelta a nuestra creatividad.
Por último, escribir
una postal de aquel lugar adonde habíamos llegado con la imaginación.
Vos te imaginaste y me
escribiste desde una playa infinita, con un mar sin fondo y sembrado de
palabras que esperaban ser descubiertas. Fantaseaste que era de noche, que estabas
en la playa, al borde de un océano nocturno. “En esta noche llena de estrellas
sostengo un libro en las manos pero no puedo leerlo. El ruido del mar me
desconcentra y, a la vez, me anuncia que vendrá una misteriosa criatura traída
por la lluvia”. Eso decías en la postal que gentilmente me diste desde un lugar
cercano —estabas al lado mío— pero que en realidad se suponía que tendrías que
haberla enviado desde kilómetros y kilómetros de distancia. Esa misteriosa
criatura, ¿sería Sami?
A su vez yo te había escrito mi postal desde un lugar tropical, mientras miraba los torrentes mágicos de agua, y el sol que aparecía y desaparecía en una selva esmeralda..
Horas después, en la
mesa del restaurante, leo la carta de despedida de Sami en voz alta para que escuches. “Tanto
me había costado encontrarte y ahora decidí dejarte”. Así empieza. Y uno se
pregunta si ella se refiere a su querida casa, como dice al principio, o a otra
cosa. “Siempre te voy a recordar porque el pasado no se vuelca como un vaso y
desaparece” sigue más adelante. Y más adelante todavía: “Te pido perdón por
todos los días que te quise tirar por la ventana, pero el amor es así”. Claro,
uno a veces quiere tirar la casa por la ventana, no así a las personas, eso
creo yo, eso creés vos. La carta está dirigida a una casa, su casa. Y se
pregunta: “¿Es ridículo escribir a una casa?”. Y tanto vos como yo estamos de
acuerdo en que no es nada ridículo, más aún cuando aprendimos que todas las
cosas tienen un aura, ¿cómo no lo iba a tener una casa? Y de eso sabía mucho
Mujica Láinez. Para él todos los objetos exhalan suspiros que hay que saber
escuchar. Y una casa tiene cientos de ellos; un huracán calmo y silencioso que
nos despeina sin que nos demos cuenta.
Y sigue diciendo Sami:
“Que pena no poder ser una tortuga y llevar la casa conmigo”. Y luego nos anuncia,
de manera dramática, su escepticismo y su pérdida: “No hay más futuro para mí
acá. Nunca creí en el Paraíso. Mi vida es una bolsa de ropa sucia”.
Sami se despidió con
dolor de una casa imaginaria y yo leí, leímos, su sentimiento de derrota al
dejarla. “Chau casa, ya no sos más mía”, se despide al final.
No nos molestaban los
chirridos de mesas y sillas corriéndose del bar, ni las voces que tapaban todo
como una cortina de ruido blanco. Nos interesaba la historia de Sami que había caído
misteriosamente en nuestras manos. Nuestra amiga real e imaginaria dejó su casa,
nos dejó una carta, nos dejó una postal y desapareció entre las miles de
personas que deambulan por toda la ciudad. Pienso que aunque se nos apareciese
en ese preciso momento, al lado nuestro, en una mesa contigua de Le Pain, no la reconoceríamos,
por lo menos yo.
¿Nos cruzaremos algún
día con ella? ¿Ella se acordará, si se presenta esa oportunidad, de que nos
dejó una carta y una postal firmada con su nombre? ¿Habrá dejado su casa
finalmente?
Terminamos de comer la
tabla oriental y de tomar la cerveza Patagonia y salimos de Le Pain Quotidien.
Afuera estaba helando. Las sombras de los edificios apagaban las veredas haciéndolas
más frías y desangeladas. Caminamos enfrentando el viento polar. Vos con tu
gorro de lana marrón, yo, como podía. Nos sumergimos adentro del auto. El viaje
de vuelta no era imaginario, era real. La Avenida Libertador era real. El
Monumento a los españoles era real. Vos eras real, al igual que yo. Sami ¿lo
era? En algún punto del espacio, sí. En la memoria también. Pero se esfumaba en
la carta doblada en dos que llevaba conmigo y en una postal, con la silueta de
Sudamérica, que llevabas contigo.
En esos retazos de papel no era Sami, era un bosquejo
que solo puede vivir en nuestra imaginación como una sombra misteriosa.
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