“La obra que viene
a continuación se encontró en el norte
de Inglaterra, en la biblioteca de una antigua familia católica. Acéptese la
verosimilitud de los hechos, y los personajes se comportarán como lo haría
cualquier persona en su lugar.” Así comienza “El Castillo de Otranto”, la
primera novela de terror gótico, la que inauguraría luego una narrativa que, en
mayor o menor medida, aún se sigue escribiendo y que es consumida por un
público fervorosamente adepto. En su momento “El Castillo de Otranto” trató,
deleitándose en lo maligno y sobrenatural, de subvertir las normas del
racionalismo y del autocontrol apelando a la necesidad no satisfecha de un
público dominado por la Edad de la Razón. Hay que recordar que fue publicada en
Inglaterra en 1764, una época en que predominaba por toda Europa el llamado
Siglo de las Luces con la filosofía ilustrada de Diderot, Franklin, Voltaire, Rousseau
y la idea del progreso continuo. No había lugar para los fantasmas, las criptas,
los castillos y las heroínas amenazadas por poderes sobrenaturales.
El estilo gótico nacía
así a través de una situación curiosa: por medio de un sueño que tuvo Horace
Walpole en donde se le aparecía el puño gigante de una armadura en plena sala. Es
así que escribió la historia de Manfred, el malvado príncipe de la ciudad
italiana de Otranto, que es alcanzado por una maldición por haber usurpado el
trono de los príncipes legítimos. La trama en sí hoy pecaría de ingenua y
absurda, pero está considerada la piedra fundamental de un movimiento que nunca
dejó de adaptarse a su tiempo. El genial Walter Scott —autor de Ivanhoe, entre
otras historias inolvidables— dijo sobre el libro: “El Castillo de Otranto es
notable no sólo por el sombrío interés de la historia, sino por haber sido el
primer intento moderno de fundar una literatura de ficción fantástica sobre la
base de las antiguas novelas de caballerías”. En cierta medida, la novela de
Walpole, fue imprescindible para el desarrollo del cuento de fantasmas inglés
de fines del siglo XIX, para la génesis de todas las grandes novelas clásicas
del terror, como Frankestein o Drácula, y para que existiera —de este lado del
Atlántico— la obra de Poe o Lovecraft.
Podemos decir,
entonces, que Walpole fue un gran vanguardista al atreverse a abrir la puerta a
un universo de miedo, de confusión psíquica y arrebato emocional. Al hacerlo,
nos acercó a una estética en donde el terror podía ser sublime. Majestuosidad en
las ruinas, belleza en los bosques sombríos, atracción por la decadencia, espectacularidad
en el espanto y virginales doncellas en apuros. Todos estos tópicos se
convirtieron en los rasgos definitorios de una nueva corriente artística que
tenía como meta fundamental producir miedo, pero a través de los sugerentes claroscuros
de las abadías, de la envolvente música fúnebre y de la sensual mirada de la
muerte.
Walpole no sólo elevó
el estatus del adjetivo gótico hacia un reconocimiento y prestigio que nunca
había tenido (antes se lo utilizaba como sinónimo peyorativo de barbarie) sino que proporcionó una etiqueta para el
torrente de narrativa que vino a continuación y una hoja de ruta para su
desarrollo posterior. De ahí en adelante, las novelas góticas se ambientarían en
espacios y tiempos remotos para inducir una atmósfera de delicioso terror, cuya
acción se desencadenaba en recintos cerrados donde los lectores se sentían tan
perdidos y desorientados como los propios personajes. Cada recurso estaba
estratégicamente situado para intensificar la atmósfera de miedo, extrañeza,
impotencia y peligro. Era usual la utilización de una arquitectura orgánica
como cadenas que cobraban vida, sepulcros que se abrían o suspiros en el viento.
En su período de auge —se calcula que se escribieron unas 4000 novelas entre
1790 y 1810— el gótico nos brindó verdaderas obras maestras de autores como
Anne Radcliffe, William Beckford, E.T.A Hoffmann, Mary Shelley y Henry James
hasta llegar a nuestros días con nombres como Stephen King, Ane Rice y Ángela
Carter, entre los más conocidos.
En síntesis, podemos
afirmar que la historia de Walpole fue la primera en abrir un resquicio dentro
de un mundo demasiado racional, demasiado aséptico y falto de magia, como lo
fue la Europa cientificista de principios de siglo. De alguna manera, como dice
Maggie Kilgour, en su ensayo “El auge de la novela gótica”, “los fantasmas de
la novela gótica ocultaban algo más que una conexión entre aquellos muertos que
se resistían a permanecer en sus tumbas y la mitología que se construye a
partir de ignotos cultos funerarios del período Neolítico”. Allí, sostiene, se
encuentra la clave para el éxito de la novela gótica durante el siglo XVIII y
su posterior estela de imitadores. Es cierto que en su momento, el género se
fue agotando porque repitió hasta el cansancio sus mismos recursos y se
transformó en una parodia de sí mismo, pero nunca se extinguió del todo. Su
influencia fue tan grande que no hay escritor que no se haya dejado tentar por ubicar
a sus personajes en escenarios que ayer fueron castillos medievales y hoy puede
ser un caserón abandonado al costado de una ruta. En ambos casos, una aparición
fantasmal tendría el mismo efecto: hay que correr para salvarse…y no hay razón
que nos asista, solo el primitivo instinto de supervivencia.
(Artículo aparecido en la revista Qu - Literatura Número 14 (Julio 2015).
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