“A brillar mi amor,
vamos a brillar mi amor”. (Los Redonditos de Ricota).
Todos conocemos la
enorme influencia que tuvieron Borges y Cortázar en nuestra literatura. Mientras
que el autor de El Aleph creó un universo único mezclando relatos efectistas (de
detectives, de malevos, de venganzas) con estructuras arquitectónicas y
preocupaciones filosóficas en donde abrevaba en las ciencias esotéricas, la
metafísica, las mitologías nórdicas, griegas y orientales y las paradojas más originales de
la literatura universal, el autor de Rayuela dio vuelta el universo tal como lo
conocemos dejando a la vista las posibilidades de lo imposible. Nada era seguro
en el mundo cortazariano. A cada vuelta de la esquina podíamos encontrarnos con
una fisura en el espacio y en el tiempo para quedar atrapados en un mundo que podía
derretirse como los relojes de Dalí. Ambos autores fueron vanguardistas dentro
de sus respectivas tendencias estéticas —el ultraísmo y el surrealismo,
respectivamente— y reconocidos en todo el mundo influenciando a lectores y a
generaciones de escritores. Todo lo que hubo que decir, ya se ha dicho.
Pero hubo un autor que,
inteligentemente, apeló a todas las vanguardias que tuvo a mano sin ceñirse a
ninguna en especial para crear un estilo único en su obra en general y en la
novela “Boquitas Pintadas” en particular. Una novela que fue comparada en su
momento con el “Ulises” de Joyce, no por su temática, sino por la utilización
de nuevas estructuras narrativas para contar una historia. Hablamos de Manuel
Puig, un autor que logró quebrar el orden establecido de la narración canónica
apelando a todos los lenguajes posibles: el cine, el folletín, las artes
plásticas, la música, el monólogo interior, la asociación de ideas y el
radioteatro para dar vida a un pastiche literario, algo que ya había
experimentado Marcel Proust en su momento, pero que Puig lo trasladó a personajes
y escenarios conocidos de nuestro país como
General Villegas y las sierras de Córdoba.
“Boquitas Pintadas”
puede arrogarse el mérito de ser considerada la primera novela en incursionar en el arte pop, que no es otra
cosa que el resultado de todas las corrientes precedentes: expresionismo,
cubismo, surrealismo, ultraísmo —y todos los ismos que uno quiera imaginarse— interactuando
con el cómic, el cine, la fotografía, la música y todos los campos culturales
masivos. En consecuencia, Puig construyó, emulando al pop art, un espacio
ficcional a través del uso de nuevas técnicas de representación de los
discursos sociales. Esa fue la jugada inteligente de Puig: apropiarse de todas
ellas para regurgitar una narrativa diferente y deslumbrante.
La temática del libro
no es otra cosa que un triángulo amoroso entre Juan Carlos Etchepare, Nélida
Fernández y Mabel Sánchez, digna de un folletín al estilo Corín Tellado. Lo
extraordinario no es la historia en sí (plagada de lugares comunes) sino cómo
está contada. A través de dieciséis entregas, separadas en “Boquitas pintadas
de rojo carmesí” y “Boquitas azules, violáceas, negras” Puig toma todo un
universo social y cotidiano, y los mezcla utilizando todos los estilos
discursivos posibles. Para ello apela a la instrumentalización de la oralidad,
la multifocalización, el multiperspectivismo narrativo y la utilización del
silencio, logrando así una nueva interpretación de la novela tradicional.
Podemos deducir con esto que la narrativa de Puig se basó en este principio: la
destrucción de la narración canónica. De esta manera, Puig comenzó a exigir la
presencia de un lector atento que fuese desentrañando los hechos presentados y
fuese armando inteligentemente las piezas de la novela, involucrando el mundo
del lector al proceso de escritura. En otras palabras, lo que hizo Puig fue crear
una especie de collage narrativo para darle un nuevo giro a una temática
trillada y decadente que ya estaba en desuso.
Cabe destacar una
anécdota en la que Juan Carlos Onetti, miembro del jurado en el que Puig
presentó su novela “Boquitas Pintadas” en 1969, dijo en forma despectiva:
“Después de leer el libro de Puig, sé cómo hablan sus personajes, pero no sé
cómo escribe Puig, no conozco su estilo”. Y, a pesar de la paradoja, esto es
bien cierto y, de alguna manera, un elogio. “Boquitas Pintadas” no tiene un
estilo definido, es la sumatoria de todos ellos. La historia se cuenta sola. Y lo
hace a través de extractos de diarios íntimos, informes policiales, informes
médicos, retazos de diálogos telefónicos, cartas, demandas judiciales, guiones
de radionovelas, monólogos interiores, rezos, una confesión ante un cura,
esquelas fúnebres, artículos periodísticos de diarios y de revistas, carteles
de propaganda etc., creando una especie de pastiche literario en el que el
narrador está completamente ausente. Un experimento de excesiva complejidad y,
por ello, impresionante, tal como lo demuestra la secuencia en donde narra un
viaje en colectivo utilizando solo sustantivos; o cuando leemos una carta que
se va quemando y allí, en donde el fuego destruye el papel que impide ver las frases
escritas, hay un espacio en blanco; o en algunos diálogos, en donde la letra en
cursiva nos indica el pensamiento del protagonista, totalmente contrario a lo
que está diciendo.
Si bien el boom
latinoamericano de los 60 fue una corriente que había roto con todas las
estructuras narrativas a través de una preocupación estilística en mostrar la
desmesura fantástica en el mundo cotidiano, esto no pasaba con Puig, en donde
la realidad se mostraba con toda la crudeza e hipocresía de una sociedad
decadente y supersticiosa. Su aporte fue, quizás, más original. Mostrar la
desmesura narrativa pero sin apelar a lo fantástico.
“Boquitas Pintadas” es un vitral literario
insoslayable, en donde la alta y la baja
cultura se toman de la mano, en donde la saturación, el brillo y el falso glamour
brillan en un mundo kitsch, en donde el romance, en todas sus variantes
posibles, no es tratado con desdén sino con admiración, es decir el Pop en su
más honesta, caótica y colorida representatividad.
(Artículo aparecido en el Número 15 de la Revista Qu Literatura de Noviembre del 2015).
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