Hace un tiempo escribí sobre un libro escrito en noruego llamado "Invasión!" (sí, así en español) que trataba sobre el hecho de comprar algo que sabía que nunca iba a poder leer. Dentro de esas reflexiones estaban las razones (válidas o no) de por qué lo había comprado: precio (algo así como cinco pesos), brillos púrpuras en la tapa, algo desconocido, algo enigmático, algo indescifrable. Ese hecho fortuito me hizo pensar en varias cosas. Lo cierto es que ahora estoy con otro libro escrito en noruego por un autor, también noruego, y del que vengo siguiendo su saga de seis libros llamado “Mi Lucha”. Me lo trajo Mariana Marx (alumna y amiga) desde Copenhague, Suecia. Su idea era traérmelo con la firma de Karl Ove Knausgard, su autor, en una de sus páginas. No pudo ser. Ubicarlo fue más difícil que comprar un paquete de yerba en las tiendas de Sigtuna. Y eso que recorrió, me confesó, lugares con nombres impronunciables como el Stadshuskailaren, el Mellqvist Kaffebar, el Bierhaus, los castillos de Skokloster y Gripsholm y hasta la Biblioteca Nacional de Suecia ubicada en la calle Odengtan al 63 para encontrarlo. En ese momento Karl Ove se encontraba en Suecia.
Ahora lo tengo aquí, en mi mesa. El último tomo, el seis, el que va a tardar unos tres años en ser publicado en español. Este año salió el tercero, “La isla de la Infancia”, por lo que calculo que este libro saldría recién —Editorial Anagrama mediante— en el 2018.
Puedo darme el lujo de decir que ya lo tengo pero, he aquí la paradoja, no puedo saber qué es lo que tengo hasta dentro de tres años. Nunca tuve al futuro en mis manos. Nunca tuve la revelación de una historia de vida con tres años de anticipación. Está ahí, pero a la vez no está. Es como si fuese una bola de cristal con un futuro que aparece como una nebulosa indescifrable. Para ello tendría que aprender una lengua nórdica que tardaría en aprender quizás el mismo tiempo que va a tardar en editarse en español.
Knausgard me mira y me dice desde la tapa violeta —otra coincidencia con el libro de Khemiri que también era del mismo color— “aquí está el final de mi historia, pero para entenderla tenés que esperar que tu lengua materna te la cuente”.
Al hojearlo reconozco algunos nombres de lugares como Kristiansand o algunos nombres de su familia como Geir, su hermano. Pero todas esas cosas familiares se encuentran dentro de una farragosa secuencia de palabras que desconozco. Es una buena metáfora del destino. Uno intuye algunas cosas, pero no todas. Es más, sabemos menos de lo que creemos. Están, si, los nombres, los lugares y quizás hasta algunos períodos de tiempo, pero todo lo demás se encuentra velado. Creo que este hecho, el de tener el final antes de tiempo, es provocador y, a la vez, inquietante. No puedo saber qué va a pasar si no transito primero todo lo que viene antes de ese final. Antes del seis tengo que pasar por el cuatro y por el cinco. Es así de sencillo. No vale saltearse todas las secuencias intermedias, así sean negativas, tristes, fatales o angustiantes. También las alegres y felices. Es la única manera de entender esa mitad: mirando hacia atrás desde ese futuro que todavía no llegó. El tiempo para nosotros es una secuencia. No podemos alterarlo. El destino es indescifrable. O por lo menos, por ahora. Ya va a llegar el momento en que todo se aclara. Para bien o para mal.
Puedo darme el lujo de decir que ya lo tengo pero, he aquí la paradoja, no puedo saber qué es lo que tengo hasta dentro de tres años. Nunca tuve al futuro en mis manos. Nunca tuve la revelación de una historia de vida con tres años de anticipación. Está ahí, pero a la vez no está. Es como si fuese una bola de cristal con un futuro que aparece como una nebulosa indescifrable. Para ello tendría que aprender una lengua nórdica que tardaría en aprender quizás el mismo tiempo que va a tardar en editarse en español.
Knausgard me mira y me dice desde la tapa violeta —otra coincidencia con el libro de Khemiri que también era del mismo color— “aquí está el final de mi historia, pero para entenderla tenés que esperar que tu lengua materna te la cuente”.
Al hojearlo reconozco algunos nombres de lugares como Kristiansand o algunos nombres de su familia como Geir, su hermano. Pero todas esas cosas familiares se encuentran dentro de una farragosa secuencia de palabras que desconozco. Es una buena metáfora del destino. Uno intuye algunas cosas, pero no todas. Es más, sabemos menos de lo que creemos. Están, si, los nombres, los lugares y quizás hasta algunos períodos de tiempo, pero todo lo demás se encuentra velado. Creo que este hecho, el de tener el final antes de tiempo, es provocador y, a la vez, inquietante. No puedo saber qué va a pasar si no transito primero todo lo que viene antes de ese final. Antes del seis tengo que pasar por el cuatro y por el cinco. Es así de sencillo. No vale saltearse todas las secuencias intermedias, así sean negativas, tristes, fatales o angustiantes. También las alegres y felices. Es la única manera de entender esa mitad: mirando hacia atrás desde ese futuro que todavía no llegó. El tiempo para nosotros es una secuencia. No podemos alterarlo. El destino es indescifrable. O por lo menos, por ahora. Ya va a llegar el momento en que todo se aclara. Para bien o para mal.
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