“Mi vida ha sido
demasiado austera y sencilla como para molestar a nadie”. Esto dijo Emily
Dickinson, la poeta norteamericana que vivió entre 1830 y 1886 y que, al
contrario de Edgar A. Poe —reseñado en el Insoslayables I—, no tiene
herederos literarios.
Lo que no suponía Emily
Dickinson es que no solo molestó e incomodó a la ortodoxia literaria de su
época, sino que, al día de hoy, es estudiada y analizada por la minuciosidad de
sus percepciones y la precisión de sus imágenes.
Si bien Poe transformó
la narrativa americana para siempre y produjo una sucesión infinita de
imitadores, Dickinson estableció un modelo estético al que ningún otro poeta se
ha aproximado. Dio un punto final a tamaño poder creativo cuando murió, a los
56 años, en el más completo anonimato. Su obra fue rescatada por su hermana
menor Lavinia cuando, luego de la muerte de Emily encontró, guardados en un
mueble de su habitación, más de 2000 poemas atados con cintas de seda y 40
volúmenes encuadernados a mano.
Publicar no era, para
ella, parte esencial del destino de un escritor; era su modo de vida, su
respiración, la visión que tenía de la realidad desde un encierro autoimpuesto
en la habitación de su casa paterna por más de 20 años.
Varias cosas se dijeron
sobre su vida privada, quizás como una manera de interpretar lo hermético y
críptico de su poesía. Sus poemas son escurridizos, esquivos, como lo fue su
paso por este mundo. Pero si uno acepta el pacto con el misterio que encierra
su obra, se verá arrastrado a un encantamiento. Lo encantado, lo hechizado y lo
sagrado eran, para ella, un mismo concepto. Su legado es sorprendente porque
rompió con los moldes de una estructura conservadora y puritana. Abrió un nuevo
paradigma. Ella no respetó la rima, no respetó el uso de las mayúsculas,
utilizó guiones en forma de anotaciones musicales; la puntuación y la sintaxis
eran barreras que ella esquivaba sin ningún tipo de reparo. De alguna manera
fue una de las primeras vanguardistas de su época, antes de los surrealistas
franceses y de todas las experimentaciones que se hicieron con el lenguaje.
Fue traducida al
castellano por Silvina Ocampo; Alejandra Pizarnik le dedicó un poema y Borges
dijo de ella que no conocía una vida más apasionada y más solitaria. Hay quienes
dicen que su arte no era genuino, sino más bien una capacidad magistral para
copiar lo ajeno y transformarlo en algo completamente distinto. Hay quienes
opinan que de eso se trata, en definitiva, la literatura, y que Shakespeare
hizo más o menos lo mismo. Pero en lo que todos están de acuerdo es que su vida sigue siendo una suerte de emboscada
para los curiosos de las biografías, y de enigma perpetuo para los críticos de
su obra.
Se la conoció como la
Dama de Blanco, la Bella de Amherst, la Poeta Reclusa y también “el mito”. De
alguna manera en eso se transformó sin proponérselo, en un verdadero mito, en
cuanto a que su poesía es brillante y opaca a la vez. Al leerla parece que uno
está en presencia de latigazos luminosos, imágenes pastorales, sensaciones epifánicas.
Es lo que uno siente, pero no lo que uno entiende. Al terminar cada poema uno
se pregunta de qué está hablando. Y es ahí cuando nos damos cuenta de que a la
poesía no hay que entenderla sino sentirla como una caricia en la piel. Emily
Dickinson es una presencia “insoslayable”
no solo en la poesía, sino en el arte en general.
Debemos a su hermana
menor el rescate de su obra, como le debemos a Max Brod el que no haya
destruido los escritos de Kafka. Mientras tanto, en el cementerio de Nueva
Inglaterra, la frase tallada en inglés: “Me llaman” en su lápida de piedra,
sigue aun provocando misterio e incertidumbre.
(Columna aparecida en el Número 12 de la Revista Qu Literatura).
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