Quiero
contarte una historia.
Eso fue lo que dijo mi
padre cuando por fin llegamos a la casa de la playa. Me había pedido que lo
acompañase, que dejara todo de lado y que venga hasta aquí, a un remoto lugar
de la costa; una casa que tiene amplios ventanales por donde se puede ver el mar,
las olas, la bruma de la mañana. Miro a través del vidrio empañado y escucho
aún sus primeras palabras.
Quiero
contarte una historia.
Me recordaba el “Había
una vez” de los cuentos infantiles que me contaba en algunas noches lejanas de
tormenta, cuando era tan pequeña que ocupaba solo la mitad de la cama. Mi historia, tendría que haber dicho,
pero era obvio que se trataba de él. De él y su enfermedad de la cual yo no
sabía nada en absoluto. Pero ésa fue una parte… solo una parte. Mi padre me habló
de su vida. Como en un caleidoscopio me dejé hipnotizar por su infancia, su
adolescencia y su adultez. Facetas que me fueron vedadas porque la vida nos había
separado mucho antes de que me convirtiese en lo que soy ahora: una mujer
vulnerable y silenciosa.
Me pide que vuelva a poner el disco
de Carla Bruni. Vuelve a sonar “El cielo en una habitación”. Creo que a partir
de ese tema, que lo había tenido presente desde niño, mi padre pudo desarmarse y abrir su corazón, regando de carmesí
los atardeceres marinos. Yo había traído algunas cosas: libros, discos de
música italiana, ropa… No sabía cuánto tiempo íbamos a estar en esta especie de
reclusión invernal.
Quiero
contarte una historia, me había dicho y escuchamos el tema
que marcó su vida. Vi cómo se le llenaron los ojos de lágrimas y cómo carraspeó
para aclararse la garganta. Pero antes,
continuó, voy a remontarme un poco más
atrás. Tenemos tiempo, le murmuré. Sí,
no mucho, pero sí el suficiente, me dijo y miró por la ventana. En ese
momento supe que algo andaba mal. Tuve que esperar durante varios días para enterarme
del final de la historia. Aunque agradezco la espera. De esa manera pude por
primera vez en mi vida conocer sus miedos, sus alegrías, sus fracasos.
Él ya no está conmigo.
Miro la playa y lo busco en el horizonte. Entre el mar y el cielo. Escucho la
canción que dice: es como si esta habitación no tuviera paredes. Y es así.
Todo es cielo. Todo es mar. Todo parece ser la figura de mi padre,
agigantándose a medida que pasan los días. Tengo sobre el escritorio decenas de
papeles escritos con mi letra urgente. Como si hubiese querido atrapar cada
gesto suyo, cada respiración, cada parpadeo de una confesión que me murmuró día
tras día hasta altas horas de la noche. Terminó agotado. Él y yo. A los veinte
días exactos, aferró mi mano con fuerza, y el color de sus pupilas se fundió
con el color del mar. Su desahogo lo había hecho feliz.
Mi padre murió mirando
el mar.
No puedo dejar de
escuchar el tema “El cielo en una habitación” una y otra vez, tal como le había
pasado a él muchos años atrás, en la versión italiana de Mina, en otro mundo, en otra
inocencia.
Camino ahora por la
playa. Hundo los pies en la arena blanda. Hace frío. El vapor de las olas me
humedece el pelo. Él ya no está conmigo. Me siento y me pongo a llorar. No
puedo creer que haya estado oculto tanto tiempo. Mi verdadero padre, digo. El
real. El que se corporizó de la nada para desaparecer como por arte de magia. Me
seco las lágrimas y me tiro boca arriba. Lo busco en las nubes amarillas de sol,
pero él ya no está conmigo. Tengo que aceptarlo. El mundo sigue girando. El
Universo sigue encendiéndose y apagándose. Tendría que dar a luz todo lo que él
tenía guardado adentro suyo. Hojas y hojas que escribí sin descanso.
Algún
día,
me digo, algún día…
Quiero
contarte una historia, me había dicho, y eso es lo que voy a
hacer en un futuro, con su voz, con su humor, con su pícara inocencia. En algún
momento de lucidez me gustaría escribir su historia, su verdadera historia, hacer un libro con tapas azules y letras en relieve que diga: Mi Padre. Tuve el privilegio de conocerlo en su compleja dimensión. Voy a tratar
de acomodar su vida pasada dentro de mi presente para susurrarla al viento, tal como él lo
había hecho en sus últimos días. Mientras tanto voy a mojarme los
pies en el agua fría. En algún momento nos encontraremos. Nos volveremos a
encontrar al final. Como me dijo él con su último suspiro.
“…cuando
estamos así de cerca, es como si ese techo no existiera más y yo miro el cielo
sobre nosotros. Cuando estamos así abandonados, como si no existiera nada más,
nada más en este mundo…”
Fue lo último que
escuchó, lo último que escuché, lo último que escuchamos juntos, inundados de
música… tomados de la mano… y mirando el mar.
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