Se dice que en los
archivos de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires hay una tarjeta que
proporciona los datos exactos de un libro que no existe. También se dice que la
confeccionó, en un arrebato prodigioso por incorporar lo fantástico a lo real,
el mismísimo Jorge Luis Borges. Un experimento, un juego, una broma del
escritor. Pero una broma con un asombroso lado profético.
Estoy hablando de un libro
maldito, un libro de hechizos, un libro de profecías apocalípticas, un grimorio
medieval; el famoso libro de los muertos: el Necronomicón. Un libro que, si
vamos al caso, cualquiera de nosotros podría haber escrito. ¿Por qué? Porque
nunca lo fue. Claro que para ello, tendríamos que poseer la genialidad de H. P.
Lovecraft, su demiurgo literario, que no lo escribió, pero sí lo imaginó.
Sin embargo, como en
toda historia fantástica, las garras de lo posible tratan por todos los medios
de aferrarse a su esquiva verosimilitud. La historia del Necronomicón no es la
excepción.
Este Insoslayables —el
último del año— invita a prestar atención a algo inexistente. Dicen que lo
esencial es invisible a los ojos. Quizás por eso esta invitación apunta a un
texto que, a pesar de haber provocado un nuevo giro al género de horror, al
buscarlo solo encontramos copias de algo supuesto.
Es decir, podríamos dar con
textos dispersos acerca de una obra que nunca fue escrita. En resumen, existen copias
apócrifas que tienen más valor que el original, sencillamente porque ese
original no puede encontrarse en ningún lado. Así, la copia pasa a
transformarse en un original bastardo.
En verdad, el
Necronomicón sí está escrito... claro que no es el mismo al que hizo referencia
Lovecraft en el cuento “El sabueso” (1922), donde este título terrorífico hace
su primera aparición. La hipotética obra, escrita también por un hipotético árabe,
Abdul Alhazred, contiene los conjuros mágicos para traer a la vida a nefastos
seres primigenios, como Cthulhu o R’lyeh, ocultos y agazapados desde tiempos
inmemoriales para exterminar a la raza humana.
Se dice que Abdul fue
devorado por una bestia invisible en plena luz del día y a la vista de testigos
espantados, se dice que el libro estaba forrado con piel humana, se dice que
manipularlo pondría en peligro el equilibrio cósmico, se dicen tantas cosas…
No puedo dejar de
recordar —volviendo a Borges y sus juegos— el cuento Tlon, Uqbar, Orbis
Tertius, presente en Ficciones. Allí, el escritor imaginó objetos ilusorios que
provenían de un planeta desconocido (Orbis Tertius), que cobraban entidad
física en nuestro planeta.
Lo cierto es que luego
de concebirlo, Lovecraft se dispuso a ver cómo su criatura literaria se
dispersaba como una mancha de aceite en novelas y cuentos de otros autores. Más
tarde se hicieron películas y hasta video- juegos. ¿Los objetos fantásticos del
cuento de Borges en la Tierra? Algo así.
Si seguimos con el pacto
de ficción, podemos decir que solo existen cinco copias del Necronomicón en el
mundo. Las demás han sido prohibidas y quemadas a lo largo de la historia. Al
ejemplar de la consabida Biblioteca de Buenos Aires, le podemos sumar otro en
el Museo Británico, otro en el de París, el cuarto en el de Harvard y un quinto
en la Universidad de Miskatonic, Arkham. Este último edificio, para sumar más
misterio al misterio, no existe.
Además, están
catalogados unos diez ejemplares que afirman ser las copias del original. Desde
manuscritos transcriptos por autores ocultistas, libros ilustrados —como el del
artista suizo H. R. Giger— hasta, ya en plena era internet, un volumen nacido
bajo el controvertido Proyecto Necronomicón, una iniciativa para, mediante la
colaboración de varios autores, crear un falso Necronomicón.
Y aquí cabe la pregunta:
si todo es falso, ¿quién no asegura que lo que existe —las copias— no pasarían
a ser los originales?
A pesar de que Lovecraft
dejó bien sentado su propósito literario al declarar: “Nunca existió ningún Abdul Alhazred o el Necronomicón porque los
inventé yo mismo”, las elucubraciones e hipótesis siguieron su curso
haciendo del mito algo tangible y probable.
Podemos decir que lo
que hizo Lovecraft no fue nada nuevo. Existen infinidad de libros apócrifos que
se idearon en el transcurso del tiempo como simples experimentos lúdicos o
meros artífices de engaño. Sin embargo, también podemos decir que la genialidad
del escritor de Providence radica en que su obra ficticia fue adoptada, apropiada
y enriquecida por multitud de seguidores y discípulos que lo incorporaron a la
prosa fantástica del siglo XX. Nacía de esa manera, a principios del siglo XIX,
el horror cósmico, una hibridación entre el gótico clásico y la incipiente ciencia
ficción. Nacían también los miedos subterráneos, tanto a nivel geográfico como
a nivel mental. Nacía, en ese mismo período, el psicoanálisis. Pero bueno, esa
ya es otra historia. Mientras tanto, el Necronomicón —verdadero o falso— sigue acechando
en los oscuros corredores a la espera de que alguien se atreva a abrirlo.
“El amuleto de jade
descansaba ahora en un nicho de nuestro museo, y a veces encendíamos velas de
extrañas fragancias ante él. En el Necronomicón
de Abdul Alhazred nos enteramos de muchas de sus propiedades, y de la
relación existente entre las almas de los espectros y los objetos que la
simbolizaban; y lo que leímos nos llenó de inquietud.
Entonces, llegó el
terror”. (Fragmento de El Sabueso, H.P. Lovecraft).
Columna aparecida en la Revista Qu Número 18 (Noviembre 2016).
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