jueves, 6 de abril de 2017

EL ÚLTIMO REGALO

Comienzas a marearte, entonces te escapas de la multitud y caminas varias cuadras hasta que te sientas debajo de un sauce, lejos de las cruces. Abres el cierre de tu mochila y sacas un paquete de Toblerone. Los dedos te tiemblan un poco, quizás se te hubieran quebrado las palabras si hubieses pronunciado alguna pero no lo haces, y no porque no acostumbraras a hablar en voz alta cuando estás en la soledad de tu cuarto, sino porque no tienes ánimos de decir nada. Ni siquiera a ti misma.

Rompes el envoltorio metálico y dejas al descubierto parte de la tableta. Muerdes la dura superficie hasta que tus dientes se encuentran en el centro mismo del chocolate. No hay sorpresa en el dulce sabor del cacao, tampoco la hay cuando comienza a derretirse en tu lengua como oleadas de un océano barroso, espeso, tal vez sí como una novedosa reminiscencia con la que tendrás que lidiar más adelante.

Imaginas tus dientes marrones, cubiertos con esa viscosa mezcla de chocolate y saliva. Y vuelves a ver la pradera cubierta de césped, el sol en lo alto y el reflejo del cajón barnizado que desciende, desciende y desciende hasta perderse del todo en ese agujero negro.
El breve pantallazo dura unos segundos. Ahora, a través del frío del mediodía, se extienden calles vacías, desangeladas. Miras la tableta. Queda algo más de la mitad. Haces un gesto de llevártelo a la boca pero no te atreves a terminarlo.

Te tiembla la boca, la cara y el pecho. Te secas los ojos con las palmas manchadas y miras la caja amarilla que se balancea entre tus dedos oscuros. Suspiras al darte cuenta de que te sientes de la misma manera, partida al medio.
Aunque te presientes entera, tu desgarro es peor que el que sufrió el regalo que te hizo tu padre por haber aprobado Matemática de tercero. Fueron exactamente cinco días antes de venir aquí, a rodearte de fantasmas.

No más llamadas telefónicas, no más visitas de fin de semana, no más besos mariposa cuando te dejaba en las escaleras de tu casa. Quizás fuese mejor así, de golpe, sin anestesia, sin siquiera darte cuenta en que lo único que pensabas noche y día era en irte a vivir con él cuando las cosas en casa se volvían insoportables.

Esto es porque aprobaste, princesa, te había dicho con una sonrisa cómplice y había sacado de la nada el paquete amarillo. Fue el único regalo que recibiste por semejante proeza. El que tienes ahora en las manos y con el que jugueteas desde hace varias horas.
Él sabía que te había costado rendir esa materia, hasta te había ayudado con algunas ecuaciones y problemas de álgebra que no tenías la más remota idea de cómo resolverlos. Era un genio con las cuentas. Mamá es profesora de literatura, ¿será por eso que se separaron?, piensas con total ingenuidad.

Empiezas a lagrimear. Lo dulce se convierte en salado. Miras el triángulo amarillo y te das cuenta de que nunca volverás a probar algo semejante. Insistes con un nuevo mordisco, a modo de despedida, pero desistes y lo tiras a un costado con dolor y algo de rabia.

Cierras los ojos para contener las salobres aguas del llanto que parecen inundarlo todo.
Y vuelves a ver la pradera, la hierba verde, el sol y sientes una ausencia que se te pega a la piel a partir de esa maldita mañana de verano. Una ausencia atroz que te ha llevado a refugiarte debajo de las ramas de un sauce y comulgar con un recuerdo que termina por derrumbarte por completo.


Te acuestas al lado de su último regalo, te mantienes así un rato largo, el suficiente como para que los dos terminaran por deshacerse bajo el ojo dorado del sol. 

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