Comienzas a marearte,
entonces te escapas de la multitud y caminas varias cuadras hasta que te sientas
debajo de un sauce, lejos de las cruces. Abres el cierre de tu mochila y sacas un
paquete de Toblerone. Los dedos te tiemblan un poco, quizás se te hubieran
quebrado las palabras si hubieses pronunciado alguna pero no lo haces, y no porque
no acostumbraras a hablar en voz alta cuando estás en la soledad de tu cuarto,
sino porque no tienes ánimos de decir nada. Ni siquiera a ti misma.
Rompes el envoltorio metálico
y dejas al descubierto parte de la tableta. Muerdes la dura superficie hasta
que tus dientes se encuentran en el centro mismo del chocolate. No hay sorpresa
en el dulce sabor del cacao, tampoco la hay cuando comienza a derretirse en tu
lengua como oleadas de un océano barroso, espeso, tal vez sí como una novedosa reminiscencia
con la que tendrás que lidiar más adelante.
Imaginas tus dientes
marrones, cubiertos con esa viscosa mezcla de chocolate y saliva. Y vuelves a
ver la pradera cubierta de césped, el sol en lo alto y el reflejo del cajón barnizado
que desciende, desciende y desciende hasta perderse del todo en ese agujero
negro.
El breve pantallazo
dura unos segundos. Ahora, a través del frío del mediodía, se extienden calles
vacías, desangeladas. Miras la tableta. Queda algo más de la mitad. Haces un
gesto de llevártelo a la boca pero no te atreves a terminarlo.
Te tiembla la boca, la
cara y el pecho. Te secas los ojos con las palmas manchadas y miras la caja
amarilla que se balancea entre tus dedos oscuros. Suspiras al darte cuenta de que
te sientes de la misma manera, partida al medio.
Aunque te presientes
entera, tu desgarro es peor que el que sufrió el regalo que te hizo tu padre por
haber aprobado Matemática de tercero. Fueron exactamente cinco días antes de venir
aquí, a rodearte de fantasmas.
No más llamadas
telefónicas, no más visitas de fin de semana, no más besos mariposa cuando te
dejaba en las escaleras de tu casa. Quizás fuese mejor así, de golpe, sin
anestesia, sin siquiera darte cuenta en que lo único que pensabas noche y día era
en irte a vivir con él cuando las cosas en casa se volvían insoportables.
Esto es porque
aprobaste, princesa, te había dicho con una sonrisa cómplice y había sacado de la
nada el paquete amarillo. Fue el único regalo que recibiste por semejante
proeza. El que tienes ahora en las manos y con el que jugueteas desde hace
varias horas.
Él sabía que te había
costado rendir esa materia, hasta te había ayudado con algunas ecuaciones y
problemas de álgebra que no tenías la más remota idea de cómo resolverlos. Era
un genio con las cuentas. Mamá es profesora de literatura, ¿será por eso que se
separaron?, piensas con total ingenuidad.
Empiezas a lagrimear.
Lo dulce se convierte en salado. Miras el triángulo amarillo y te das cuenta de
que nunca volverás a probar algo semejante. Insistes con un nuevo mordisco, a
modo de despedida, pero desistes y lo tiras a un costado con dolor y algo de
rabia.
Cierras los ojos para
contener las salobres aguas del llanto que parecen inundarlo todo.
Y vuelves a ver la
pradera, la hierba verde, el sol y sientes una ausencia que se te pega a la
piel a partir de esa maldita mañana de verano. Una ausencia atroz que te ha llevado
a refugiarte debajo de las ramas de un sauce y comulgar con un recuerdo que termina
por derrumbarte por completo.
Te acuestas al lado de
su último regalo, te mantienes así un rato largo, el suficiente como para que los
dos terminaran por deshacerse bajo el ojo dorado del sol.
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