viernes, 18 de agosto de 2017

FRAGMENTOS DE UNA NOVELA: "LET IT BE".

"Carolina estaba en su escritorio cuando el destello de luz del velador la volvió a la realidad. Había estado vagando en la oscuridad por lejanos mundos oníricos todo el tiempo que había durado el apagón. ¿Cuánto fue? ¿Media hora? ¿Una hora? No lo sabía con exactitud. Poco importaba el tiempo transcurrido. Lo que sí importaba es que había caído en una especie de ensoñación con una furiosa tormenta desatada delante de sus narices. Su escritorio daba a un gran ventanal que asomaba al jardín trasero de su casa y no se había movido ni siquiera para cambiar el ángulo de visión. "Es para preocuparse", pensó. Era para preocuparse que estuviera oliendo el olor a cartón quemado del filtro del cigarrillo. No lo había fumado.
La hoja de papel seguía allí, frente a ella, inmaculada en su blancura, virgen en su contenido. La miró como alguien que mira algo que no entiende o que necesita de una ayuda para interpretarlo. 
Su novela estaba estancada en la página cuatrocientos.
—¿Cuatrocientos? —murmuró perpleja—. ¿Cuatrocientos? ¡Dios mío!
Era en verdad un número considerable, tratándose del primer intento de alguien que siempre había escrito sonetos y algunos cuentos cortos.
Pero lo que la alarmó no fue haberse dado cuenta de ese número desmesurado, fue el limbo del que había vuelto. Nunca le había ocurrido perderse de esa manera en una vorágine de imágenes carentes de sentido y de temporalidad lineal; una mezcla alquímica de fragmentos pasados con visiones futuras, todas al mismo tiempo y al mismo precio.
Con los primeros chispazos del cielo se había acomodado en su silla giratoria. Luego de eso no se acordaba de nada más. Tormenta, granizo y apagón incluido habían pasado por delante suyo sin que se hubiese dado por enterada.
Recién se dio cuenta de la situación cuando su escritorio volvió a iluminarse como un faro.
Toda su vida había desfilado incoherente enfrente de ella; adentro mismo de las colgaduras de agua de tormenta que castigaban su jardín oscuro, lamido cada tanto por una descarga eléctrica.
Sacó otro cigarrillo del paquete de diez y se lo colocó en la boca. Había comenzado a comprar paquetes de diez, con la vana esperanza de fumar menos, pero lo que había logrado fue esparcir por toda la casa pequeñas cajas vacías que parecían reírse de su estrategia a través de sus bocas rectangulares y huecas. Lo encendió y por brevísimos segundos su cara se iluminó sobre el vidrio. Afuera seguía lloviendo y eso la reconfortaba. Siempre le había gustado ver llover desde el interior cómodo de su habitación. Mientras tiraba el humo hacia un costado recapacitó sobre sus criaturas. Estaban a la deriva. Llevaba cuatrocientas páginas en dónde les había dado forma, les había hecho hablar, actuar, caminar. Como un demiurgo les había proporcionado un mundo con un pasado, una historia, un conflicto y, cuando creyó que solo tenían que arreglárselas por sí mismos, se detuvieron. Se atrofiaron sus movimientos, se cristalizaron sus pensamientos y el universo —tan hábilmente diagramado por ella— quedó en suspensión. Cada vez que los enfrentaba, sentada en su escritorio, la hoja no adquiría el color de la vida. Se mantenía impávida y blanca como la muerte".
Miguel A Silva 


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