Fue después, en la
adolescencia, que el aislamiento empezó a parecerme, como a los exploradores
argentinos del siglo diecinueve, algo negativo. Para ellos había sido la
amenaza de lo no dominado, del territorio que se rebelaba a formar parte de una
nación incipiente; para mí había empezado a ser lo que me alejaba del país
donde ocurrían las cosas, de la gente que quería conocer, de los libros que
quería leer.
Dispuse de infinidad de
horas para recorrer pueblos cuyo perímetro se recorre en una sola. Me senté en
una esquina a ver los perros pasar. Me entregué por completo a ese estado de
sopor que generan el exceso de luz o de viento o de silencio. Hubo días en que
me parecía estar en un decorado de ciencia ficción en el que yo era succionada
por alguna fuerza poderosa y no del todo definida. Vi cosas, muchas cosas: lo
fantasmal no implica el vacío.
La miro y pienso que a
los padres de ella les debe haber pasado lo mismo que a John Houston, gente que
eligió el Angélica para nombre de su hija con la esperanza de tener algún ser
directamente conectado con la paz de las esferas celestes y en cambio se
encontró con una de esas mujeres de pies en la tierra y voluntades carnales.
La cantidad de veces
que se trata de loco a alguien simplemente porque se toma su tiempo para ver
más de cerca las cosas, porque tiene una sensibilidad más fina que la de todo
el mundo.
Los perros vagabundos
que pululan por Cañadón Seco están ayudándome a percibir con una claridad
rotunda lo que otras veces se me presenta mucho más ambiguo: el momento en que
se quiebra el encanto. O como se llame al momento en el que el lugar siente la
necesidad de expulsar al intruso, que en este caso vengo a ser yo.
Estar en una escuela
cuando todos se han ido tiene algo de voyeurismo, como si los ámbitos públicos
solo pudieran recorrerse con público alrededor.
¿Cuándo, en qué momento
del caminar llegará ese punto al que describen como algo deseable, como la
entrada en otro tipo de estado? ¿Después del primer día, de la primera semana?
¿Cuál será el mecanismo por el cual el pulso de la caminata se entrelaza con el
de la escritura? ¿Cómo fue que le pasó a Monod, a Sebald, a Thoreu, a Lawrence,
a Patrick Leigh Fermor?
Como suele ocurrir
siempre con los cementerios abandonados o de bajo presupuesto, el suelo es
irregular, está lleno de esos montículos que dan la impresión de que alguien se
está removiendo en esas tumbas. Por eso, supongo, la gente paga esas fortunas
en los cementerios privados: para que esos suelos alisados a la perfección les
genere la fantasía de que sus muertos descansan en paz.
Entrar en el campo es
como entrar en otra dimensión. Al rato de andar se apodera de uno una especie
de aturdimiento, un estupor ante nada en particular. Una especie de beatitud
(…)
María Sonia Cristoff
nació en Trelew en 1965. Es autora de los libros Falsa calma (2005), Desubicados
(2006), Bajo influencia (2010) e Inclúyanme afuera (2014), todos
traducidos al alemán. Compiló entre otros, Idea
crónica, literatura de no ficción contemporánea (2006) y Paisaje a Oriente, crónica de viaje de
escritores argentinos (2009).
Escribe en distintos medios. Dicta clases en la Maestría de Escritura Creativa de
la Universidad de Tres de Febrero. (Solapa del libro).
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