¿Qué es lo que más nos
atrae de una buena historia? Creo que lo primero que se nos ocurriría contestar
es que nos hace volar la imaginación, tanto por los hechos descriptos como por
la visualización de los escenarios, la confección que hacemos de las fisonomías
y movimientos de los personajes, por sus vestimentas y hasta por sus propios pensamientos.
En una palabra, nos despierta el sentido de lo concreto en base a lo puramente abstracto.
Nada de lo que hay en esas hojas escritas con signos arbitrarios es real, solo
nosotros los transformamos en sonidos, olores, colores, voces y, hasta mágicamente,
nos dejamos envolver por los recuerdos de los protagonistas, es decir, nos
sumergimos en la abstracción de la abstracción. Ahora bien, cuando una historia
es narrada dejando de lado los hechos más relevantes, nosotros, como lectores,
tenemos que llenar esos huecos con más imaginación de la acostumbrada, es
decir, descubrir algo que el propio autor no escribió. Esto es de alguna manera
el principio fundamental de la Teoría del Iceberg que postuló Ernest Hemingway a
través de su obra; el creador insoslayable de una nueva forma de escribir, el
que nos retacea, en forma consiente, el nudo principal de lo que nos está contando.
Si bien antes de Hemingway hubo otros que experimentaron con este método, solo
él lo supo hacer con total maestría, al punto de que se lo considera como el
estilista de prosa más influyente del siglo XX. El concepto del iceberg se
refiere a una cuestión física: un trozo de hielo flotando en el agua deja ver en
la superficie solo una parte —un octavo— de la totalidad; el resto se haya
sumergido, invisible, oculto. Es esta porción invisible la más significativa,
la que sostiene, como un cimiento indestructible, todo lo que queda expuesto a
nuestros ojos. Y aquí está lo interesante en cuanto a la narrativa de
Hemingway. Hay dos claros ejemplos de esto en los cuentos “El río de los dos
corazones” y “Colinas como elefantes blancos”. Aquí, Hemingway relata, de forma
magistral, cómo Nick, el protagonista del primer cuento, realiza una excursión
de pesca. No hay nada más. Páginas y páginas de cómo se debe realizar esta
tarea monótona y falto de atractivo, solo que debajo de la superficie, vamos
percibiendo que Nick es un sobreviviente de la guerra y lo que está haciendo en
forma tan detallada y con tanta concentración es para no pensar en el trauma
que lo aqueja sin que nosotros lo hayamos leído. No está en el texto, pero lo
percibimos en algunos detalles, en alguna frase tirada al azar, en el contexto
o en el clima generado. En el otro relato, una pareja conversa en una estación
de trenes mientras espera el expreso que llevará a la protagonista a hacer algo que
nunca se menciona en la historia. ¿Qué es? Se lo puede adivinar, está debajo de
la superficie, dentro de la tensión de sus palabras, en alguna pista puesta al
descuido. De esta manera, se exige a nuestra imaginación que trabaje el doble. Eso
es lo provocativo en Hemingway, lo que hizo que los lectores, por lo menos los
suyos, se convirtiesen en autores y que se interesasen en espiar por debajo del
agua para ver qué es lo que está sosteniendo todo el relato. Podemos decir que
Hemingway creó una nueva manera, no solo de escribir, sino también de leer. Es
cierto que escribió novelas clásicas como París era una fiesta, Por quién
doblan las campanas, Adiós a las armas y El viejo y el mar —por el que la
Academia Sueca le otorgó el Premio Nobel en 1954— pero es en sus cuentos en
donde está evidenciado en forma tajante su aporte vanguardista. Como todo
creador de un nuevo estilo, tuvo muchos seguidores en cuanto a su estética
minimalista. Grandes escritores como J.D. Salinger, William Yates, Raymond
Carver y John Cheever se cuentan entre ellos. En Hemingway cada gesto, cada
palabra de sus criaturas adquiere un simbolismo fundamental. Las conversaciones
más triviales, las acciones más superfluas, los hechos más anodinos esconden
por debajo una inquietud tan dramática que el clima se va haciendo insoportable
a medida que avanza la trama. Todo el tiempo esperamos que algo suceda. Nada de
eso ocurre. Esa es la magia del escritor de Illinois, no dice nada para decirlo
todo. Teoría del iceberg, teoría de la omisión, teoría de la elipsis. De lejos,
es decir si nos quedamos solo con la parte sobresaliente, solo veremos una pequeño
pico de hielo, bello y minúsculo como un diamante. Nos quedaremos, por ejemplo,
con las instrucciones amenas y didácticas de cómo se encarna el cebo para
pescar truchas, o de escuchar la intrascendente y amable conversación de una
pareja que está despidiéndose en una estación de trenes. Solo que muy por
debajo de esta falsa teatralización, el hielo es monstruoso y denso, lo
transparente es turbio, lo luminoso es opaco, el suelo tiembla desde su basamento
y las miradas y gestos esconden el verdadero dramatismo de las cosas. Nada es
lo que parece, nos dice el viejo Ernest, y nunca una sentencia es tan apropiada
como para abordar su obra literaria.
(Columna publicada en la Revista Qu Nro. 13 - Abril del 2015).
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