
“Todos los que viven
vilmente y no pueden presentarse en una corte de valía, como son aquellos que
hacen saltar simios o machos cabríos o perros, los que muestran títeres o
remedan pájaros, o tocan y cantan entre gentes bajas por un poco de dinero,
éstos no deben llevar el nombre de juglar o que en las cortes se finjan locos,
sin vergüenza de nada, pues estos se llaman bufones, al uso de Lombardía. Los
que con cortesía y ciencia saben portarse entre las gentes ricas para tocar
instrumentos, contar novas o relatos
poéticos, cantar versos y canciones hechas por otros, estos ciertamente pueden
poseer el nombre de juglar y deben ser bien acogidos en las cortes a las cuales
llevan recreación y placer. En fin, aquellos que saben trovar verso y tonada, y
saben hacer danzas, coblas, baladas, alvadas y sirventiesos, deben ser llamados
trovadores, y entre estos, el que posee la maestría del soberano trovar, el que
compone versos perfectos y de buen enseñamiento y muestra los caminos del
honor, de la cortesía y del deber, declarando los casos dudosos, este debe ser
llamado don doctor de trovar. (“Suplicatió
al rey de Castela per le nom dels juglars”, Carta de Giraldo Riquier de Narvona
—trovador de la Corte— dirigida a Alfonso X en el año 1274).
Este es uno de los tantos documentos
históricos que recopiló Ramón Menéndez Pidal en su insuperable obra “Poesía
Juglaresca y Juglares. Orígenes de las Literaturas Románicas” editada por
Espasa-Calpe.
Un documento que pone de manifiesto la preocupación que existía
en diferenciar las innumerables actividades de los grupos de artistas que
pugnaban por ofrecer sus servicios a cambio de ofrendas y recompensas que podían
ir desde lujosas vestimentas o paños para vestir, hasta el pago mediante
sueldos en maravedís (moneda española de la época) o, en el peor de los casos,
con cebada y vino. En el mejor de los casos, con casas y heredades.
El libro está dividido en
cuatro partes en donde el gran filólogo español analiza en forma exhaustiva quiénes
eran los juglares, los trovadores y sus diferentes ramificaciones. Así podemos
enterarnos que existían los ministriles (cantor y músico de las cortes
señoriales de Francia), los segreres (clase intermedia entre el trovador y el
juglar), los zaharrones (los que divertían con simios y con mamarrachos como
una clase aparte de músicos), los trasechadores (juglares que utilizaban
cuchillos), los remedadores (dedicados a imitar o contrahacer), los cazurros,
los bufones, truhanes y los caballeros salvajes; los de cantar de gesta, los
juglares de boca, los violeros, los cedreros, los organistas y los tromperos.
Y no solo eso, luego de diferentes
apartados en donde se describen las clases de instrumentos musicales y sus
usos, se retrata a estos personajes de acuerdo a sus intervenciones en
diferentes ámbitos de la vida social: ante su público (el bajo y el noble), ante la corte (señorial y real), ante
las damas, ante prelados y clérigos y ante concejos municipales. Nos cuenta el
autor: “También importa notar que las grandes ciudades, algo así como los
reyes, pagaban fuertes sumas por oír sus elogios en boca de juglares, a tal
punto que a Alfonso Álvarez de Villasandino, que compuso una cantiga en loor de
Sevilla, le dieron en aguinaldo cien doblas de oro por haber sido muy elogiada
por los oficiales del cabildo.
También nos informamos de que
no toda la juglaría estaba compuesta por hombres, existían las soldaderas; juglaresas
que actuaban como complemento obligado del espectáculo juglaresco y cuyas imágenes
encontramos representadas en las miniaturas medievales.
El Arcipreste de Hita escribió
muchos versos para estas mujeres, y se muestra satisfecho de la popularidad que
ellas le granjeaban:
Desque la cantadera dize el cantar primero,
siempre los pies le bullen, e mal para el pandero…
Texedor e cantadera nunca tienen los pies quietos,
En el telar e en la danca siempre bullen los dedos.
Aunque, símbolos de un tiempo reacio hacia las mujeres, no eran
consideradas como personas de buena reputación, tal como aparecen descritas en
una de las versiones del Espejo de Legos
de Rogerio de Hoveden: “Las cantaderas contrarían a los establecimientos de las
tres leyes, lo primero a la divinal…, lo segundo contraría a la ley de la
natura…, lo tercero contraían la ley humanal…”.
Con prólogo de Rafael Lapesa (filólogo y miembro de la Real
Academia Española), este imprescindible documento sobre una gran parte de la
historia de la poesía oral y cantada, nos abre nuevas perspectivas acerca de su
importancia tanto en el plano literario como en el social. De paso, echa por
tierra muchas de las informaciones erróneas que uno viene leyendo desde
siempre. Una de ellas, es la eterna discusión acerca de cuál eran los valores creativos
de juglares y de trovadores.
Menéndez Pidal es muy claro
al afirmar que: “aunque se los suele considerar a los juglares como
propagadores de composiciones ajenas, usurpando las funciones propias del
trovador, el juglar en los países románicos existió mucho antes que el
trovador, y fue el primitivo poeta, con mezcladas habilidades de cantor y de
histrión, antes de que apareciese el tipo de trovador o poeta especializado.
A pesar de que Giraldo
Riquier desmereciera ante el rey Alfonso X el papel de los juglares ante el supuesto
talento de los trovadores. Y lo hacía a su manera: hablando negativamente a
través de composiciones hechas a tal efecto. Como esta copla que realizó comparándolos
con truhanes y locos:
Trahen truhanes vestidos
de brocados y de seda,
llámanlos locos perdidos
mas quien les da sus vestidos
por cierto mas locos queda.
Obviamente, cada
uno de estos dos grandes grupos, llevaban agua para su molino.
En 1924 Ramón Menéndez
Pidal publicó la primera edición de su “Poesía Juglaresca y Juglares”. En 1957
vio la luz la sexta edición, refundida y con nuevo título: “Poesía Juglaresca y
Orígenes de las Literatura Románicas”.
“A pesar de la evidente
superioridad de este nuevo libro ampliado sobre la versión primitiva de 1924,
esta ha seguido reimprimiéndose mientras la definitiva, agotada hace años, no
se ha reeditado hasta ahora. Sus aportaciones no han tenido la difusión que
merecen, Para remediarlo Espasa- Calpe, ha accedido a darle entrada en su nueva Colección Austral con título, que
reproduciendo íntegro el de 1924, incluya también la principal novedad
introducida en la edición de 1957”.
Esto fue escrito por
Rafael Lapesa en 1990. Habrá que ver si las cosas cambiaron desde entonces. Por
lo pronto este es el libro que encontré en la librería Los Argonautas de
Avenida Santa Fe (la novena edición ampliada de 1991); un libro de bolsillo de
más de quinientas páginas que desmenuza con increíble rigor histórico como
nació y se difundió la poesía oral castellana; una significativa obra literaria
de canciones y narraciones que sirvieron no solo para beneplácito de las cortes sino también
para animar las fiestas religiosas, las ceremonias matrimoniales, las de
bautismos y para divertimento en plazas públicas de las grandes masas de gentes
iletradas de la Europa Medieval.
Con énfasis y entusiasmo
Menéndez Pidal nos informa: “Son los juglares, profesores de la poesía musical
como recreo colectivo, el factor primordial en la creación de las lenguas
literarias modernas y en el desarrollo de estas durante los siglos iniciales;
son los juglares, ajenos a la cultura eclesiástica y a la lengua oficial
latina, los que en el siglo XI se nos muestra en España cultivadores de
cantigas de amigo, extrañas totalmente al mundo latino clerical, que las
despreciaba y abominaba, mientras eran graciosamente acogidas por grandes
poetas del mundo árabe desde el siglo IX; son los juglares que nos aparecen
cultivando los cantares de gesta, otro género literario desconocido en toda la
literatura latina, pero familiar a todos los pueblos de estirpe germánica”.
Podemos afirmar que todo esto
no nació por generación espontánea. Lo que asegura Menéndez Pidal es que hubo,
en los siglos V al VIII poemas hazañosos y canciones reprobadas, sin que de
ellos quede otra noticia que la muy escueta de su existencia o, en los casos
mas afortunados, algún resumen en prosa.
Toda esta literatura incipiente se
produjo o creció ignorada por los escritores doctos. Esto es lo que él llama
“estado latente”, eje de una de sus más fecundas teorías: fenómenos
lingüísticos o literarios, usos y costumbres, viven durante siglos sin
despertar la atención general, o al menos, la de los cultos.
De este modo
actúan a lo largo del tiempo tendencias lingüísticas de sustrato que ningún
gramático ni inscripción registró en época antigua. De igual manera, la
pervivencia del Romancero en la tradición popular fue desconocida e incluso
negada hasta que búsquedas recientes la pusieron de manifiesto.
Como los
romances transmitidos de generación en generación, la primitiva poesía románica
hubo de ser oral, sin que sintiera necesidad de conservarla por escrito.

En definitiva, y tal como
dice el autor en su prólogo Al Lector:
“No parecerá desproporcionado el esfuerzo de reunir en este libro innumerables
noticias dispersa en autores muy heterogéneos y en archivos varios para dar a
conocer la no estudiada actividad de los juglares en España. Ellos en su vida
vagabunda, irregular, puesta en perpetua aventura, ministrantes profesionales
del solaz y la alegría lo mismo en los palacios que en las plazas, ellos
mediadores en múltiples relaciones sociales públicas como privadas,
difundidores de invenciones, gustos e ideas, ofrecen gran interés para la
historia de la cultura general; pero más aún importan para la historia del arte
literario y musical en particular. Los juglares eran difundidores de toda obra
poética, los que con su canto la divulgaban mucho más eficazmente que los copistas
de manuscritos; eran también divulgadores de cantos noticieros sobre sucesos
actuales, y refrendarios
(referidores) de historias acreditadas; eran, como portadores de mensajes
versificados o prosísiticos, un poderoso órgano de propaganda política; en fin
eran editores y periodistas ambulantes,
agentes de toda clase de publicidad”.
En resumen este libro nos
pone de manifiesto el concepto más vital y trascendente de la historia de la
poesía juglaresca: su concepción como una historia de la poesía primitiva en
cuanto espectáculo público y privado.