Ítalo Calvino se
preguntaba en un breve ensayo de 1981: ¿por qué leer los clásicos? Luego de
catorce puntos en los que argumentaba una serie de propuestas para abordar esos
libros poco frecuentados, hay una —la número diez— que es la más interesante,
tanto a nivel persuasivo como poético: “Llámase clásico a un libro que se
configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos
talismanes”. Y, dice más abajo, “es la idea del libro total, como lo soñaba
Mallarmé”. Si bien el libro total es una utopía —en todo texto siempre se
realiza un recorte de la realidad, histórica o no—, bien vale la pena conocer esas
historias que dieron origen a otras historias; esos talismanes que refulgen a
lo largo del tiempo con una gran diversidad de estilos y resignificaciones.
Una de ellas (y clásico
de clásicos, por antonomasia) es la Ilíada, un poema épico escrito, supuestamente,
en el año 725 a. C.
Según Jasper Griffin,
académico de la Universidad de Oxford, es tal su importancia que puede decirse
que la literatura occidental comienza con la Ilíada de Homero, un aedo ciego
que no se sabe a ciencia cierta si existió o también forma parte del mito.
Para demostrar que las
historias van tejiendo otras historias, basta decir que Homero fue modelo del
poeta Virgilio, quien fue maestro y ejemplo de Dante Alighieri y Milton que inspiraron
a su vez a Tennynson, Kazantzakis, Joyce y Borges, es decir, a gran parte de la
literatura universal. Y esto por nombrar solo a algunos de ellos.
Y ahora que pudimos
cualificar, aunque sea en parte, qué es un clásico, podríamos ampliarse la
pregunta y decir: ¿Por qué leer la Ilíada en pleno siglo XXI si lo que narra
Homero no es otra cosa que una batalla imaginaria entre dos ciudades? Una de
las tantas respuestas posibles es que tiene la virtud de recrear en forma fascinante
la lucha de dioses y héroes en la batalla más épica y conmovedora de todos los
tiempos. Nada mal para una breve reseña literaria.
Para tener una idea de
la trama, podemos decir que la batalla comienza cuando el príncipe troyano
Paris, rapta a Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta, ciudad que estaba
bajo la órbita de Grecia. Aquí es donde se enfrentan los dos bandos, Grecia y
Troya. En realidad, el libro comienza cuando ya han pasado nueve años del
asedio griego a la ciudad de Troya y es por el nada épico reparto de un botín
entre Agamenón, jefe militar de las tropas y Aquiles, un guerrero que formaba
parte de esas mismas tropas. ¿Qué hay de trascendente en esto? Podemos decir
que a partir de este momento todo estalla, porque a raíz de este signo de
codicia intervienen no solo los mortales sino los dioses del Olimpo, es decir, todo
un universo —como dice Calvino— que se despliega como un abanico de pasiones ocultas.
No importa que Zeus —que
rige el universo— sea poderoso y padre de dioses y hombres, Homero lo despoja
de todo vestigio divino y lo muestra como un ser que soporta y sufre la ira, la
cólera, los celos y el completo abatimiento, tan propios de los seres humanos. Lo
mismo sucede con su esposa Hera, celosa y desconfiada; con Paris, el ser humano
más hermoso y sin embargo cobarde en la batalla; con Aquiles, el más temible de
los guerreros pero irreflexivo y soberbio; con Hércules, el más vigoroso de los
mortales aunque solitario y odiado por Hera, y así con todos y cada uno de los
personajes que aparecen con sus descontroladas emociones a flor de piel. Lo que
sigue a continuación es una suerte de puesta en escena en donde la zona que rodea a Troya se
convierte en un sinfín de conflictos en donde se mezcla la sangre mortal de los
guerreros con la intervención arbitraria de los dioses. Allí no solo se desarrolla
la batalla —cruel, violenta, poéticamente descripta con lujo de detalles— sino
las otras batallas, las que acosan al espíritu humano, las que causan más dolor
que las certeras lanzas con puntas de cobre que portan los soldados de ambos
bandos. El conflicto entre Agamenón y Aquiles no solo pone en marcha la intriga
entre sus protagonistas sino que enfrenta el sufrimiento y la mortalidad de los
héroes griegos y troyanos con el sufrimiento y la inmortalidad de los dioses
del Olimpo. Ese es uno de los grandes logros de la epopeya. Todos —hombres,
dioses y semidioses— parecen ser piezas de un juego en donde el destino parece
estar marcado de antemano, sin posibilidad de cambiarlo.
En resumen, la Ilíada
es un poema épico que encara al lector con el interrogante: ¿en qué consiste
ser héroe? Lo que plantea Homero es que el héroe está atrapado por la lógica de
su propio heroísmo y que el precio a pagar es altísimo. Por eso, nada hay de
inocente en los más de 15000 versos del poema que demuestra cómo todos pueden
caer bajo el hechizo de ese brillo fugaz. De la humildad a la arrogancia; de la
austeridad a la codicia; de la ingenuidad a la soberbia, de la valentía a la
cobardía o de la mesura a la ira, hay una débil y frágil frontera. Asomarse a
su historia, es asomarse a nuestra propia historia llena de antagonismos
emocionales.
Y volviendo a Calvino,
el escritor italiano dijo en su premisa número dos: “un clásico es un libro que
constituye una riqueza para quien lo ha leído y amado, pero que constituye una
riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlo por primera vez en
las mejores condiciones para saborearlos”.
Ahora bien, podemos preguntarnos: ¿Brinda
nuestra época, las mejores condiciones para saborear un texto que parece tan anacrónico?
La respuesta es afirmativa. A pesar del mundo tecnológico en el que vivimos,
todos somos seres puramente emocionales, heroicos y contradictorios. Y, si bien
se le atribuye a Homero la frase “Dejemos que el pasado siga en el pasado”,
nada de eso ocurre con su obra que sigue alimentando, con o sin razón, al héroe
que todos llevamos dentro.
(Columna aparecida en la Revista Qu Número 16 de Abril del 2016)
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