miércoles, 22 de diciembre de 2010

LUCY EN EL CIELO CON DIAMANTES

La abuela de Lucy es casi ciega. Casi ciega porque le son invisibles los colores oscuros, pero logra distinguir los blancos, los pasteles y los cremas. También alcanza a percibir los movimientos ondulantes de las cosas, una cortina flameando al viento, la pantalla del televisor con el brillo  al máximo, las luces de 100 watts que su nieta puso como faros en todos los rincones de la casa y, por supuesto, el rubio platino y las largas piernas blancas que Lucy contonea a su alrededor.
Lucy decidió oxigenarse su larga cabellera de ébano cuando su abuela dejó de diferenciar el violeta del marrón, el rojo cereza del borravino, el azul francia del azul eléctrico y el verde musgo del verde esmeralda.
Al principio, cuando la enfermedad ya era evidente, la abuela de Lucy, discutía con su nieta en tono airado y presuntuoso. “¿Cómo era posible que a Julia, a la gran Julia Born”, pensaba en las noches de insomnio, “pintora reconocida en cuanta galería de arte por sus telas coloridas, le dijera que era incapaz de diferenciar un gris plata de un gris perla? ¿Qué sabía Lucy de los infinitos matices; de esa delgada línea que separa un rosa viejo de un naranja ocaso?
—¿Alguna vez viste un arco iris? —le había preguntado una tarde no tan lejana y ya envejecida.
—Sí, por supuesto, abu —le había respondido Lucy a la defensiva, intuyendo la tormenta que sobrevendría; a lo que ella retrucó.
—¿Pero lograste ver adónde termina un color y nace otro?
 Lucy puso los ojos en blanco a manera de exasperada ternura.
—Yo sí —le aseguró Julia, y se puso a mezclar acrílicos, óleos y témperas, dándole la espalda para poner fin a la visita.
—Yo sí puedo diferenciarlos. —Terminó masticando la frase con rabia y con Lucy ya en la puerta decidida a irse, solo para no discutir con ella.
—Yo puedo... —Se mintió a sí misma Julia.

“Tus pinturas tienen algo de Rembrandt”, le había dicho un conocido galerista que siempre la había ayudado a exponer. “Un Rembrandt tal como habría pintado a fines de los años 60. Un Rembrandt pop, lleno de colores ascendentes, casi imperceptibles como solo vos podés lograr. Es como si al holandés le hubieran extirpado esa pátina misteriosa y lúgubre de sus cuadros y le inocularan la psicodelia de San Francisco”.
En esa ocasión, evaporada en el tiempo, Julia le regaló una sonrisa de compromiso y siguió pintando.
Y ahora, en su casa, rodeada de los colores tridimensionales de sus obras en donde se degradan los azules y verdes en todas sus variantes posibles, Julia Born, solo distingue los colores claros y fantasmales, la cabellera argentina  y las piernas movedizas de su nieta que se niega a vestirse con su color favorito en su presencia.

A Lucy sus amigos la conocen como Darky. Vive enfundada en negro. Una escandalosa ausencia de color, diría su abuela. A excepción de su pelo blanco y sedoso.
“¡Queda genial!”, le dijeron sus amigos dark cuando la vieron por primera vez con ese cambio tan drástico. Ella les aseguró que quería darle un toque diferente a su aspecto, algo original, y si realmente lo había logrado con su cuerpo ahumado en un pozo oscuro y su cabeza explotando como un nido de estrellas, a Lucy no le importaba mucho. Ella solo quería ser visible para Julia, su abuela, pero más que nada su amiga, su confidente. Por eso se desnudaba delante de ella, en cuerpo y alma, para que la viera y la escuchara, para que los ojos color turquesa de su abuela, ahora apagados y glaucos, la encontraran y le diera existencia, corporizándola dentro de ese humo de tinieblas en que se estaba hundiendo.
Para Julia Born su nieta era la dama de luz, la que brillaba a través de la melena decolorada, la que danzaba para sus pupilas gastadas con el cuerpo maquillado y pálido. Para Julia Born, Lucy era la que bailaba en el cielo con diamantes.

Un domingo luminoso, de sol ferviente, Lucy visitó a su abuela como de costumbre.
—Enciende la luz que quiero verte —le dijo desde la cama—. Tengo muchas ideas en la cabeza para una próxima serie de cuadros.
Lucy se mordió los labios pintados de blanco. Dejó caer sus brazos pecosos y, resignada, fue apagando  una a una las luces de 100 watts que inundaban el dormitorio de Julia como si fuera un quirófano. Se sentó en la cama al lado suyo y la abrazó tan fuerte que casi la ahogó.
Julia Born sintió los brazos de Lucy como tenazas, pero no los alcanzó a ver.
La buscó dentro de su mundo, ausente de luminiscencia, pero solo escuchó los latidos de su corazón galopando salvajemente.
Entrecerró los párpados para enfocar una visión que se diluía dentro de un mar de alquitrán y solo alcanzó a sentir la humedad de lágrimas que caía desde arriba, desde un rostro embutido contra su cuello que no paraba de estremecerse.
 —Abu, a partir de ahora podés llamarme Darky —le dijo Lucy, separándose de ella como las algas de la costa.

Al día siguiente, Lucy, visitó a su abuela, como de costumbre, enfundada en su ropa de cuero negro y con su pelo color negro azabache.