miércoles, 23 de agosto de 2017

FRAGMENTOS DE UNA NOVELA: "LET IT BE"

—¡Bueno! Apuráte que tengo cosas más importantes que hacer.
Celeste miró estupefacta a su hermana cuando la vio apagar el motor del auto. Miró como apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca y se acomodó como para dormirse. Si había cerrado los ojos, no lo sabía. Los lentes de sol le tapaban casi media cara.
—¿Cómo?
—Lo que escuchaste.
—¿No vas a bajar?
—¿Para qué?
—¿Cómo para qué? Hoy hace seis meses…, les traje flores nuevas. Tengo que tirar las viejas, no sé, pensé que ibas a acompañarme.
—Mirá hermanita, si a vos te gusta venir a perder el tiempo todos los putos días de tu vida para demostrar lo buena que sos como hija, yo no te digo nada, pero no me arrastres a tu desconsuelo eterno, ¿sabés?
—¡Yo no vengo a demostrar nada! ¡Y me parece una falta de respeto! ¡Eran tus viejos también! ¡Hace menos de un año que se murieron!, ¿cómo podés hablar así?
—¡Esperá! ¡Esperá! No quiero hacer melodramas. Vos me pediste que te acompañara y yo te acompañé, ¿OK? Bajá, cumplí con la dolorosa burocracia cristiana, rezá algún Padre Nuestro o un Ave María, si querés, volvé y nos vamos, ¿está bien?
—¡No! No está bien. Vos estás mal de la cabeza.
Celeste bajó del auto dando un portazo. Bárbara se mordió un labio para no gritarle algo desde adentro. Su hermana quedó parada, clavada al lado de la puerta como una estaca. El ramo de flores frescas que había traído se balanceaba de un lado al otro mirando el suelo. Boca abajo, como su cabeza, como su pelo llovido, como su ánimo.
—¡La puta madre! —murmuró Bárbara. Salió del auto y también ella lo cerró de un portazo.
—Escuchame Celeste, ya sufrimos bastante por lo que pasó. ¿Para qué seguir enlutándonos la vida?
—¿Sufrimos bastante? ¿Sufrimos bastante, decís? A vos, a vos no te vi derramar una sola lágrima en el velorio, ¿ésa es tu forma de sufrir?
—¡Pero que mierda decís! ¡Resulta que ahora tengo que aprender lecciones de sufrimiento! ¡Resulta que ahora la que más llora, más sufre! ¿Pero por qué no te vas a la mierda? Yo sentí mucho lo que pasó. Todavía me queda restos de una pelota que se me incrustó en el estómago el día que nos enteramos. No trates de hacerme sentir culpa, porque no la tengo. ¿Escuchaste?
—¿Estás segura?
La pregunta, que sonaba a reproche, cortó el aire frío de la mañana como un escalpelo. La tierra pareció temblar.
—¿Cómo decís?
—Nada.
—¡No, nada no! ¿Qué quisiste insinuar, hija de puta?
Esa mala palabra —justo esa mala palabra— fue la que destrabó las ataduras que mantenían la furia de Celeste encorsetada por el aniversario, por el lugar santo, por la memoria. —¡No me llames así!
—¿Y cómo querés que te llame?
—¡No me digas nada! —gritó—. No me digas…nada…
Apoyó una mano en el techo del auto y soltó las primeras lágrimas. Sacó fuerzas de donde no había y siguió hablando.
—Estoy cansada, cansada de esperar que te des cuenta.
—¿De qué me tengo que dar cuenta? —preguntó intrigada Bárbara.
—¡De todo! De todo el tiempo que estuve tratando de pegar lo que se rompía. De coser y coser los hilos cada vez más podridos de una familia que se desmoronaba. De…, de hacer el papel de dos porque la otra vivía en su mundo egoísta y no daba bola a nadie.
—¡Gracias hermanita! Pero yo no te pedí que tomaras mi lugar.
—¡Claro que no lo pediste! ¡Claro que no lo pediste! ¡Cómo nunca pediste nada! ¡Ni a mí, ni a ellos! ¡Ni a nadie! ¡Te creías superior a todos nosotros! ¿Era eso? ¿Te creías superior? ¡No merecíamos tus aires de superioridad estúpida! Siempre mirándonos de costado, siempre malhumorada.
—¡Esto no lo puedo creer! Ahora resulta que ustedes eran los buenos y yo la mala.
—Varias veces quise acercarme a vos Barbie, lo sabés, y nunca me dejaste. Ellos te dejaron hacer y se lamentaron por eso.
—Y por eso se fueron lejos. Para pagar sus culpas. Por la vergüenza que yo les daba. ¿Era eso?
—Se fueron para tratar de recomponer nuestra familia —elevó la voz Celeste.
—¡¡Claro!! ¡Y por eso se mataron! Apuntaron al primer cartel que vieron en la ruta y ¡¡Paff!! , si te he visto no me acuerdo.
—¿Estás loca? Parece que la droga te pudrió el cerebro.
Bárbara no terminó de escuchar la frase cuando dio vuelta al auto y se paró frente a su hermana. Celeste la miró desafiante y temerosa a la vez. Bárbara era menor que ella, pero más corpulenta y decidida a cualquier cosa.
—¡Repetí lo que dijiste!
—Escuchaste bien lo que te…
El cachetazo resonó como el chasquido de hojas secas aplastadas. Celeste mantuvo la cara ladeada por el golpe. La mejilla se enrojeció al instante. Enderezó la cabeza lentamente y el brillo de los ojos, de un intenso azul eléctrico, le atravesó sin dificultad los oscuros lentes de Bárbara. Azorada, dio un paso atrás. La mano de Celeste se cerró como una tenaza sobre los duros cabos del ramo de rosas, a tal punto que algunas gotas de sangre cayeron oscureciendo el suelo en lunares polvorientos. Lo levantó a la altura de su cabeza y lo arrojó sin apuntar sobre el rostro de su hermana. La sorpresa por la reacción fue similar a la que tuvo Celeste unos segundos atrás. Las flores se desparramaron por el suelo y, entre ellas, los anteojos de sol. Ambas quedaron mirándose como duelistas de una vieja película del oeste. Sus ojos se lanzaban incandescencias metálicas y sus pupilas se empequeñecieron como la punta de un alfiler. Celeste emitió un murmullo arrastrado, casi sin abrir la boca. Su mejilla seguía ardiendo.
—Nunca…, me vuelvas a tocar…
Bárbara trató de recomponerse.
—Perdé cuidado, hermanita, nunca… me vas a volver a ver.
Levantó los anteojos oscuros del suelo, dio un rodeo por delante del auto y se subió. Sacó la cabeza por la ventanilla y gritó al aire.
—¿¡Nunca pensaste que se podrían haber suicidado!?
Celeste dejó de mirar el final de la calle e inclinó su cabeza para entender con mayor claridad esa frase tirada al vacío.
—¿Cómo?
Se dio vuelta y se puso delante del auto. Sus ojos eran dos signos de interrogación.
—¿Por qué sacaron todos sus ahorros justo una semana antes de irse “para recomponer nuestra familia?” —gritó Bárbara con aire burlón.
—¿Qué ahorros? ¿Vos cómo sabés?
—¡Hermanita, hermanita! Estás tan ciega llorándolos que no podés ver más allá de tus propias narices.
Bárbara apretó el acelerador con el sólo propósito de hacer rugir el motor del auto, para que Celeste se apartara, pero no solo no se movía sino que sus ojos giraban enloquecidos en todas direcciones. Al reflejo del cielo azul en el parabrisas, a la calle del cementerio que se perdía entre criptas y mausoleos, a los cientos, miles, millones de cruces que formaban un océano de muerte, a las flores blancas esparcidas y rotas por el suelo.
El bocinazo áspero, impredecible la sobresaltó y la regresó de golpe al lugar en donde estaba parada, inmóvil.
Bárbara sacó nuevamente la cabeza por la ventanilla y gruñó. Sus palabras dejaron en el aire una nube de vapor tibio en el día soleado y frío.
—Correte Celeste. Se me hace tarde, tengo que devolver el auto.
Se apartó como una zombi. Más como un acto reflejo que como una actitud consciente. El auto arrancó de golpe pasando al costado de ella como un caballo salvaje, corcoveando, galopando hasta unos veinte metros más adelante en que se detuvo de golpe.
Celeste reaccionó a tiempo y aprovechó  para alcanzarlo. Cuando llegó le apretó con fuerza el brazo a su hermana que intentaba volver a arrancarlo. Se sentía el olor alcanforado de la nafta.
—¿Cómo que se suicidaron? ¿Vos escuchaste lo que dijiste?
Bárbara no respondió. Cuando el motor volvió a rugir en medio del silencio, más calmada, le contestó.
—No te lamentes tanto por su ausencia, Celeste. Ellos sabían bien lo que hacían.
—¡Pero no es posible! ¡Fue un accidente!
—Mirá, hay muchas cosas que no son lo que parecen y es hora de que aprendas a darte cuenta antes de, por ejemplo, llamarme drogadicta.
El auto ahora sí arrancó de golpe dejando a Celeste viendo cómo se perdía detrás de una hilera de cipreses. Se dio vuelta y se encontró con el ramo de flores tirado, deshojado.
Al recogerlo una lluvia de pétalos blancos cayeron como monstruosos copos de nieve. Se miró las lastimaduras. Sentía un sordo dolor. No le importó. Se dirigió a la tumba y se sentó al lado de ella, dejando detrás un impreciso reguero de flores. Recostada sobre la cruz aguardaba que llegara a su mente una explicación que no acudía. Esa explicación estaba bajo tierra, como todas las cosas que precisamente no tienen explicación. Comenzó a nublarse y un viento helado le invadió hasta los huesos. Tiritaba. Su figura abatida, sentada al borde de un rectángulo de tierra grumosa, abierto no hacía mucho tiempo atrás, era la imagen sobrecogedora de la pérdida. Las ráfagas de viento le despeinaban los mechones largos y arenosos y los árboles podados salvajemente permanecían en una quietud exasperante. El único movimiento vivo era el de su cabellera. El único color puro era el de las flores diseminadas como un conjunto de oraciones.

Miguel A Silva

lunes, 21 de agosto de 2017

EL DOBLEZ DEL AGUA

Ella me miró con los ojos oscuros por la sospecha de que algo podía ocurrir y me suplicó en voz baja.
—Si realmente me querés, no te vayas.
Entonces arrojé la campera que había descolgado del perchero para irme al sillón que minutos antes habíamos deformado con nuestros cuerpos. Miré la puerta del baño que estaba cerrada por dentro. Segundos antes había escuchado el girar de la llave.
No sabía si sentarme o quedarme parado. Ella me seguía mirando, ahora algo más tranquila, lo supe porque sus pupilas se aquietaron como agua mansa, aunque sus mejillas estaban encendidas como un fulgor de brasas ardientes. Sin darse vuelta habló al aire, sin darse vuelta y con la vista fija en mí, habló al aire, con la voz elevada y clara, para que atravesase la puerta del baño que estaba cerrada con llave.
—Estuvimos recordando viejos tiempos, ¿sabés? de cuando salíamos a bailar los cuatro…
Del interior del baño no se escuchaba más que el silencio. A no ser porque había visto a Oscar entrar a la casa, de sorpresa, casi llevándome por delante, con un saludo de compromiso a mí y a ella, y que se había encerrado por alguna urgencia —al menos eso creí— hubiera sospechado que ahí adentro no había nadie.
—Le estaba contando a Ariel que antes de que Laura se enfermara vos me habías dicho que tuviste un presentimiento, un mal presentimiento, que algo estaba por romperse, ¿te acordás, corazón?
Esta última palabra salió con una pronunciación desmembrada, como si se hubiera roto en sus labios, como si se hubiese cristalizado con la suave exhalación de su boca escandalosamente pintada de rojo y —hecha trizas— le hubieran lastimado la carne. Hasta me pareció ver hilos de sangre que le llegaban hasta el cuello en forma de flecos rojos.
Del otro lado de la puerta solo hubo silencio.
Estuve a punto de agarrar la campera que estaba tirada como un cuero seco, como para irme por segunda vez, pero sabía que ella no me hubiese permitido hacerlo, además, no tenía motivo alguno para escaparme como si fuese un ladrón de guante blanco.
—¿Qué pasa Oscar? ¿Te sentís bien?
Esa pregunta al vacío estuvo acompañada por un giro de su cara. Un giro que me proporcionó verle su mejor perfil, ahora recortado sobre la madera sucia de la puerta del baño.
Volvió a mirarme y me habló con los ojos. Yo le contesté de la misma manera.
—Sentate —me dijo con firmeza—. ¿Querés algo más para tomar?
—No, no, está bien, igual ya me voy.
Volvieron a bailotearle las pupilas que trataban de encontrar un punto de apoyo. Palidecieron sus pómulos. Se acercó hacia mí y me apretó un  brazo para retenerme en ese aire que se estaba enrareciendo. Cuando me soltó me quedó latiendo el músculo. No pensé que tuviera tal fuerza en esas manos tan delicadas, tan enjoyadas con anillos de oro y plata, propios y ajenos.
Entonces hubo ruidos en el baño de agua que cae por una pileta, algo que se pierde en los tubos de desagüe, una pérdida, una estela que desaparece y que es imposible saber adónde va; un agua aurífera.
En ese mismo instante, ella, nerviosa, se puso a lavar en la  pileta de la cocina, los vasos sucios de espuma de la cerveza que habíamos estado tomando; y el agua, lamiendo su anillo de oro, cayó en el orificio del desagote y se perdió en las cañerías.
Quizás se hayan juntado en algún recodo, en alguna curva. Sus aguas doradas, digo, porque ellos ya sabían que lo único que los unía era la lejanía.

viernes, 18 de agosto de 2017

FRAGMENTOS DE UNA NOVELA: "LET IT BE".

"Carolina estaba en su escritorio cuando el destello de luz del velador la volvió a la realidad. Había estado vagando en la oscuridad por lejanos mundos oníricos todo el tiempo que había durado el apagón. ¿Cuánto fue? ¿Media hora? ¿Una hora? No lo sabía con exactitud. Poco importaba el tiempo transcurrido. Lo que sí importaba es que había caído en una especie de ensoñación con una furiosa tormenta desatada delante de sus narices. Su escritorio daba a un gran ventanal que asomaba al jardín trasero de su casa y no se había movido ni siquiera para cambiar el ángulo de visión. "Es para preocuparse", pensó. Era para preocuparse que estuviera oliendo el olor a cartón quemado del filtro del cigarrillo. No lo había fumado.
La hoja de papel seguía allí, frente a ella, inmaculada en su blancura, virgen en su contenido. La miró como alguien que mira algo que no entiende o que necesita de una ayuda para interpretarlo. 
Su novela estaba estancada en la página cuatrocientos.
—¿Cuatrocientos? —murmuró perpleja—. ¿Cuatrocientos? ¡Dios mío!
Era en verdad un número considerable, tratándose del primer intento de alguien que siempre había escrito sonetos y algunos cuentos cortos.
Pero lo que la alarmó no fue haberse dado cuenta de ese número desmesurado, fue el limbo del que había vuelto. Nunca le había ocurrido perderse de esa manera en una vorágine de imágenes carentes de sentido y de temporalidad lineal; una mezcla alquímica de fragmentos pasados con visiones futuras, todas al mismo tiempo y al mismo precio.
Con los primeros chispazos del cielo se había acomodado en su silla giratoria. Luego de eso no se acordaba de nada más. Tormenta, granizo y apagón incluido habían pasado por delante suyo sin que se hubiese dado por enterada.
Recién se dio cuenta de la situación cuando su escritorio volvió a iluminarse como un faro.
Toda su vida había desfilado incoherente enfrente de ella; adentro mismo de las colgaduras de agua de tormenta que castigaban su jardín oscuro, lamido cada tanto por una descarga eléctrica.
Sacó otro cigarrillo del paquete de diez y se lo colocó en la boca. Había comenzado a comprar paquetes de diez, con la vana esperanza de fumar menos, pero lo que había logrado fue esparcir por toda la casa pequeñas cajas vacías que parecían reírse de su estrategia a través de sus bocas rectangulares y huecas. Lo encendió y por brevísimos segundos su cara se iluminó sobre el vidrio. Afuera seguía lloviendo y eso la reconfortaba. Siempre le había gustado ver llover desde el interior cómodo de su habitación. Mientras tiraba el humo hacia un costado recapacitó sobre sus criaturas. Estaban a la deriva. Llevaba cuatrocientas páginas en dónde les había dado forma, les había hecho hablar, actuar, caminar. Como un demiurgo les había proporcionado un mundo con un pasado, una historia, un conflicto y, cuando creyó que solo tenían que arreglárselas por sí mismos, se detuvieron. Se atrofiaron sus movimientos, se cristalizaron sus pensamientos y el universo —tan hábilmente diagramado por ella— quedó en suspensión. Cada vez que los enfrentaba, sentada en su escritorio, la hoja no adquiría el color de la vida. Se mantenía impávida y blanca como la muerte".
Miguel A Silva 


viernes, 4 de agosto de 2017

LOS EXCELSOS DISCOS IV - TÍA BLAKE, ESA HERMOSA ESTRELLA FUGAZ DE LA CANCIÓN POPULAR QUE SE PASEÓ POR EL CIELO DE PARÍS EN 1971 PARA NUNCA MÁS VOLVER.

Folksongs & Ballads es el único documento de Tia Blake como artista folk. En 1970, Blake era una adolescente estadounidense de 19 años que vivía en París y que, mediante un contrato de grabación, dio lugar a un solo LP de 11 composiciones de dominio público del folk. Sólo hubo una actuación en vivo en París para promover el lanzamiento del álbum y el verano siguiente  Blake salió de Francia, para nunca más volver a grabar o actuar públicamente 

Con una orquestación mínima de dos guitarras, y una flauta ocasional, estas canciones tradicionales se hacen maravillosamente nostálgicas. El álbum encuentra una gracia tranquila que carecen algunos de los álbumes populares más exitosos de su tiempo. 

Uno recuerda el segundo álbum de Karen Dalton, “In My Own Time, y su acerbo en canciones populares conocidas. El álbum existe en el mismo espacio insular como los álbumes más tempranos de Dylan , y aunque mucho menos extrovertido que esos álbumes (o cualquiera de los grandes artistas populares que definirían el género en la memoria popular), Blake cultiva un mundo de frágil complejidad que es, a su vez, denso y despreocupado. Esta colección definitivamente cae en la categoría de "clásico perdido”.

Nacida  en Georgia con el nombre de Christiana Wallman, hija de un padre que pudo haber sido un agente de la CIA y una madre, Joan Blake, que pasaría a establecer un punto de referencia con su librería en Montreal, ella misma pasó la mayor parte de su vida como escritora, pero muy brevemente, fue una cantante folk en París.

Fue allí, alrededor de 1970, que con un grupo de músicos grabó un LP con los estándares populares para un pequeño sello francés,  Société Française de Production Phonographiques. Siguió un concierto solitario en el famoso Théâtre du Vieux-Colombier , luego una reubicación a Montreal, luego unas pocas canciones (nunca usadas) colocadas en un estudio de CBC y ese fue el final de Tía Blake como artista de grabación.

Lo que nos persigue es la melancólica riqueza de la voz de Blake, simultáneamente susurrante y suave.  También ayuda que ella y su banda parecían conocer a Francoise Hardy tanto como a Joan Báez. Si el repertorio parece implicar un mundo pre-Bob Dylan, las canciones mismas se reproducen como post- Sound of Silence de Simon and Garfunkel.

Las guitarras arrancan las canciones de manera suave, mientras que el ritmo conduce la melodía más y más hacia un territorio de ensueño. Pero lo que realmente sorprende es la voz de Blake.  Es una clase magistral: una respiración, una línea, y Blake ya nos está conduciendo a ese lugar ligeramente asustadizo donde las canciones populares se dislocan, en donde el tiempo y el lugar vuelven a ser desconocidos. Explosiones del pasado, tal vez, pero de un pasado demasiado lejano para recordarlo completamente. De ahí los fantasmas, de ahí lo inquietante.

Pista por pista, la melodía inconsciente de la voz de Blake tranquilamente reclama estas canciones populares para sí. Ella las calma y las aísla de una manera que pocos cantantes de folk se atrevieron (Jean Ritchie y Shirley Collins salen a la mente, sin duda, pero quizás se acerca más a Vashti Bunyan, Sibylle Baier —reseñadas en este blog— o a Nico). 


Christiana Wallman dejó este mundo el 17 de Junio del 2015. Nos dejó un solo álbum que vale oro. Así como Sibylle Baier, como Vashti Bunyan, grabaron un solo disco y luego, el anonimato. Como una meta cumplida, como un regalo de su musa creativa y que salen a la luz de manera fortuita. 

Ahora está al alcance de todos y como todo lo que brilla, en algún momento lastima de muerte a la oscuridad, tal es su esplendor…

martes, 1 de agosto de 2017

INSOSLAYABLES X — DINASTÍA DE BRUJAS

El origen de las sagas literarias se remontan más allá de la  baja Edad Media. Anónimas y  épicas fueron escritas principalmente en Noruega, Islandia, Dinamarca y Alemania. Productos de la oralidad y de la tradición popular, el término saga es afín a los verbos sagen y say (decir y referir en alemán e inglés); hoy, el término alude a obras de autores que necesitan más de un libro para contar (decir, referir) una historia. Ejemplos actuales sobran y no necesitamos ir hasta el Saga Volsunga (la Saga de los Tiempos Antiguos, texto islandés por excelencia) para encontrar este raudal de libros en cadena.  

Ya no se escriben sagas como antaño. Lo que ahora se llama saga es una serie de libros de aceptación masiva —cuánto más sean, mejor—, de los que luego suelen realizarse películas que acrecientan su popularidad. Dentro de este nuevo paradigma podemos incluir desde El Señor de los Anillos de J. R. Tolkien hasta Harry Potter de J. K Rowling, pasando por la Trilogía Divergente de Verónica Roth y la Saga Millenium de Stieg Larsson. 

Algunos autores —los considerados dentro del canon literario como Paul Auster y Philip Roth— también hicieron su aporte a este fenómeno a través de la Trilogía de Nueva York o la Trilogía Estadounidense respectivamente. Sin olvidar a los argentinos, como Liliana Bodoc y su Saga de los Confines.

Quiero detenerme en una saga brillante, poco conocida y nunca llevada al cine, de ahí su rareza y recomendación. Me refiero a la historia sobre la dinastía Mayfair de Anne Rice. Si bien Rice es más conocida por Entrevista con el vampiro, primer libro de Crónicas Vampíricas (que ya va por el volumen 12, toda una epopeya), esta historia es digna de mención por su insuperable calidad narrativa y su gran despliegue de detalles históricos.

En sus más de 2700 páginas, la trilogía de las brujas de Mayfair —La hora de las Brujas (1990), La voz del diablo (1993) y Taltos (1994)— es un gran exponente de lo que podría llamarse gótico moderno. Lo que logra Anne Rice, lejos de saturar el género, es actualizarlo de modo magistral. “Sus personajes son maravillosamente humanos y resultan enteramente creíbles”, dijo el Cleveland Plain Dealer; muy lejos, podría añadir, de lo que transmitían los acartonados personajes que habitaban los castillos de antaño.

En su momento su recepción fue entusiasta pero, quizás porque su lectura transmite cierta incomodidad moral, quedó relegada a un segundo plano dentro de la obra general de la autora. La historia comienza en 1689 y abarca trece generaciones de mujeres con habilidades  extraordinarias y poderes sobrenaturales. Una trama totalmente compleja y enrevesada que —mediante informes detallados de una organización que estudia los fenómenos psíquicos llamada Talamasca, intercalada dentro del texto—nos hace creer en la existencia de un espíritu que desea por todos los medios corporizarse en forma humana.

Si ya por regla general Rice atrapa al lector en la intriga, en esta trilogía el lector queda absolutamente abrumado, no solo por la profusa cantidad de detalles en los que describe a cada uno de sus personajes y a su entorno, sino por la intrincada maraña de acontecimientos aparentemente inconexos que jalonan la narración. La autora parece haber llevado la sentencia de Vladimir Nabokov hasta su máxima expresión cuando el novelista ruso dijo: “La literatura está hecha de los divinos detalles”.

Anne Rice se refugió en un mundo sombrío luego de la muerte de su hija Michelle cuando tenía solo cinco años, producto de la leucemia. Este triste suceso fue el impulso de las Crónicas Vampíricas —una catarsis necesaria— y también el motor que la llevó de regreso a Nueva Orleáns, su ciudad natal, donde  encontró la inspiración para escribir la saga de las brujas de Mayfair; una ciudad en la que los fantasmas, según sus habitantes, pueden verse a plena luz del día entre el gentío del Mardi Gras, el colorido carnaval pagano que antecede a la Semana Santa. Muy arraigado en la comunidad, el Mardi Gras se funde con la profunda fe católica que se respira en el estado de Luisiana: el caldo de cultivo perfecto para amalgamar la religión católica con el más ancestral de los paganismos: la brujería.

No voy a entrar en detalle en la trama de la historia —eso sería imposible—, solo diré que sobre las trece generaciones de la dinastía Mayfair pesa una maldición. La bruja número trece —la protagonista principal de la trilogía— no se dedica al ocultismo, la magia negra o la alquimia, sino que es una respetada neurocirujana especializada en genética, que desconoce el alcance de la maldición hasta que es demasiado tarde. 

Esta es la originalidad de la saga de Rice: unir el mundo oscuro de las leyendas de fantasmas con el mundo racional y científico de nuestra época. Si bien alguno de esto ya se podía vislumbrar en el “Frankestein” de Mary Shelley, aquí  no se trata de reanimar los cuerpos muertos sino de reanimar los espíritus mediante la manipulación de los genes. ¿Cómo sería esto posible? Leyendo los libros todo parece muy probable.


De lectura densa y apasionante, entre las páginas de esta saga encontramos las emociones más básicas que todo ser humano experimenta cuando su entorno más íntimo es atacado de manera devastadora. En realidad el género gótico nunca se fue. Lo que hizo fue mudarse a un nuevo contexto en donde impera la luz en lugar de la oscuridad y la manipulación genética en vez de la magia negra. 

Pero el núcleo es siempre el mismo: el ser humano y su súplica hacia una inmortalidad siempre negada. Nada más acertado que escribir una saga para contarlo. 

Columna publicada en la revista Qu Número 20 (Otoño 2017).