domingo, 29 de julio de 2012

LOS DESESPERADOS Capítulo 1


Estábamos a la entrada del Alto Desierto. Eran las primeras horas de la tarde y decidimos aprovisionarnos para el resto del día. Lo seguí a Luca con la mirada. Había bajado del auto con su traje polvoriento. Así lo veía yo, polvoriento. Quizás porque siempre se vestía de esa manera, con unos pantalones y sacos amplios, de color indefinido, como si siempre estuvieran sucios de polvo. Me quedé con el auto en marcha, a la sombra de un gran cartel rojo y blanco. Hacía mucho calor. Quizás unos cuarenta grados. Adentro del auto, más de cincuenta. Todo olía a aceite, a petróleo crudo, a grasa. Por la reverberación del aire la ruta parecía vibrar como el río Mississippi. Luca tardaba en salir. Saqué la cabeza por la ventanilla del Chevrolet y miré hacia arriba. El cartel de Exxon tapaba el sol y parte del cielo. El pedazo que no estaba oculto tenía el color de Luca: pálido e indefinido. Vi dos manchas oscuras sobrevolando la estación de servicio; dos pájaros que planeaban el lugar en busca de algo, alguna presa, alguna serpiente mudando de piel. Se me vino a la cabeza la imagen del águila calva del escudo mexicano. Ésa que atrapa con sus garras una serpiente de cascabel que se retuerce indefensa. En realidad no recordaba si era el del escudo de México o el de un equipo de béisbol. Me estaba ahogando y pensé en salir del auto, pero no era buena idea. Luca podría salir en cualquier momento. En ese momento deseaba una cerveza helada; escuchar el sonido del aro metálico despegándose de la lata y ver la espuma y el gas resoplando a través de la abertura. Sí, una buena Budweiser hubiera sido un premio irrenunciable en ese páramo desértico. Tenía la cara pegajosa, los labios secos y la lengua amarga. El billete que tenía en el bolsillo alcanzaría para un puñado de latas, pensé, tantas como para poder llegar a Arroyo Seco, el pueblo donde estaba mi hermana: un lugar que quedaba en la misma cola del diablo y en el final —o en el principio— de nuestro camino. Los pájaros negros seguían revoloteando, ahora cada vez más bajo. Me pasé por la cara un viejo trapo que siempre llevaba en la guantera, después de eso el olor a aceite se me hizo insoportable. Necesitaba moverme, salir de allí y retomar la ruta. Sentía que iba a sofocarme en cualquier momento. Miré hacia la puerta vidriada de la estación de servicio. Todo muerto, es decir, no se percibía ningún movimiento, solo el de los halcones volando en ese cielo de amianto. Estuve a punto de bajar cuando Luca salió con dos bolsas de papel. Venía con el trote tranquilo, mirando por arriba de su hombro cada dos pasos que daba. Le abrí la puerta y se tiró en el asiento. Se colocó las dos bolsas entre las piernas y salí de golpe, haciendo rechinar las ruedas del Chevrolet. Tanta prisa provocó que rozara con el paragolpes un surtidor de querosene que estaba al lado de un exhibidor de latas de refrigerantes. Cuando los neumáticos mordieron la ruta miré por el espejo retrovisor. Lo que alcancé a ver fue una nube de polvo desintegrándose y dejando paso a una postal fantasmagórica, difusa, irreal. El único movimiento que alcancé a distinguir fue el de los dos pájaros carroñeros que se habían posado arriba del cartel de Exxon.
—¿Llenaste el tanque? —me sorprendió Luca a los cinco minutos de viaje.
—No —le contesté—. Estaba lleno.
No se molestó en agregar algo más. Solo lo vi ponerse un poco nervioso. No faltaba mucho para llegar a Arroyo Seco. Luca empezó a abrir una de las bolsas. En ese momento clavé la vista en sus manos regordetas. Me miró por una fracción de segundo y se limpió el dorso con el pantalón varias veces. Suspiró pensativo y miró la ruta.
—No falta mucho —dije.
Cuando parecía haberse tranquilizado volvió a hurgar en las bolsas de papel. Abrió la primera y sacó dos latas de cerveza. Puso una entre mis piernas y se puso a tomar la otra. Hice lo mismo. Por alguna razón no me causó ningún bienestar escuchar el ruido del gas saliendo por la abertura.
—No traje más porque no me alcanzaron las manos.
No le contesté.
—Vos preferiste quedarte.
Seguí tomando la cerveza que ahora me resultaba tibia y con un regusto ácido.
Sacó la navaja que tenía en el bolsillo del saco y la guardó en la guantera.
—Pero bueno, vos sos así, una buena persona.
Tiré la lata vacía por la ventanilla y la vi dando tumbos por el espejo retrovisor, desapareció detrás de unos arbustos. A lo lejos me pareció ver un brillo extraño, como un parpadeo. Lo seguí viendo por unos cinco minutos más, hasta que desapareció.
—Hay papas fritas y caramelos, si querés. Pedí lo que quieras, es un surtido hecho por mis propias manos—. Se las miró dándolas vuelta varias veces. —Ah, también hay cigarrillos mentolados, ésos los traje para vos.
No me hacían gracia las insinuaciones de Luca. Su parloteo de mafioso barato parecía querer colorear un poco su patetismo con frases corrosivas e insultantes. Lo que lograba era hacerlo más patético. Anduvimos a una velocidad de crucero por espacio de tres o cuatro horas. Estábamos en una zona totalmente inhóspita, probablemente cerca de Palo Verde. Miré a Luca que se había dormido con la cabeza ladeada hacia un costado, con la cara cubierta por el sombrero. Era insólito verlo dormir tan plácidamente, como si no tuviera conciencia. Su barriga se movía de arriba abajo tensando el cinturón de cuero negro de forma preocupante. Las bolsas permanecían entre sus piernas y sus manos estaban fláccidas a los costados de sus piernas. A todo esto, la ruta parecía no tener fin. En un momento Luca pareció ahogarse y empezó a toser. Su cuello estaba brillante de transpiración y las puntas de la camisa tenían los bordes negros. Parecía sonreírse de algo. Solía reírse cuando dormía.
En ese momento ocurrió lo inesperado. La trompa del Chevy atropelló algo. No sabía qué. Estaba entretenido mirando el cuello transpirado de Luca cuando un golpe brusco y seco me hizo perder por unos segundos el equilibrio del auto. Miré hacia atrás para ver algún bulto pero lo único que alcancé a ver fue el desierto, estaba zigzagueando de un lado a otro. Logré enderezarlo después de dar tres volantazos desesperados que lograron hacerme seguir por la ruta y no terminar dando vueltas sin control. Luca se despertó gritando. Creo que fue por alguna pesadilla que por darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.
—¿Qué pasó?
—Choqué con algo—. Miré por el espejo y no vi nada.
Cuando pude dominar el automóvil, la radio, que estaba inservible, empezó a funcionar como por arte de magia. Nos miramos asombrados.
—Fue por el golpe —dije sin dejar de mirar hacia atrás y adelante.
—Lo que sea. Arregló la puta radio.
Luca empezó a mover el dial en forma frenética sin lograr nada más que estática.
—Parece que se arregló a medias, ¿alguna vez vas a hacer algo bien?
Parecía contrariado por algo que le vino de arriba pero que no satisfacía sus expectativas.
—Dejame a mí.
Le aparté las manos regordetas de la perilla y empecé a deslizar la aguja de izquierda a derecha con suavidad. Encontré una emisora libre de estática. La dejé ahí, no me atreví a tocar más por miedo a perderla y además para acreditarme un pequeño triunfo en las narices de Luca que todavía estaba estupefacto por haberle sacado las manos de la radio con violencia. La cabina se llenó con la música de los Rebels. Wild weekend para ser más preciso. Desde ese momento el desierto cobró otra realidad, aunque opacada por el ruido que había escuchado cuando golpeé con algo que no sabía qué había sido. Un ruido como de algo quebrándose bajo las ruedas del auto. Ese sonido todavía sigue persiguiéndome. Y lo que es peor, una cosa trae aparejada a la otra. Nunca más pude escuchar Wild weekend sin escuchar por debajo, en una frecuencia más débil y a la vez más poderosa, el crujido de algo rompiéndose en mil pedazos, y lo más llamativo fue que nunca pensé en detenerme para ver aquello que estaría roto en medio de la ruta. A Luca ni siquiera se le habrá pasado por la cabeza.
A partir de ese instante, el viaje estuvo acompañado por la música de una estación de radio desconocida que no hacía más que pasar los éxitos de las lista Billboard. A mí me parecía sublime, a Luca le parecía indiferente. Me repitió varias veces que no había nada mejor que una buena canzonetta italiana. Me habló de Teddy Reno y de Aurelio Ferro, para mí dos perfectos desconocidos. Había pensado llegar a lo de Lucy antes del anochecer, pero fallaron mis cálculos. Luca me lo recordaba una y otra vez, pero yo estaba cansado de seguir manejando aunque me acompañaran las Crystals y los Dovells, entre otros, que lograban tapar la voz monocorde de mi compañero, fanático de los spaghetti. Nos detuvimos a un costado de la ruta, debajo de unos árboles decrépitos y Luca desparramó el contenido de las bolsas en el asiento de atrás. Eran tabletas de chocolates Hershey, cigarrillos rubios y negros, caramelos, pastillas, papas Lay’s y Chiclet’s. En la otra bolsa estaban las cervezas Budweiser que quedaban y dos botellas de whisky JB. Luca adivinó mis pensamientos.
—La próxima vez vas vos.
—No va a haber próxima vez —le dije.
—Sí, sí, siempre decís lo mismo —me retrucó.
La noche cayó como un mazazo y la temperatura, también. Luca se había ido a orinar con una de las botellas de whisky. Hacía de eso más de media hora. Sorprendentemente no me inquietaba en lo más mínimo y, hasta imaginé, dormitar hasta las tres o cuatro de la mañana para subirme al auto más descansado e ir a lo de Lucy, solo, sin ningún tipo de lastre. Luca para mí era eso, un lastre. Y lo soportaba desde hacía un par de meses, cuando me salvó de una emboscada que me armaron los hermanos Campini. A partir de entonces se creía que le debía la vida y mi obediencia ciega a todo lo que él planeara. De hecho el viaje a lo de Lucy lo planeó él, creo que porque quería averiguar algún dato de Tony. A mi me había parecido bien, hacía más de un año que no veía a Lucy. Agarré la otra botella de whisky y salí del auto. Me senté en el capot del Chevy. Estaba helado, como el color azul con el que estaba pintado. Tomé un buen trago alzando la vista al cielo. Estaba parejo de estrellas, casi tan blanco como lo está de día. Cada tanto aparecía una estrella fugaz que se perdía dentro de esa tela llena de sarpullido blanco. El whisky me calentó la boca y la garganta. Miré a todos lados. Luca no aparecía. Miré el reloj. Las doce de la noche. Pensaba dormir un par de horas y luego seguir, cuando aclarase un poco. Pensé en las manos sucias de Luca. Pensé en cuánto dinero habría sacado de la estación de servicio. Pensé en su salida tranquila y desafiante del edificio. Empecé a tener náuseas. Una puntada en el costado me hizo doblar de dolor y me hizo transpirar en medio de ese frío desértico. Pasó otra estrella fugaz por el cielo. Me incorporé sosteniéndome el costado con la mano y me zambullí de nuevo en el interior del Chevy buscando un poco de calor. Entrecerré los ojos unos minutos y los abrí de golpe cuando escuché un disparo. Luca apareció por detrás de unos árboles oscuros. Estaba borracho. Tenía la botella vacía en una mano y el revólver en la otra.
—¡Chico!, ¡eh, Chico!, vamos a practicar tiro al blanco.
Llegó hasta el auto y colocó la botella arriba del capot. Se alejó caminando hacia atrás y tropezó con una piedra, se cayó y se le disparó una bala que rozó el techo del Chevy. Salí como un rayo y corrí hasta él para detenerlo. No pude llegar. Me apuntó con el arma y gritó que me quedase quieto.
—¡Pará, Chico pará! Acá mando yo —me dijo sin dejar de apuntarme—. Aunque pensándolo bien, vos no vas a tirar, no te tengo confianza, sos mal tirador y podés lastimar a alguno, y como estamos en un desierto al único que podés lastimar es a mí, ¿no? —se empezó a reír.
Apuntó nuevamente a la botella y disparó con tanta mala suerte que le pegó a la ventanilla del acompañante, es decir, a su ventanilla.
—¡Pará Luca! Le vas a dar al tanque de nafta.
Volvió a apuntarme.
—¡Shhh! Yo soy el mejor tirador de este país, ¿sabés?, la tercera va a ser la vencida.
En un primer momento no hice nada, pero después me armé de valor y dándole la espalda me alejé.
—¡Ehh! ¿Adónde vas? No me des la espalda. No seas maleducado. ¿No te enseñaron en la escuela que hay que respetar a los mayores?
Entré en el auto, cerré la puerta y seguí tomando de la botella de whisky. Luca me vio y el deseo de seguir tomando fue más fuerte que el deseo de seguir disparando. Abrió la puerta y se sentó arriba de los fragmentos de vidrio de la ventanilla rota. Cuando cerró la puerta se cortó la mano con las puntas que habían quedado pegadas al marco. Maldijo, se miró la mano y luego empezó a reírse. Luca era una persona muy divertida, cuando quería.
—No hay caso, me las limpio y me las limpio y siempre están sucias.
No le presté atención. Me sacó la botella de la mano y empezó a tomar.
—¿Escuchaste lo que te dije? ¿No te enseñaron modales en la escuela?—. Se acercó a menos de medio metro de mi cara. —Vos me tenés que respetar a mí, tu alma me pertenece —dijo con voz grave—. ¿Me vas a respetar?
No me digné a mirarlo.
—Está bien, está bien, no me contestes. Ustedes los estudiosos son todos arrogantes, se hacen personas cuando están desesperados, se creen que lo saben todo, ¿no? Yo soy de carne y hueso, y sangre también, ¿Sabés? —. Se miró la palma de la mano. —Yo sí soy de verdad porque siempre estuve desesperado.
Metió la mano en el bolsillo del saco y me tiró un fajo de billetes manchados a la cara.
—¡Tomá!, no tengo idea de cuánto hay. No lo quiero, ¿Sabés por qué? Porque quiero seguir así, desesperado, seguir buscando, con las antenas alertas, con el estómago vacío, con la boca seca. Eso es para mí estar vivo: estar desesperado. No como ustedes, aburridos, inútiles, inservibles. ¿Cuánto tiempo creés que un sabelotodo lleno de plata dura en un desierto como éste? ¿Ehh? ¿Cuánto? Te lo voy a decir. ¡Nada! Ni un par de minutos. Se morirían de miedo, llorarían como chicos, ¿eh, Chico? Llorarían como chicos—. Se rió de nuevo. —¡Cómo chicos!, ¿eh, Chico?—. Le causaba gracia su propia broma.
Luca hablaba y se reía sin parar. Parecía no ser él sino alguien que había emergido desde su interior más profundo, alguien que estuvo agazapado durante mucho tiempo, como una sombra hecha de frustración y rencor. Tenía la cara roja, los ojos vidriosos y estaba apunto de sollozar.
—Una vez le dije a mi papá: quiero estudiar. ¿Sabés lo que me contestó? Nada, no me habló en una semana. No tenés cabeza para estudiar, me dijo después. En este país los italianos tienen que laburar, de lo que sea, sin hacerle asco a nada, como mi abuelo, como tu abuelo, como yo, ¿entendés?, me repetía, ¡má que estudio! Cuántas más estupideces te metés en la cabeza, menos libre vas a ser. Eso me decía y yo al principio no le entendía, pero ahora le agradezco, ¿sabés? ¡Papá, te agradezco! —gritó asomándose por el parabrisas y mirando el cielo estrellado—. No soy como ustedes, no, ¡claro que no! Soy libre, libre de morir en cualquier lugar sin pensar demasiado. La desesperación no tiene lugares buenos o malos. Quizás éste sea un buen lugar, ¿eh? ¿Qué decís, Chico?
Me apoyó el caño de la pistola en la sien y me miró. Hice lo mismo y al parecer hubo algo en mi mirada que le hizo bajar la vista, quizás un deseo oculto de que lo haga de una buena vez. Después de un minuto el brazo se le cayó, desarticulado, sobre el regazo. Miró por el parabrisas y cerró los ojos. Parecía un títere al que le habían cortado los piolines. “No vale la pena, en cualquier momento se nos cae la bomba atómica de los rusos y ni siquiera nos vamos a dar cuenta”, murmuró. Se fue adormeciendo, quizás para encontrarse con ese ser oscuro,  que afloraba de vez en cuando para recordarle que su vida no había tenido elección, o por lo menos eso pensaba. Adentro del auto impregnaba el olor a whisky y estaba lejos de estar agradable; el frío helado que entraba por la ventanilla hecha añicos lo impedía. Así y todo, se durmió sin soltar la pistola. Encendí la radio. Al principio había evitado hacerlo, el viejo Chevy tenía problemas eléctricos y tenía miedo de que se quedase sin batería, pero en ese momento no me importaba. Una hora de música no iba a alterar en lo más mínimo la energía del auto pero sí podía alterar la realidad de este purgatorio infinito. Mientras escuchaba a los Beach Boys vi un par de ojos brillantes al final de la ruta. Me estremecí. Estuvieron ahí hasta que yo también me dormí. Soñé con una playa de San Francisco, un lugar en donde nunca estuve, pero estaba sonando Surfer girl, ¿qué otra cosa podría soñar?
I have watched you on the shore.
Standing by the ocean’s roar.
Do you love me, do you, surfer girl.
Surfer girl, surfer girl.


Continuará...

domingo, 1 de julio de 2012

LO QUE TRAJO LA LLUVIA




Adentro el viento.
Todo cerrado.
Y el viento adentro.
Alejandra Pizarnik

Me despertó el movimiento; el movimiento y una sensación de vacío. Desciendo de los territorios en los que me encontraba y estiro inconscientemente el brazo derecho. En efecto, al lado mío no hay nada o, mejor dicho, no hay nadie. Alejandra no está. Se había levantado de la cama dejando un leve movimiento en el aire. Su impronta cálida fue desvaneciéndose mientras yo aún dormía. Ahora estoy despierto, pero no abro los ojos. No suelo hacerlo inmediatamente. Me gusta dejarme llevar por los sonidos que se escuchan a lo lejos: en el living, en el baño, en la cocina o a centenares de metros de la casa.
Con los ojos cerrados desaparece la distancia.
El sonido de un tren deslizándose por las vías a diez kilómetros de la casa, puede parecer tan cercano como el de Alejandra arremetiendo su vieja máquina de escribir en el rincón del altillo. Solo es cuestión de decibeles.
Con los ojos cerrados desaparece la diferencia.
El sonido que escucho ahora no es el de un tren alejándose, ni es el gorjeo lastimoso de algún pájaro nocturno, ruidos bastante frecuentes durante la noche, sino que viene del baño. Sospecho que Alejandra ha vuelto a padecer de un ataque de insomnio. Digo sospecho porque puede estar viniendo a acostarse dentro de unos pocos minutos. Espero. Espero con los ojos cerrados en ese umbral en donde lo consciente y lo inconsciente se dan la mano, pero esta vez ellos se saludan desde lejos, como viejos conocidos. Vuelvo irremediablemente a la vigilia y me doy cuenta de que Alejandra no vino a acostarse. Su hueco en la cama ahora se siente frío.
Está en la cocina. Escucho sus pasos amortiguados en la madera; seseantes. En esta hora nocturna uno tiende a arrastrar los pies. Es el momento en que más nos parecemos a un ser de ultratumba, más aún si nos levantamos con el solo propósito de deambular por la casa para atrapar el vapor del sueño esquivo.
Me doy vuelta, mucho tiempo acostado de un lado me provoca dolor de cintura. Con el rechinar de los elásticos de la cama escucho, por debajo, el ruido de un sifón de soda. Dejo de moverme y entro en estado de alerta. Nunca compramos sifones de soda, es más, nada que sea gasificado. Detestamos el gas en las bebidas y solo tomamos agua, jugos y de vez en cuando algún vino tinto de ciento cincuenta pesos. Trato de escuchar dentro del silencio.
Con los ojos cerrados se solidifica el silencio...
que se convierte en una pared en donde se hacen añicos los ruidos más imperceptibles, convirtiendo los crujidos, rasgueos, rasguños, susurros, tintineos, murmullos en señales atemorizantes que de otra manera pasarían inadvertidos. Agudizo los oídos y cierro más los ojos. No vuelvo a escuchar el ruido del sifón, pero lo recuerdo con una claridad apabullante y, a medida que lo recuerdo, ese recuerdo pasa a ser la copia del original y más me confunde porque no sé si lo primero que escuché es lo que creí haber escuchado en un primer momento o creo, ahora, que lo verdadero es la última copia de la última copia de la última copia de mi recuerdo que cada vez se entierra más en mi memoria. Me tranquilizo al pensar en que pudo haber sido el ruido de los elásticos del colchón y trato de dormirme. No lo logro. Escucho a Alejandra caminar hacia el living y me propongo un juego mental.
Con los ojos cerrados los juegos mentales son más interesantes.
Trato de adivinar cuáles van a ser sus próximos pasos. Es un juego bastante arduo. Alejandra, en sus noches de insomnio, vaga por la casa tratando de no provocar la más mínima alteración del aire. No olvidemos que el sonido es eso: una simple alteración del aire. Por espacio de varios segundos no escucho nada. Ni afuera, ni adentro. Acomodo la cabeza en la almohada porque me doy cuenta de que lo único identificable es el sonido de mi propio corazón que retumba en mi oído izquierdo. Me coloco boca arriba y de esta manera no hay ruido interno que me distraiga. Me concentro, trato de hacerlo para que no me venza el sueño que lo presiento agazapado, con su rostro azulado y su boca abierta en un eterno bostezo.
Primero escucho un vaso apoyándose en el vidrio de la mesa del living, después el chirrido áspero de un fósforo encendiéndose, seguido de una succión profunda. Esto me parece inverosímil, Alejandra nunca fumó. Considera al cigarrillo un “veneno amable” y en varias oportunidades me destrozó los paquetes que yo escondía en el escritorio y los tiraba a la basura. De todas maneras espero que el olor al humo del cigarrillo invada la habitación.
Con los ojos cerrados se intensifican los olores.
A pesar de mi deseo no huelo nada. Pienso en la puerta entornada, pero no me convence dicha hipótesis. El sonido de succión que hizo Alejandra al filtro del cigarrillo —no puedo imaginármela fumando— hubiera sido imposible de escuchar en esas condiciones. Además, si hay algo que ella no hace jamás es cerrar las puertas, ni siquiera la del baño. Cuestiones de una vida ausente de hijos y de amigos. Creo que nos escapamos de ambos. Por esa razón nadie se aventura hacia este paraje en donde vivimos. Una vieja cabaña reciclada, a veinte kilómetros del pueblo más cercano. Cuando llega la nieve nos quedamos aislados por metros de hielo. Un mes antes, nos aprovisionamos como para un año y, si bien nunca nos agarró lo que se llama “mal de montaña”, Alejandra empezó a manifestar síntomas de insomnio el último invierno que, irritada y aburrida, se pasó mirando por la ventana cómo se acumulaba tanto los copos blancos como su melancolía. Me acuerdo el día exacto: el veinte de junio, día de la bandera, el día en que cumplía cuarenta años. Fueron casi tres meses en donde cada uno trató de ser el pedazo que le faltaba al otro. Creo que a ella no le bastó. Tuvimos suerte de no habernos enfermado, ni siquiera de un débil resfrío. Puede ser por nuestra devoción por las carnes rojas y los caldos hirvientes, sin olvidar las copas de oporto caliente que, endulzado con miel, tomábamos todas las noches antes de acostarnos, mientras nos mirábamos para saber qué estábamos pensando en ese momento. Cómo lo estoy yo ahora, tratando de seguir el sonido de los pasos de una insomne que me dejó un hueco frío y vacío a mi lado.
Trato de prestar atención y no confundirme más con recuerdos: una treta para eludir el sueño que casi siempre es inútil; siempre caemos rendidos ante el recuerdo. Por espacio de varios minutos no hubo en la casa ningún ruido, ningún olor, nada. Hasta que algo empezó a golpear el techo. Me propuse seguir el juego. ¿Qué era ese golpeteo? Lo averigüé al instante: una rama de pino que siempre tuve intención de cortar. Debía estar balanceándose al tratar de resistirse a alguna ráfaga de viento. Eso es lo que pasaba: ráfagas de viento. Así, de la nada y sin previo aviso. Por eso la calma anterior, por eso la ausencia de los pájaros nocturnos. Al parecer estábamos ante la víspera de una tormenta. Entonces hago una apuesta. Alejandra siempre tuvo miedo a las tormentas. Aborrece el hecho de estar sola en medio de una, aunque estuviera adentro de un búnker de cemento y acero. Nuestra cabaña no es precisamente eso y más frágil parece al estar rodeada de árboles. 
Voy a contar hasta cien. Apuesto cualquier cosa que antes de terminar, ella va a volver a la cama. Me sonrío de mi estupidez, pero de todos modos es una estupidez inocente y podría contárselo a ella, en la mañana, en el desayuno, para tratar de reírnos un poco.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco y sigo contando hasta que llego a cincuenta. Las ráfagas se intensifican de manera alarmante y la rama del pino golpea con mayor ímpetu la parte baja del techo. En el número sesenta hay un retumbar de truenos a lo lejos y estallan con saña cuando llego a los setenta. Me siento inquieto porque Alejandra no viene. También me había propuesto que si llegaba a contar hasta cien y no ocurría nada de lo que había supuesto, me levantaría para ver qué le pasaba. Así llego a ochenta y un resplandor ilumina mis ojos a través de mis párpados cerrados. La tormenta había desembocado en nuestro mundo. En los noventa mi mente circula entre imágenes inquietantes y surrealistas: la tormenta arrancando de cuajo nuestra casa, una lluvia torrencial de agua con gas cayendo directo sobre nosotros, Alejandra fumando un cigarrillo tras otro que devora al instante para que no despidiese olor a tabaco, golpes de puertas y ventanas abriendo y cerrándose y que se confunden con el golpeteo de la rama del pino...
Cuando llego a los noventa y cinco, ella, por fin, se acuesta de espaldas al lado mío sin decir nada. La abrazo y la encuentro helada y temblorosa. Intento calmarla susurrándole el remanido: 
No tengas miedo, no pasa nada
Ella no contesta. Empieza a entibiarse de a poco, en el mismo momento en que caen las primeras gotas y el viento se repliega en lastimosos silbidos.
Pero algo andaba mal.
Me había pegado a su cuerpo, colocando mi nariz en su nuca, oliendo su perfume a madreselvas y apartando el pelo que me hacía cosquillas en la nariz, como siempre lo hacía.
Pero algo estaba mal.
Su cuerpo era el mismo, lo sentía por la curvatura de su cintura y por un lunar que tiene en el muslo izquierdo. Un lunar tan particular y secreto que lo reconocería al instante simplemente con tocarlo. Pero al acariciarle el pelo mis manos parecían recibir otro tipo de información. No se cómo explicarlo, pero al apartarle, noche tras noche, su pelo de mi cara, yo lo percibía negro, oscuro, como si ese color hiciese honor a todas las mujeres que se llamaran igual que ella. No se por qué pero yo asociaba ese color con su nombre. Podría pensarse que al tener su imagen registrada en mi cabeza y aunque no la viera, sabía cómo era: su altura, el color de sus ojos, la suntuosidad de sus labios. Pero en ese momento me di cuenta que 
con los ojos cerrados uno puede darse cuenta de cosas que con los ojos abiertos no ve.
Volví a acariciarle el pelo para calmarla, pero también para seguir interpretando algo que me parecía extraño. Fue en ese momento en que me di cuenta de que mis manos estaban rodeando una larga cabellera rubia. Lo supe sin necesidad de abrir los ojos. Lo supe cuando afuera, en el bosque, la lluvia parecía incontrolable. Cuando ella se dio vuelta para enfrentar su cara con la mía, me murmuró con una voz desconocida: 
No tengas miedo, no pasa nada. 
Fueron mis mismas palabras, como si estuviera aprendiendo a modular un lenguaje olvidado. No abrí los ojos porque en un primer instante no tuve el valor de hacerlo. Sus palabras, que fueron las mías, parecían haber salido de su boca dentro de pequeñas burbujas que explotaron a escasos centímetros de mi cara: unas palabras acuosas, salidas de una garganta de coral.
No tengas miedo, no pasa nada, me dije a mí mismo antes de decidirme a mirarla.

No tengas miedo, no pasa nada, me dije otra vez y fue entonces que abrí los ojos.