viernes, 26 de julio de 2013

ROJO


                                                                                                   
 El esfuerzo que haga por tomar los recuerdos
 y lanzarlos al futuro, será como algo que
me mantenga en el aire mientras la muerte
pase por la tierra.
                                                                                                                                
                                                                                                              
Felisberto Hernández
(Tierras de la memoria)


I

El mundo estaba en guerra. Bastaba un chispazo mínimo de intolerancia en algún lugar de los miles y miles de kilómetros de fronteras existentes alrededor del globo para que todo explotara por los aires. Todos sospechaban de todos. Por eso había grandes expectativas, tanto de un lado como del otro, de que las cosas mejorasen. André, el Rojo era la última esperanza. Se lo veía en su sonrisa triunfal, en su tímida humildad, en su austeridad y también en su fortaleza y convicciones. Un líder nato, muy alejado de todos los demás mandatarios que se sostenían en sus respectivos países con pies de barro y mano de acero. Era la gran esperanza roja para frenar una carrera armamentista que se había salido de cauce. Un mesías pelirrojo del tercer milenio.
De repente la caravana de autos en donde iba André, el Rojo, tuvo que desviarse por una calle lateral. La Gran Avenida, por donde tendrían que haber transitado para llegar al descomunal escenario que habían montado, estaba atascada por un choque en cadena. André, encaramado sobre una plataforma metálica para que la gente pudiera verlo, miró de reojo a su compañero. Parecía inquieto. Algo andaba mal. Se respiraba en el aire una sensación de electricidad nerviosa. Demasiados gritos, demasiadas carreras a los costados del auto descapotable, muchas descargas de estática en los aparatos que utilizaban los miembros de seguridad. Un imprevisto en un mundo imprevisto había desarticulado todas las normas ensayadas una y otra vez. Sus manos, que no dejaban de agitarse de un lado para el otro, empezaron a transpirar. Algo raro en él, no era la primera vez que se enfrentaba a una multitud. Aunque ahora que había sido elegido como el depositario de todas las grandes causas perdidas sabía que se había convertido en un plato predilecto para el fanatismo más radical.
 Cuatro motos empezaron a abrir el paso hacia la zona sur, un desvío que los metió de lleno en una calle impensable, en donde el sol caía como una marea incandescente. A André le resultaba cegador mirar más allá de lo cientos de brazos que querían tocarlo, de las banderas desplegadas, de las serpentinas y los claveles de papel rojo. Los rayos de sol se multiplicaban en los frentes de los edificios transformando el lugar en un laberinto de centellas. Todo era luz, frenesí, una algarabía burbujeante que se movía dentro de esa masa de cuerpos exaltados. Al notar el nuevo recorrido la muchedumbre se derramó como un bíblico Mar Rojo para seguirlo. Una metáfora que no hubiera despreciado el publicista de André, en donde el rojo era el color de la campaña. Explotaron petardos, salvas y fuegos artificiales. André se sobresaltó. Le dijeron a los gritos que se sentara, que no brindara ningún blanco posible en esa calle que no estaba dentro del circuito que había sido diseñando con anterioridad. Le hicieron señas desesperadas con las manos para que se agachara; al menos hasta que salieran de ese desfiladero vidriado. Era demasiado valioso para la causa humanitaria, un verdadero trofeo escarlata. André siguió mirando la gente, hipnotizado por los colores, por los estruendos, por su apodo multiplicado en cientos de gargantas. ¡Rojo! ¡Rojo! ¡Rojo! Se sentía un estadista y quería mostrarse como tal. Cerca de la gente, de sus miedos, de sus sueños.
Tres impactos de bala —dos de ellos mortales—sacudieron su cuerpo encendido. El primer proyectil le perforó el corazón, el segundo le pulverizó parte del cráneo y el tercero le dio vuelta el brazo hacia atrás. Hubo un cuarto que impactó el parabrisas en una explosión de cristales. André cayó como un muñeco de trapo. La escena parecía estar iluminada por una luz monstruosa. Las gotas de sangre se esparcieron en el aire como una fina llovizna y la multitud observó con fascinación cómo hacía juego con su corbata, con su pelo colorado, con las luces rojas de las sirenas de policía, con los carteles de campaña. Fue un espectáculo alucinante y surreal, casi sin sombras; una fotografía saturada. Nadie pudo mirar de donde provenían los disparos, el reflejo de los vidrios era cegador. La custodia —cuatro hombres vestidos de negro— se abalanzó sobre su cuerpo inerte para darle una protección inútil  
El mundo se detuvo. Solo un par de días. Luego se aceleró de manera alarmante, tanto que todas las fronteras existentes fueron violadas, todos los pactos se rompieron y la locura asesina se esparció como un veneno.

II

Somos un puñado de recuerdos. Y sé por qué no podemos viajar al pasado. El pasado está en nosotros. Dentro nuestro. En nuestros recuerdos. Cada uno de nosotros tiene un universo de recuerdos del pasado diferente al de otra persona. Aunque hayamos visto el mismo hecho, cada uno tiene un punto de vista distinto. No solo espacial, sino emocional. Cada recuerdo es subjetivo, es como una huella dactilar. No hay dos recuerdos iguales, por lo tanto no puede haber un solo pasado. Hay tantos pasados como recuerdos. ¿Cómo podríamos viajar a un lugar que no existe más que en nuestra mente, en nuestra imaginación y que además es múltiple? Es imposible. No se puede viajar al interior del pensamiento, a los recuerdos. Vuelvo a decirlo: es imposible. El pasado es imposible de aprehender. Desaparece entre los pliegues cerebrales minuto a minuto. Segundo a segundo. Y cuando recordamos el momento que acabamos de vivir, éste ya es un recuerdo vaporoso El pasado es un no-lugar. No existe. Se desmorona a medida que avanzamos a un futuro que, dicho sea de paso, tampoco vivimos. Cuando nos alcanza se convierte en un presente que dura solo infinitesimalmente en nuestra percepción para abandonarnos a un pasado que se evade como humo de colores, como una niebla que va perdiendo consistencia a medida que envejecemos. En una palabra: nuestra existencia está medida entre un pasado que se aleja y un futuro que nunca llega. Somos, en definitiva, la nada misma.


III

Esa tarde de fines de septiembre, Lisandro no vio nada nuevo. Los mismos árboles meciendo sus ramas bullentes de brotes cobrizos; el mismo aire cargado de polvo amarillo; la misma puesta de sol: hemorrágica, globular, insoportablemente melancólica. Los sonidos no fueron ajenos a ese cuadro repetido: de fondo se escuchaban algunos aullidos lejanos, de cerca algunos pájaros raquíticos saltaban como resortes por el suelo trebolado picoteando la nada.
Se sentó en el pasto húmedo como lo hacía siempre que fumaba mirando el sol. Cuando del cigarrillo solo quedaba el filtro chamuscado, lo arrojó lejos y siguió con la vista curiosa la trayectoria de la brasa que competía absurdamente sobre el fuego nuclear del poniente. Bajó la cabeza y volvió a pensar en su teoría. Lo hacía en los momentos tranquilos, en las pausas, en los atardeceres  mientras miraba como la luz se enrojecía en ese fenómeno repetitivo. Cuando el último brillo del día se fue transformando en oscuridad, la brasa del cigarrillo seguía ardiendo caprichosa en la penumbra. Terminó desintegrándose por el viento y por algunas gotas fosforescentes que empezaron a caer desganadas, lentas, débiles, absurdas. Acarició con dedos delicados el contorno áspero de la cruz y, desde la única placa recordatoria, un ojo dorado le guiñó el último destello como una señal de complicidad y saludo.

IV


Cada vez estaba más convencido de que el ser y la nada iban de la mano. Cada vez estaba más cansado y un poco más viejo. Intermitentemente iba y venía al mismo lugar; al momento exacto —unos diez años atrás— en el que había embestido la parte trasera de una camioneta que había frenado de golpe. No había visto las luces rojas que se encendieron como balizas de peligro; tampoco había escuchado la frenada de los neumáticos, o sí, pero cuando escuchó el chirrido de las ruedas tenía la cabeza dada vuelta hacia el costado derecho, hacia su acompañante. El imprevisto golpe le arrancó su boca de la boca de Emily y cuando miró hacia el frente vio la trompa de su auto arrugarse como un acordeón. La embestida había sido inevitable, los insultos, también y el embotellamiento provocado se despejó al cabo de horas. No estaba seguro de que por esa causa hubiera pasado lo que pasó, pero pasó y cada vez que regresaba con culpa de su prehistoria a este presente estéril, trataba de convencerse de que todo era una ilusión, que solo era un sueño, que no era cierto que iba a la misma calle de hacía diez años, a su mismo auto, que besaba otra vez a su novia, que dejaba de mirar hacia adelante, hacia el cruce…
Infinidad de veces se enfrentaba de nuevo con su juventud, con la inocencia áulica de Emily, con su aliento a menta, con su risa despreocupada y atiborrada de futuro. Y después de tantas idas y vueltas, cada primero de octubre, se tomaba un respiro, se sentaba a fumar y a ver el sol que se escondía detrás de los mausoleos derrumbados.
Su vida, como la de todos los sobrevivientes, transcurría en galerías subterráneas. El aire viciado impedía estar en contacto con esos rojos y amarillos del ocaso. Su existencia fluía entre una suspensión eterna y un viaje que podía sorprenderlo en cualquier momento. Solo el primero de octubre estaba tranquilo; una piadosa tregua otorgada por alguna razón incomprensible. Siempre que se trasladaba hacia atrás aprovechaba para besar la boca de cereza de Emily y embriagarse con el perfume de su aliento. Luego se producía el choque y todo desaparecía para volver con vertiginosa velocidad a un presente asfixiante y estéril, para volver a viajar, en otro momento azaroso, y aparecer nuevamente en el asiento de su convertible rojo en una increíble secuencia que parecía no tener fin.
En su presente habían dejado de existir todos los placeres mundanos, por eso siempre se las arreglaba para traerse el cigarrillo que fumaba en ese  auto que existía por espacio de un par de minutos. Parecía ser lo único que podía traerse de ese pasado agridulce: un cigarrillo. Sería porque terminaba por consumirse sin dejar huella alguna; hasta el filtro era devorado por la brasa dejando en el aire un olor a cartón envejecido.
No, es imposible viajar al pasado, trataba de convencerse, aunque siguiera fumando la misma marca que había desaparecido hacía tanto tiempo. Pensaba, de todos modos, que no podía ser posible que a más de diez años todavía siguiera saboreando el mismo gusto a cereza de Emily. La besé ayer, trataba de explicar lo que le parecía inverosímil tomándolo como metáfora de su extrañeza; y la volveré a besar mañana, repetía como síntoma de que nunca iba a olvidarla. De todos modos, cada tanto se le ocurría pensar si sus viajes no eran verdaderos, si realmente tenía el poder de evitar la catástrofe, pero también tenía en claro que si así lo hiciera dejaría  de sentir los labios frutales de Emily y su perfume adolescente; su último sabor, su último aroma; esas abstracciones que lo acompañaban como un tatuaje numinoso.
Así y todo, a pesar de verse favorecido por semejante prodigio, le resultaba angustiante verse a sí mismo tan indiferente con los que murieron; una suerte de ángel exterminador. No estaba bien. Era el egoísmo en su máxima pureza. Pero el DESTINO, así con mayúsculas, se había encargado de que él se enemistase con toda la civilización. Nunca iba a olvidarse —aunque ese recuerdo se estaba haciendo cada vez más difuso— que al otro día del accidente en la Gran Avenida, Emily había muerto de un aneurisma congénito. Por eso no le interesaba evitar la catástrofe, porque eso implicaría que a partir de ese momento la vida seguiría en forma cronológica hacia adelante con él y ella incluidos; con el aneurisma mortal incluido. El fluir del tiempo retomaría su homogeneidad. Estaría exento de realizar más viajes —como los que supone que hace ahora y que trata de justificarlo como una ilusión— para poder retenerla en la memoria y volvería a encontrarse por segunda vez en su funeral con el Lacrimosa de Mozart de fondo, con un impecable saco negro y el estupor acrecentándose dentro de su estómago.
Era consciente de que cuando se materializaba como por arte de magia en el asiento de su descapotable tenía que girar el volante hacia la derecha para evitar la colisión, dejar de mirar la remera roja de Emily, dejar de acariciarle los ojos pardos con sus mismos ojos, dejar de sentirla tan suya. Hacer lo que se suponía que tenía que hacer en esos traslados que realizaba sin acordarse cuándo había comenzado, cómo, ni por qué. Se le había concedido el don, la posibilidad de eliminar este presente pero, ¿comprendían que en ese pasado quebrantado su vida se había convertido en una tragedia? Evitar aquel choque no implicaba que no volvería a caer de nuevo en el dolor y la desesperación, que volvería a experimentar su drama personal, a oler nuevamente la tierra removida de la tumba de Emily —otro de los fragmentos desgarradores que también estaba olvidándose—, el mismo rectángulo de tréboles cenicientos que ahora le sirve de remanso para descansar una vez por año, el único día en el que se detiene por completo y se asoma al crepúsculo para ofrecer una caricia a su cruz de mármol, a ofrendarle un viejo cigarrillo en el aniversario de su muerte, a bañarse con el débil calor del sol mientras la ve enmascarada en unas nubes violetas. Sabía, o al menos lo intuía, que la muerte de Emily no estaba en discusión, que a pesar de evitar el accidente iba a ocurrir de todos modos y un mundo salvo, para él, significaría lo mismo que un mundo devastado. De las dos maneras Emily no estaría a su lado.
 Igualmente, el cargarse en la conciencia millones y millones de víctimas era para enloquecerse. Por eso su teoría, masticada durante tanto tiempo, le daba cierta tranquilidad. Su postulado, cierta paz. Su marco teórico, cierta seguridad de que no se había vuelto demente, que lo que planteaba era pura lógica y razonamiento deductivo; lo otro, sus traslados: una exuberante imaginación. No había leído ensayos al respecto, solo había usado un poco de sentido común y una gran dosis de acomodamiento a su propia conveniencia culposa.
 No se puede viajar al pasado, así de sencillo, se repetía una y otra vez. De otra manera no podría explicar por qué estaba tan seguro de hacerlo y que aprovechaba esas ocasiones para poder besar a Emily otra vez, para volver a tenerla presente en este presente ausente de afectos, ausente de vida, ausente de ausencias.

V

A medida que pasaban los años, los viajes le resultaban más agotadores. Era como si ese punto exacto del pasado adónde iba y venía como un péndulo, al volverse cada vez más lejano, le absorbiera las pocas fuerzas que le quedaban Tenía la certeza de que algún día no lo dejarían volver (como castigo) para que reviviera la muerte imprevista de su novia adolescente. En ese caso, había pensado en una estrategia. Les daría el gusto. Después de tantos años haría lo correcto. Eso sí, se tomaría una pequeña revancha.
Prestaría atención al tránsito, evitaría besar a Emily, doblaría el volante hacia la derecha, esquivaría el choque y, de esa manera, el embotellamiento que había originado que la caravana presidencial se desviara hacia el matadero, quedaría solo como un mal presagio. Y es aquí en donde las cosas serían diferentes. ¿Una burla al destino? Quizás. Se le ocurrió hacer algo que no se había atrevido a hacer con Emily en ese pasado que los tuvo a ellos por protagonistas. Algo que ambos deseaban y que no habían tenido la oportunidad de experimentar.
Luego de esquivar la camioneta blanca estacionaría el auto en alguna vereda. Llevaría a Emily a un lugar apartado del barullo festivo en el que se había convertido la ciudad. Se encerraría con ella en alguna penumbra deliciosa y fresca. Se desnudarían lentamente y, por primera vez, paladearían el sabor del sexo. Se cuidaría de no mancillar ese encuentro con vanas promesas. No hablaría, solo actuaría. Las palabras, a veces, no calman, dañan. No permitiría que ella tampoco hablara. Serían solo gestos. La buscaría en la oscuridad, como se busca lo indefinible; la idea platónica de la forma: su esencia. Luego de eso, se despediría con la mayor dulzura que fuera capaz de exhibir y la llevaría a su casa. Se internaría en un bosque cercano, en esos parajes en donde se escondía cuando era chico, fuera del alcance de cualquiera que anduviera por ahí husmeando. Se recostaría sobre un árbol. Metería la mano en el bolsillo de su campera y sacaría la navaja que siempre llevaba encima. Apoyaría la hoja plateada sobre una de sus muñecas y presionaría hasta hundirla en la carne, cortándose las venas una a una. Siempre había pensado que era la muerte más tranquila, más serena. Dejaría que la vida fluyera fuera de su cuerpo, que lo abandonara y se perdiera entre las hojas y la tierra fértil. Se iría adormeciendo con una sonrisa de triunfo dibujada en sus labios cada vez más pálidos.


VI

Después de idear su plan cerró los ojos y volvió a ver, en el asiento del auto, la cara de porcelana de Emily, su pelo dorado, casi infantil. Luego, se dejó arrastrar al interior de un torbellino oscuro y con perfume a menta. Y ya no estaba seguro qué era real y qué era imaginación, en dónde estaba la línea divisoria entre ese pensamiento y los cientos que había tenido durante tantos años. Ya no importaba.
Luego de unos eternos minutos abrió los ojos con la respiración entrecortada. Todavía mantenía una hormigueante excitación. Casi podía tocarle la piel sedosa del vientre, sus aureolas, su rubor, su cabeza apoyada ente sus piernas. Trató de dibujar en el aire boscoso su figura desnuda con la tinta escarlata que le brotaba de los dedos. Recordaba sus contornos con increíble detalle.

De repente el paisaje onduló ante sus ojos como una gran estela roja y se convirtió en su última postal, su último y definitivo recuerdo. 

jueves, 4 de julio de 2013

MOMENTOS

La carta

La encontré dentro de un libro, entre las páginas cincuenta y siete y cincuenta y ocho. Un cuatro de corazones que había encontrado tirado sobre la arena en unas vacaciones lejanas. Me sonreí con amargura por lo que había significado en su momento. Me causó gracia que apareciese ahora, cuatro años después de aquel episodio. En ese entonces estaba de novio con Alejandra. Me acuerdo que luego de levantar la carta había dicho: esta es una señal de buena suerte. Ella se quedó mirándome como si estuviera en presencia de alguna revelación cósmica.
—¿Qué querés decir?
—Digo que durante los próximos cuatro años seremos felices. Los corazones, ¿ves?, es el símbolo del amor —le mentí adrede.
—No me causa ninguna gracia, y después ¿qué?, yo no quiero ser feliz solo cuatro años.
Alejandra tenía razón. Hoy, hace un mes que me dejó para ir a buscar la felicidad en los brazos de otra persona.

El pocillo

Cuando puso a calentar la cafetera lo vio entrar con la sonrisa de siempre: amplia y radiante. Llegó hasta ella, se sentó a sus espaldas y esperó que le sirviera un café, dulce y fuerte como a él le gustaba. Eso es lo que ella creía adivinar que estaba sucediendo, solo que no podría existir ese ritual semanal. Se dio vuelta con el pocillo amarillo humeando en la mano y él no estaba. En su lugar había una silla vacía. Su mirada seguía de largo y llegaba hasta la ventana que daba a la calle. Fue a mirar por detrás del vidrio y la mano le tembló tanto que el pocillo se cayó al piso y se hizo pedazos. En ese momento se dio cuenta que era jueves y que él venía a visitarla los viernes: el día que habían acordado para conversar sobre su profunda depresión anímica. Se arrodilló para levantar los trozos amarillos del pocillo quebrado y se le escapó una lágrima. Un único pensamiento la apartó de esa tarea automática, ¿tenía todavía aquel vestido negro, o lo había regalado, como el otro, el blanco de su casamiento?

El televisor

Terminado el noticiero, apago el televisor con el control remoto y se enciende la luz roja del automático. Tendría que acostarme, es muy tarde para alguien como yo, que se levanta a las seis de la mañana para ir a trabajar. Pero a pesar de sentirme exhausto me parece una buena idea salir, pero no a caminar por el barrio, sino un par de metros, hasta el portón. Me abrigo un poco, a esta hora de la medianoche todo se enfría. Me doy cuenta cuando abro la puerta y mi aliento se condensa en un humo delgado como una medusa. Llevo los cigarrillos por si acaso. Suelo encender uno en los momentos relajados o en los momentos tensos. Me aseguro de tener el encendedor adentro del paquete y me zambullo en la oscuridad. El pequeño jardín está cubierto de hojas secas, ya casi estamos en otoño y me doy cuenta de que estoy apretando el paquete más de la cuenta. Tengo más frío del que pensaba que iba a tener. Miro hacia atrás y veo la casa a oscuras. El sonido del televisor es lo único que rompe el silencio en esa casa en la que vivo, y ahora está apagado. Por unos instantes se me ocurre la loca idea de no volver a entrar en esa oscuridad silenciosa. Siempre me pasa lo mismo. Con un par de cigarrillos esa idea se desvanece, como el humo. Me conformo con que se me haya ocurrido. El día que no lo piense, me puedo considerar vencido.