El esfuerzo que haga por tomar los recuerdos
y lanzarlos al futuro, será como algo que
me mantenga en el aire mientras la muerte
pase por la tierra.
me mantenga en el aire mientras la muerte
pase por la tierra.
Felisberto Hernández
(Tierras de la memoria)
I
El mundo estaba en
guerra. Bastaba un chispazo mínimo de intolerancia en algún lugar de los miles
y miles de kilómetros de fronteras existentes alrededor del globo para que todo
explotara por los aires. Todos sospechaban de todos. Por eso había grandes
expectativas, tanto de un lado como del otro, de que las cosas mejorasen.
André, el Rojo era la última esperanza. Se lo veía en su sonrisa triunfal, en
su tímida humildad, en su austeridad y también en su fortaleza y convicciones.
Un líder nato, muy alejado de todos los demás mandatarios que se sostenían en
sus respectivos países con pies de barro y mano de acero. Era la gran esperanza
roja para frenar una carrera armamentista que se había salido de cauce. Un
mesías pelirrojo del tercer milenio.
De repente la
caravana de autos en donde iba André, el Rojo, tuvo que desviarse por una calle
lateral. La Gran Avenida, por donde tendrían que haber transitado para llegar
al descomunal escenario que habían montado, estaba atascada por un choque en
cadena. André, encaramado sobre una plataforma metálica para que la gente
pudiera verlo, miró de reojo a su compañero. Parecía inquieto. Algo andaba mal.
Se respiraba en el aire una sensación de electricidad nerviosa. Demasiados
gritos, demasiadas carreras a los costados del auto descapotable, muchas
descargas de estática en los aparatos que utilizaban los miembros de seguridad.
Un imprevisto en un mundo imprevisto había desarticulado todas las normas
ensayadas una y otra vez. Sus manos, que no dejaban de agitarse de un lado para
el otro, empezaron a transpirar. Algo raro en él, no era la primera vez que se
enfrentaba a una multitud. Aunque ahora que había sido elegido como el
depositario de todas las grandes causas perdidas sabía que se había convertido
en un plato predilecto para el fanatismo más radical.
Cuatro motos empezaron a abrir el paso hacia
la zona sur, un desvío que los metió de lleno en una calle impensable, en donde
el sol caía como una marea incandescente. A André le resultaba cegador mirar
más allá de lo cientos de brazos que querían tocarlo, de las banderas
desplegadas, de las serpentinas y los claveles de papel rojo. Los rayos de sol
se multiplicaban en los frentes de los edificios transformando el lugar en un
laberinto de centellas. Todo era luz, frenesí, una algarabía burbujeante que se
movía dentro de esa masa de cuerpos exaltados. Al notar el nuevo recorrido la
muchedumbre se derramó como un bíblico Mar Rojo para seguirlo. Una metáfora que
no hubiera despreciado el publicista de André, en donde el rojo era el color de
la campaña. Explotaron petardos, salvas y fuegos artificiales. André se
sobresaltó. Le dijeron a los gritos que se sentara, que no brindara ningún
blanco posible en esa calle que no estaba dentro del circuito que había sido
diseñando con anterioridad. Le hicieron señas desesperadas con las manos para
que se agachara; al menos hasta que
salieran de ese desfiladero vidriado. Era demasiado valioso para la causa
humanitaria, un verdadero trofeo escarlata. André siguió mirando la gente,
hipnotizado por los colores, por los estruendos, por su apodo multiplicado en
cientos de gargantas. ¡Rojo! ¡Rojo!
¡Rojo! Se sentía un estadista y quería mostrarse como tal. Cerca de la
gente, de sus miedos, de sus sueños.
Tres impactos de
bala —dos de ellos mortales—sacudieron su cuerpo encendido. El primer proyectil
le perforó el corazón, el segundo le pulverizó parte del cráneo y el tercero le
dio vuelta el brazo hacia atrás. Hubo un cuarto que impactó el parabrisas en
una explosión de cristales. André cayó como un muñeco de trapo. La escena
parecía estar iluminada por una luz monstruosa. Las gotas de sangre se
esparcieron en el aire como una fina llovizna y la multitud observó con fascinación
cómo hacía juego con su corbata, con su pelo colorado, con las luces rojas de
las sirenas de policía, con los carteles de campaña. Fue un espectáculo alucinante
y surreal, casi sin sombras; una fotografía saturada. Nadie pudo mirar de donde
provenían los disparos, el reflejo de los vidrios era cegador. La custodia
—cuatro hombres vestidos de negro— se abalanzó sobre su cuerpo inerte para
darle una protección inútil
El mundo se
detuvo. Solo un par de días. Luego se aceleró de manera alarmante, tanto que
todas las fronteras existentes fueron violadas, todos los pactos se rompieron y
la locura asesina se esparció como un veneno.
II
Somos un puñado de
recuerdos. Y sé por qué no podemos viajar al pasado. El pasado está en
nosotros. Dentro nuestro. En nuestros recuerdos. Cada uno de nosotros tiene un universo
de recuerdos del pasado diferente al de otra persona. Aunque hayamos visto el
mismo hecho, cada uno tiene un punto de vista distinto. No solo espacial, sino
emocional. Cada recuerdo es subjetivo, es como una huella dactilar. No hay dos
recuerdos iguales, por lo tanto no puede haber un solo pasado. Hay tantos
pasados como recuerdos. ¿Cómo podríamos viajar a un lugar que no existe más que
en nuestra mente, en nuestra imaginación y que además es múltiple? Es
imposible. No se puede viajar al interior del pensamiento, a los recuerdos. Vuelvo
a decirlo: es imposible. El pasado es imposible de aprehender. Desaparece entre
los pliegues cerebrales minuto a minuto. Segundo a segundo. Y cuando recordamos
el momento que acabamos de vivir, éste ya es un recuerdo vaporoso El pasado es
un no-lugar. No existe. Se desmorona a medida que avanzamos a un futuro que,
dicho sea de paso, tampoco vivimos. Cuando nos alcanza se convierte en un
presente que dura solo infinitesimalmente en nuestra percepción para
abandonarnos a un pasado que se evade como humo de colores, como una niebla que
va perdiendo consistencia a medida que envejecemos. En una palabra: nuestra
existencia está medida entre un pasado que se aleja y un futuro que nunca
llega. Somos, en definitiva, la nada misma.
III
Esa tarde de fines
de septiembre, Lisandro no vio nada nuevo. Los mismos árboles meciendo sus ramas
bullentes de brotes cobrizos; el mismo aire cargado de polvo amarillo; la misma
puesta de sol: hemorrágica, globular, insoportablemente melancólica. Los
sonidos no fueron ajenos a ese cuadro repetido: de fondo se escuchaban algunos
aullidos lejanos, de cerca algunos pájaros raquíticos saltaban como resortes
por el suelo trebolado picoteando la nada.
Se sentó en el
pasto húmedo como lo hacía siempre que fumaba mirando el sol. Cuando del
cigarrillo solo quedaba el filtro chamuscado, lo arrojó lejos y siguió con la
vista curiosa la trayectoria de la brasa que competía absurdamente sobre el
fuego nuclear del poniente. Bajó la cabeza y volvió a pensar en su teoría. Lo
hacía en los momentos tranquilos, en las pausas, en los atardeceres mientras miraba como la luz se enrojecía en
ese fenómeno repetitivo. Cuando el último brillo del día se fue transformando
en oscuridad, la brasa del cigarrillo seguía ardiendo caprichosa en la
penumbra. Terminó desintegrándose por el viento y por algunas gotas fosforescentes
que empezaron a caer desganadas, lentas, débiles, absurdas. Acarició con dedos
delicados el contorno áspero de la cruz y, desde la única placa recordatoria,
un ojo dorado le guiñó el último destello como una señal de complicidad y
saludo.
IV
Cada vez estaba
más convencido de que el ser y la nada iban de la mano. Cada vez estaba más
cansado y un poco más viejo. Intermitentemente iba y venía al mismo lugar; al
momento exacto —unos diez años atrás— en el que había embestido la parte
trasera de una camioneta que había frenado de golpe. No había visto las luces
rojas que se encendieron como balizas de peligro; tampoco había escuchado la
frenada de los neumáticos, o sí, pero cuando escuchó el chirrido de las ruedas tenía
la cabeza dada vuelta hacia el costado derecho, hacia su acompañante. El imprevisto
golpe le arrancó su boca de la boca de Emily y cuando miró hacia el frente vio
la trompa de su auto arrugarse como un acordeón. La embestida había sido inevitable,
los insultos, también y el embotellamiento provocado se despejó al cabo de
horas. No estaba seguro de que por esa causa hubiera pasado lo que pasó, pero
pasó y cada vez que regresaba con culpa de su prehistoria a este presente
estéril, trataba de convencerse de que todo era una ilusión, que solo era un
sueño, que no era cierto que iba a la misma calle de hacía diez años, a su
mismo auto, que besaba otra vez a su novia, que dejaba de mirar hacia adelante,
hacia el cruce…
Infinidad de veces
se enfrentaba de nuevo con su juventud, con la inocencia áulica de Emily, con
su aliento a menta, con su risa despreocupada y atiborrada de futuro. Y después
de tantas idas y vueltas, cada primero de octubre, se tomaba un respiro, se
sentaba a fumar y a ver el sol que se escondía detrás de los mausoleos
derrumbados.
Su vida, como la
de todos los sobrevivientes, transcurría en galerías subterráneas. El aire
viciado impedía estar en contacto con esos rojos y amarillos del ocaso. Su existencia
fluía entre una suspensión eterna y un viaje que podía sorprenderlo en
cualquier momento. Solo el primero de octubre estaba tranquilo; una piadosa
tregua otorgada por alguna razón incomprensible. Siempre que se trasladaba
hacia atrás aprovechaba para besar la boca de cereza de Emily y embriagarse con
el perfume de su aliento. Luego se producía el choque y todo desaparecía para
volver con vertiginosa velocidad a un presente asfixiante y estéril, para
volver a viajar, en otro momento azaroso, y aparecer nuevamente en el asiento
de su convertible rojo en una increíble secuencia que parecía no tener fin.
En su presente
habían dejado de existir todos los placeres mundanos, por eso siempre se las
arreglaba para traerse el cigarrillo que fumaba en ese auto que existía por espacio de un par de
minutos. Parecía ser lo único que podía traerse de ese pasado agridulce: un
cigarrillo. Sería porque terminaba por consumirse sin dejar huella alguna;
hasta el filtro era devorado por la brasa dejando en el aire un olor a cartón envejecido.
No,
es imposible viajar al pasado,
trataba de convencerse, aunque siguiera fumando la misma marca que había
desaparecido hacía tanto tiempo. Pensaba, de todos modos, que no podía ser
posible que a más de diez años todavía siguiera saboreando el mismo gusto a
cereza de Emily. La besé ayer, trataba
de explicar lo que le parecía inverosímil tomándolo como metáfora de su
extrañeza; y la volveré a besar mañana,
repetía como síntoma de que nunca iba a olvidarla. De todos modos, cada tanto
se le ocurría pensar si sus viajes no eran verdaderos, si realmente tenía el
poder de evitar la catástrofe, pero también tenía en claro que si así lo hiciera
dejaría de sentir los labios frutales de
Emily y su perfume adolescente; su último sabor, su último aroma; esas
abstracciones que lo acompañaban como un tatuaje numinoso.
Así y todo, a
pesar de verse favorecido por semejante prodigio, le resultaba angustiante verse
a sí mismo tan indiferente con los que murieron; una suerte de ángel
exterminador. No estaba bien. Era el egoísmo en su máxima pureza. Pero el DESTINO,
así con mayúsculas, se había encargado de que él se enemistase con toda la
civilización. Nunca iba a olvidarse —aunque ese recuerdo se estaba haciendo
cada vez más difuso— que al otro día del accidente en la Gran Avenida, Emily había
muerto de un aneurisma congénito. Por eso no le interesaba evitar la catástrofe,
porque eso implicaría que a partir de ese momento la vida seguiría en forma
cronológica hacia adelante con él y ella incluidos; con el aneurisma mortal incluido.
El fluir del tiempo retomaría su homogeneidad. Estaría exento de realizar más
viajes —como los que supone que hace ahora y que trata de justificarlo como una
ilusión— para poder retenerla en la memoria y volvería a encontrarse por
segunda vez en su funeral con el Lacrimosa
de Mozart de fondo, con un impecable saco negro y el estupor acrecentándose dentro
de su estómago.
Era consciente de
que cuando se materializaba como por arte de magia en el asiento de su
descapotable tenía que girar el volante hacia la derecha para evitar la
colisión, dejar de mirar la remera roja de Emily, dejar de acariciarle los ojos
pardos con sus mismos ojos, dejar de sentirla tan suya. Hacer lo que se suponía
que tenía que hacer en esos traslados que realizaba sin acordarse cuándo había
comenzado, cómo, ni por qué. Se le había concedido el don, la posibilidad de eliminar
este presente pero, ¿comprendían que en ese pasado quebrantado su vida se había
convertido en una tragedia? Evitar aquel choque no implicaba que no volvería a
caer de nuevo en el dolor y la desesperación, que volvería a experimentar su
drama personal, a oler nuevamente la tierra removida de la tumba de Emily —otro
de los fragmentos desgarradores que también estaba olvidándose—, el mismo
rectángulo de tréboles cenicientos que ahora le sirve de remanso para descansar
una vez por año, el único día en el que se detiene por completo y se asoma al
crepúsculo para ofrecer una caricia a su cruz de mármol, a ofrendarle un viejo cigarrillo
en el aniversario de su muerte, a bañarse con el débil calor del sol mientras
la ve enmascarada en unas nubes violetas. Sabía, o al menos lo intuía, que la
muerte de Emily no estaba en discusión, que a pesar de evitar el accidente iba
a ocurrir de todos modos y un mundo salvo, para él, significaría lo mismo que
un mundo devastado. De las dos maneras Emily no estaría a su lado.
Igualmente, el cargarse en la conciencia millones
y millones de víctimas era para enloquecerse. Por eso su teoría, masticada
durante tanto tiempo, le daba cierta tranquilidad. Su postulado, cierta paz. Su
marco teórico, cierta seguridad de que no se había vuelto demente, que lo que
planteaba era pura lógica y razonamiento deductivo; lo otro, sus traslados: una
exuberante imaginación. No había leído ensayos al respecto, solo había usado un
poco de sentido común y una gran dosis de acomodamiento a su propia
conveniencia culposa.
No se
puede viajar al pasado, así de sencillo, se repetía una y otra vez. De otra
manera no podría explicar por qué estaba tan seguro de hacerlo y que
aprovechaba esas ocasiones para poder besar a Emily otra vez, para volver a tenerla
presente en este presente ausente de afectos, ausente de vida, ausente de
ausencias.
V
A medida que
pasaban los años, los viajes le resultaban más agotadores. Era como si ese
punto exacto del pasado adónde iba y venía como un péndulo, al volverse cada
vez más lejano, le absorbiera las pocas fuerzas que le quedaban Tenía la
certeza de que algún día no lo dejarían volver (como castigo) para que reviviera
la muerte imprevista de su novia adolescente. En ese caso, había pensado en una
estrategia. Les daría el gusto. Después de tantos años haría lo correcto. Eso
sí, se tomaría una pequeña revancha.
Prestaría atención
al tránsito, evitaría besar a Emily, doblaría el volante hacia la derecha, esquivaría
el choque y, de esa manera, el embotellamiento que había originado que la
caravana presidencial se desviara hacia el matadero, quedaría solo como un mal
presagio. Y es aquí en donde las cosas serían diferentes. ¿Una burla al
destino? Quizás. Se le ocurrió hacer algo que no se había atrevido a hacer con
Emily en ese pasado que los tuvo a ellos por protagonistas. Algo que ambos
deseaban y que no habían tenido la oportunidad de experimentar.
Luego de esquivar
la camioneta blanca estacionaría el auto en alguna vereda. Llevaría a Emily a
un lugar apartado del barullo festivo en el que se había convertido la ciudad.
Se encerraría con ella en alguna penumbra deliciosa y fresca. Se desnudarían
lentamente y, por primera vez, paladearían el sabor del sexo. Se cuidaría de no
mancillar ese encuentro con vanas promesas. No hablaría, solo actuaría. Las
palabras, a veces, no calman, dañan. No permitiría que ella tampoco hablara.
Serían solo gestos. La buscaría en la oscuridad, como se busca lo indefinible;
la idea platónica de la forma: su esencia. Luego de eso, se despediría con la
mayor dulzura que fuera capaz de exhibir y la llevaría a su casa. Se internaría
en un bosque cercano, en esos parajes en donde se escondía cuando era chico,
fuera del alcance de cualquiera que anduviera por ahí husmeando. Se recostaría
sobre un árbol. Metería la mano en el bolsillo de su campera y sacaría la
navaja que siempre llevaba encima. Apoyaría la hoja plateada sobre una de sus
muñecas y presionaría hasta hundirla en la carne, cortándose las venas una a
una. Siempre había pensado que era la muerte más tranquila, más serena. Dejaría
que la vida fluyera fuera de su cuerpo, que lo abandonara y se perdiera entre
las hojas y la tierra fértil. Se iría adormeciendo con una sonrisa de triunfo
dibujada en sus labios cada vez más pálidos.
VI
Después de idear
su plan cerró los ojos y volvió a ver, en el asiento del auto, la cara de
porcelana de Emily, su pelo dorado, casi infantil. Luego, se dejó arrastrar al
interior de un torbellino oscuro y con perfume a menta. Y ya no estaba seguro
qué era real y qué era imaginación, en dónde estaba la línea divisoria entre
ese pensamiento y los cientos que había tenido durante tantos años. Ya no
importaba.
Luego de unos
eternos minutos abrió los ojos con la respiración entrecortada. Todavía mantenía
una hormigueante excitación. Casi podía tocarle la piel sedosa del vientre, sus
aureolas, su rubor, su cabeza apoyada ente sus piernas. Trató de dibujar en el
aire boscoso su figura desnuda con la tinta escarlata que le brotaba de los
dedos. Recordaba sus contornos con increíble detalle.
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