viernes, 14 de enero de 2011

Dead Strike


—¡Abrazame que tengo frío! —le dijo—. Fue un susurro tan bajo que Kitty tuvo que acercar la mejilla acalorada a sus labios para entenderlo. Lo primero que a ella le vino a la cabeza fue un pensamiento tan fuera de contexto que le pareció divertido y cruel a la vez .

Es igual que en las películas de cine, pensó,  parece que cuando se están por morir todos tienen frío. Y seguía preguntándose con culpa. ¿Cómo puedo pensar en eso ahora?, pero parece que es así nomás, como si el frío viniese desde adentro y te va congelando las venas como estalactitas y estalagmitas ¿Cuánto hace que no pienso en esas palabras? Nunca supe cuáles son las de arriba y cuáles son las de abajo, pero ¿cómo puedo pensar en eso ahora?

—¡Tengo mucho frío! —volvió a susurrar su amigo. ¿Su amigo? ¿O algo más? ¿Qué tanto más?

No te mueras ahora, pensó ella, o jamás podré decirte lo que me provocás cada vez que decís mi nombre. Ella jamás se lo iba a decir. ¿Por qué? No lo sabía. Era joven y libre, y amaba su libertad más que nada en el mundo como para comprometerse con algo o alguien. Le gustaba esa idea de rebeldía salvaje, como el viento que va todas partes y a ninguna. Había sufrido mucho para conseguirla, tanto que todavía le dolía su orgullo corrompido y hecho trizas una y otra vez, en un pasado que, por fin, se había animado a dejar atrás y, ¡vaya paradoja!, ahora que había logrado tener a esa libertad aprisionada en sus manos no pensaba soltarla. Ni por él, que estaba muriéndose en sus brazos.

Juan, a su manera, también se esforzaba por conquistarla en una batalla sorda, sin estridencias, día a día, hora por hora, en silencio y con determinación.
El día que la conoció le había obsequiado un caramelo, días después un cigarrillo, a la semana un libro, de vez en cuando una mirada eterna, o le daba en la mejilla un beso gordo —como a él le gustaba decir—, pero nunca obtenía una reciprocidad evidente de su parte. Por eso la seducción seguía sin desmayos, sin horarios, sin descanso y ella estaba feliz con eso.

Podríamos permanecer en ese limbo por siempre, pensaba mirándolo desde arriba. Es un juego inocente ¿no? ¿Existiría la posibilidad que el rey haga jaque mate o que el as de bastos mate al as de espadas, o seguiremos dando vueltas como una ruleta de casino, gira que gira; o era la ruleta rusa, pero, por qué me hago estas preguntas ahora?

Tranquila, estoy mareada pero bien, comentó para sí, para no permitirse una flaqueza, un titubeo. Pero en realidad le había bajado la presión, tenía un corte profundo en la pierna justo en donde asomaba  el tatuaje verde de un trébol de cuatro hojas y persistía en su cabeza el eco seseante de su piel desnuda desintegrándose con las aristas de sílice del asfalto. Su espalda parecía fluctuar como un soporte hecho de cera tibia,  pero no es nada, no es nada, se repetía una y otra vez; de otra manera, no podría estar arrodillada a lado suyo, al lado de Juan que tenía una rosa negra en el estómago que le estaba ensuciando la remera. ¡Para qué mierda te la regalé ayer!, se enojó con él, y luego con ella misma por haberse enojado con él. Pero la sangre no cesaba en arruinarle la remera recién estrenada. ¡Por favor que pare de una puta vez!

La moto se encontraba lejos, tumbada, brillando bajo el sol que reflejaba en el tanque de nafta un cielo tan azul que parecía artificial. Nunca vi el cielo tan azul, pensó mientras un mareo circular la envolvía con brazos suaves y protectores. Esos puntos oscuros en el cielo no eran pájaros, ni nubes de tormenta, estaba a punto de desmayarse, entonces apoyó la cabeza sobre la rosa negra de la remera blanca de Juan, y se le dibujó en la frente una copia con el mismo color y el mismo olor. La sensación de abandonarse fue remitiendo de a poco, los brazos suaves y protectores de un desmayo suave  la fueron soltando y la liberaron de nuevo a la cruda realidad.

Se sobresaltó cuando sintió un cosquilleo en su brazo desnudo; eran los dedos de Juan que la estaba buscando a tientas, con la poca fuerza que le quedaba. Ella le acarició el pelo renegrido, transpirado, y él se sonrió y la apretó apenas.
—¿Estás bien, Kitty? —le preguntó Juan, que nunca supo por qué se hacía llamar así.
Ella se sorprendió de quién hacía la pregunta, pero ¡cómo sorprenderse! Aún estando partido al medio, él se preocuparía por ella; que estuviera bien, que no le faltase nada. En este momento me haría falta una radiografía para saber cuantos huesos rotos tengo, pero no se lo dijo. Era capaz de sacar de su bolsillo deshecho un aparato portátil de rayos X para  examinarla, vendarla y enyesarla con parte de su estomago saliéndosele por la herida.
—Estoy bien, pero no hablés, alguien tiene que venir a ayudarnos.
Kitty miró hacia ambos lados. La ruta se perdía de vista tragada por la llanura, escupida más adelante como un vómito petrificado, para luego volver a ser devorada en esa atmósfera azul y lejana que todo lo ensuciaba. Una línea de mar burbujeante se formaba en el horizonte por el calor, y ellos, como dos náufragos sin más señales de vida que sus propios corazones, permanecían estáticos como esculturas de una ruina griega.
—Quiero saber una cosa —le dijo él y trató de incorporarse, el dolor no se lo permitió.
Ella se agachó para que no se esfuerce.
—Si salimos de ésta…
No vamos a salir de ésta, pensó con cierta morbosidad.
—Si salimos de ésta —volvió a decir—. Vos y yo…
Un globo de saliva color frutilla le explotó en los labios, tan grande que le hubiese ganado a Kitty en esas contiendas que inventaban en las tardes aburridas de cerveza y goma de mascar como pasatiempo, mientras ella se arremolinaba el pelo ensortijándolo infinidad de veces con los dedos, y él esparcía al mundo volutas de humo en círculos tan perfectos como sistemas planetarios que colapsaban con el viento.
—Shhh! No hables, —le suplicó, sabiendo lo evidente de la pregunta y sabiendo además que no sabría que responderle.

En los últimos días Kitty se había sentido algo confundida. Su cara demacrada por sueños intranquilos la delataban. No dormía bien, no comía bien, fumaba mucho y el alcohol que tomaba como si fuese agua de lluvia, la dejaba con frecuencia en un estado indefenso y vulnerable. Algo le estaba pasando y se preguntaba qué, si todo era igual. Juan con su presencia cautivante y protectora y ella con sus ideales de mujer ingobernable. ¿Qué había cambiado?
—Yo cambié—. Se sorprendió hablando sola a un paisaje que temblaba a su alrededor.
Se dio cuenta de que había bajado la guardia; había retozado, en sueños, vivencias eróticas que la dejaban exhausta, fantaseado en la soledad de la noche con su cuerpo esbelto y moreno, con sus poesías que leía sin que él se enterara.
Esto lo escribí para vos, fíjate si te gusta, recordó que le dijo un día alcanzándole un manojo de papeles arrugados. Y le gustó. Solo que no se lo dijo, porque tuvo miedo de hacerlo, y leía  esas hojas dobladas y vueltas a doblar infinidad de veces en las tardes en que se separaban como gajos de mandarinas quedando unidos por tenues filamentos hechos de dulces metáforas poéticas. Frases y frases que leía lamiéndose la borrosa mueca de sus labios reflejada en el vidrio empañado por la excitación, por los jadeos, por los orgasmos contenidos; en la habitación de su casa paterna, en donde flameaban las sombras del rechazo y el castigo.
Hasta este día,  en que escaparon juntos, dejando atrás todo el mundo conocido, todo el mundo previsible, todo el mundo…

Juan levantó la mano señalando algo, allá lejos, cerca de la moto. Ella miró y vio su mochila de cuero abierta en un bostezo desmesurado.
—Hay un libro —dijo con la sangre cuarteándose  en el mentón.
Kitty se incorporó y una aguja de dolor se le clavó en el omóplato y en la cadera. Una corriente de electricidad le llenó la garganta de una salobridad herrumbrosa. Apretó la mandíbula para evitar que se le escapara un gemido. Él no tenía que enterarse que necesitaba atención médica urgente y que sus articulaciones parecían estar desatándose entre sí como costuras mal terminadas. Fue de rodillas hasta el lugar que parecía distar cien kilómetros y después tengo que volver, pensó.
Cuando llegó, luego de hacerlo como una penitente salida del Evangelio, vio el libro que él le había señalado. Asomaba entre un montón de cosas familiares que puestas así sobre el asfalto parecían artículos de saldo de una feria americana.
Discos compactos, revistas, una billetera, llaveros, llaves, un peluche de ella, una gorra de él, los auriculares todavía conectados e intactos que emitían un tema de los Doors: “People are stranger” que ella venía escuchando a todo volumen, y el libro.

Lo levantó como se levanta una montaña y escuchó un ¡CRACK! tan nítido que pensó que la moto se había partido a sus espaldas. Pero lo que se había partido eran sus propios huesos, su columna para ser más exactos. Ella lo presumió cuando cayó sentada de golpe como si le hubieran cortado los hilos que aún la sostenían y ya no pudo mover las piernas. Ningún dolor. Insensibilidad total. Pero podía hablar, ver, escuchar y girar la cabeza para poder visualizar a Juan, allá lejos como un muñeco abandonado esperándola a que regrese.
No voy a poder cariño, hasta acá llegamos, pensó mirando con asombro sus par de piernas inútiles.
De la mochila asomaba un paquete abollado de Lucky Strike; se sonrió. Golpe de suerte, eso era lo que decía la etiqueta con su circunferencia roja tan perfecta.
Estiró la mano para aprisionarlo como un último refugio posible. Sacó uno y lo encendió. Se mareó. Al menos de cáncer no me voy a morir. Para eso se necesita tiempo y eso es precisamente lo que no tengo, pensó con escalofriante sentido común.

—¡Juan! —le gritó demasiado alto, no estaba tan lejos—. ¡No puedo volver! Estoy algo mareada, ¿qué querés que haga?
—¡Respirá hondo y agachá la cabeza!
Pobre santo, suspiró, no puede ser real semejante persona.
—¡Dame un minuto y te lo llevo! ¡Como mierda voy a hacer, no sé!,  pensó
—¡No! ¡No! —le gritó Juan.
La rosa de su estómago era ahora un rosal, con brotes que avanzaban y  se bifurcaban por todos los pliegues de la remera, con raíces y pimpollos que se abrían y volcaban su néctar nacarado como manchas psicodélicas.
—Leéme algo, no sé, cualquier cosa,  todavía no lo lo pude leer.

Kitty miró la tapa. POEMAS decía. ANTOLOGÍA, decía más abajo. Edición rústica, barata, ajada, comprada seguramente en algún  puesto de usados de Plaza Rivadavia.
Lo abrió por la mitad y se le nubló la vista. Las letras no se quedaban quietas. Parecían bailar con la música subterránea de los Doors y su “gente extraña” que no dejaba de sonar; algo había averiado el circuito y el tema se repetía una y otra vez. No pensó si eso pudiera ser posible, solo lo aceptó como algo natural. Entre tanta desmesura eso era lo menos importante.

Entonces cerró el libro. Iba a improvisar. Por primera vez en su vida iba a decirle a su adorado Juan lo que sentía por él, pero claro, de una manera que él no se diera cuenta. Estaba amparada por la firma de los autores que la protegerían de tamaña confesión.

Se acostó boca arriba mirando la incandescencia del sol, como si fuera una  luna fresca hecha de nieve y espuma; hasta que sus ojos empezaron a despedir una imperceptible columna gaseosa de lágrimas evaporadas.

Y comenzó su recitado. Y le dijo que lo amaba, que lo necesitaba, que sus noches eran largas sin él y sus días cortos con él. Le dio unos giros técnicos a las rimas, se tomó su tiempo para pensar y adornar las frases. Fue un trabajo digno, al menos digno dadas las circunstancias: con la columna quebrada, un hematoma en la cabeza y los ojos tan llenos de sol que era imposible ver otra cosa.

Juan se reía a la distancia, o lloraba de felicidad. Kitty no podía adivinarlo y no se preocupó por hacerlo. Siguió porque se había entusiasmado. Tanto tiempo sin decirle nada, que ahora todo se le presentaba como un conjunto de deseos añejados, como esas vasijas cubiertas de polvo que uno las saca solo cuando vienen visitas importantes.

Fue una poesía bella, exquisita, única, de la que no quedaría ningún testimonio, ningún rastro. Nada. Sólo el aire líquido la recibió y la calcinó al instante, sólo un manojo retorcido de hierros cromados le rebotó sus consonantes más fuertes y sólo algunos girasoles que se asomaban tímidos entre los pastos altos y secos absorbieron el ímpetu de cada entonación, de cada hipérbaton, de cada verbo gritado con esa voz de sirena de ojos incandescentes que se ahogaba en un océano de arena y piedra.

Cuando terminó, Kitty cerró los ojos para iluminarse por dentro y lo deseó a Juan al lado suyo, acariciándola y acomodándole los huesos rotos que se le desparramaron dentro de su cuerpo.
—¿Por qué elegiste ésa? —le preguntó él desde el más allá. La voz le llegaba como un temblor de tierra, repercutiendo en su  cráneo.
—Fue la primera que apareció —le mintió con los ojos aún cerrados.
—Elegiste bien. Yo siento lo mismo por vos, Kitty.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. No a él, que los había cerrado para siempre, sino a ella, que lo imaginó morirse envuelto en esa gota gorda de agua salada que le vino como una ola desde el interior volcánico, atravesando todas sus entrañas, esquivando todas las arterias y cartílagos, para explotar en sus órbitas como lava líquida.
Quería ir y abrazarlo, pero no podía, quería ir y besarlo en la boca como tantas veces quiso y nunca se animó, pero no podía; ir a limpiarle la sangre y cerrarle la campera para que no tuviera frío, pero sus malditas piernas no respondían.
¿Qué voy a hacer ahora que él no está para protegerme?, pensó con la vista blanca.
—¡No le mentí! —le gritó a una borrosa bandada de pájaros que flotaban indiferentes a cientos de metros sobre su cabeza.
—¡No le mentí! —volvió a gritar, mientras la música subterránea de The Doors dejaba de sonar.

Juan tuvo un último segundo de lucidez para pensar que fue el poema más bello que había escuchado jamás, quizás porque ya era parte de él, que se lo llevaría pegado a su propia piel malherida, junto con las rosas, junto con la cadencia de las palabras de Kitty. Un poema que murió en el mismo instante de nacer.
Y ese libro, bendito libro, que lo acompañó durante tantos años y que conocía de memoria hasta el último párrafo, fue el señuelo para que, de una vez por todas, Kitty se animara y le confesara lo que tantas veces él había querido escuchar.

Al anochecer, en el silencio absoluto del desierto, una banda de grillos empezó a cantar.