miércoles, 14 de septiembre de 2016

UN SALESIANO EN LA PATAGONIA

Alberto M. de Agostini nació en Pollone, Biella, Italia. Su obra más importante, al margen de su actividad religiosa, fue la exploración geográfica y su pasión por la fotografía. En el verano de 1931-32, exploró la zona del Cordón Mascarello y del Seno Moyano, y subió el Cerro Eléctrico, el Loma Blanca y dio nombre a varias cumbres, entre ellas, el Cordón Marconi, en honor a Glulielmo Marconi, presidente de la Regia Academia de Italia que le había patrocinado esa expedición en el grupo del Fitz Roy. 

En recuerdo a su paso por el valle del Río Eléctrico se dio nombre de Piedra del Fraile a un enorme Nunatak que se encuentra en mitad del valle, donde desde entonces numerosas expediciones establecen su campo base. Sus exploraciones continuaron en 1937 en la región del Lago San Martín y descubrió la segunda montaña más alta de la Patagonia austral. En 1943, con sesenta años, logró la mayor empresa deportiva de su vida, al alcanzar la cima del San Lorenzo. Poco después se dedicó a redactar los resultados de sus investigaciones falleciendo en Turín. Italia. 
Ningún apasionado de la Patagonia puede ignorar las obras geográficas de Alberto De Agostini que pasó casi cincuenta años de su vida en Tierra del Fuego y Patagonia. Hoy ya es difícil encontrar el libro más importante de su variada obra, “Los Andes patagónicos”, publicado en español en Buenos Aires en 1941. Sus narraciones en forma de diario, sus fotografías y sus cartas, fueron el estímulo para muchos de los que se interesaron por estas lejanas montañas.

 Este libro, que conseguí en una librería del centro, es un documento fascinante que contiene 30 Vistas y 2 Panoramas, tal como dice la tapa hecha de cartoné y atada con una cinta amarilla. No tiene fecha de publicación y está confeccionado en forma artesanal. Los únicos datos que figuran en la tapa dice: Cartografía de Agostini, Rivoli Torinese (Italia). Reservados los derechos de reproducción. Lo demás fue haberme puesto a investigar para saber con quién había tenido el privilegio de encontrarme y descubrir que había sido uno de los pioneros en cuanto a documentación fotográfica de nuestros lagos y bosques del sur, como así también de las diferentes comunidades de indígenas que aún poblaban la zona.

El legado de Agostini se puede apreciar en las publicaciones, a través de las cuales dio a conocer las montañas patagónicas en Europa, los registros fotográficos y fílmicos que dejó de la región. De sus fotografías, destacan las de pueblos indígenas, valioso testimonio de etnias hoy desaparecidas y las de los primeros años de la colonización de Aysén. Al mismo tiempo, fue pionero en la toma de fotografías aéreas en la zona de campo de Hielo Sur, que han sido de gran importancia para el levantamiento cartográfico de la zona, y en el uso de la fotografía en color, de acuerdo a las más modernas tecnologías de la época. Sus películas, por otro lado, constituyen un legado de un valor incalculable, puesto que son los primeros y únicos registros cinematográficos de los pueblos magallánicos y de la región en general.

Por lo pronto, este libro “Lago Nahuel Huapi” del cual no tengo muchas referencias —a excepción de una mención en la página de la Librería Anticuaria Helena de Buenos Aires que lo tiene como vendido en su catálogo y que entre su descripción dice que circa 1930, que mide 23,8 x 17,5 cm. Sin paginar. Completo. Encuadernación en cartoné original, apaisado. Raro— es una de los grandes tesoros que uno puede encontrar a precio de saldo en las librerías de Buenos Aires. 

martes, 13 de septiembre de 2016

REFLEXIONES COMPARTIDAS

¿LA MUERTE DEL ORIGINAL ES EL TRIUNFO DE LA VIDA?

Hoy la realidad existe para ser reproducida, o más bien es una copia de originales a los que no tenemos acceso, Esta es una afirmación que los hechos hacen día a día más “real”. Nuestra vida cotidiana parece desarrollarse en el mundo cambiante, corrupto, de las opiniones que Platón oponía al resto de las ideas o esencias, de los arquetipos ajenos al devenir, inmutables y perfectos. Esto es más claro en el ámbito de la cultura.

Una pintura del Renacimiento fue creada como objeto único destinado a ser exhibido en el salón de una corte, en un palacio, en la villa de un mecenas. Pero era única y el goce que ella deparaba estaba ligado a ese carácter único. Ese concepto de exclusividad de la obra artística no variaba ni siquiera en las obras de reproducción como los grabados. La gente se enfrentaba a ellas con la misma actitud que al óleo “irreproducible” que se encontraba en la casa de un señor. 

El hecho de que hoy se hayan difundido hasta el hartazgo imágenes como las de la Gioconda, o los autorretratos de Van Gogh, hace que los originales, curiosamente, hayan perdido su condición de tales. La Gioconda ya no es el cuadro que admiramos en el Louvre, sino el retrato que apreciamos en una enciclopedia. Los originales tienen validez no por la experiencia estética que deparan, sino por ser prueba de su existencia real. El original tiene entonces un carácter meramente teórico. Antes su valor residía en su historicidad, en el hecho de que era único y que por lo tanto se encontraba en un lugar determinado y solo era visible para los que llegaban allí. Hoy solo tiene valor como obra reproducible. Hasta el punto de que ciertos originales que corren el peligro de deteriorarse si son exhibidos en condiciones normales, son retirados de su exposición en museos para guardarse celosamente en refugios a los que ningún ser humano tiene acceso. Solo se muestran las casi perfectas reproducciones. Y cuando se tiene la oportunidad de juzgar el original, este es, en verdad, una “reproducción” más fiel, mejorada del “verdadero original” que están en nuestra casa.

La historicidad ha sido abolida por los medios de reproducción. Si el ser humano se apasiona por ellos, y no solo por lo que reproducen, esto se debe a que estos medios le permiten superar su mortalidad. 

La magnífica metáfora de “La invención de Morel”, de Bioy Casares, muestra a un hombre que fabrica un mundo irreal, ficticio, fruto de la proyección de complejas maquinarias. Este mecanismo le asegura la eternidad de un amor, de una mirada deseada, de un ser desaparecido, convertidos en sombras alucinantes. Solo en la medida en que los originales sean relegados, más aún, desaparezcan, la muerte será vencida.

En los originales palpita una vida trágica que esconde la aniquilación. En las reproducciones se asiste al despliegue de la fantasía, de la imaginación irresponsable que no tiene límites humanos, porque todo puede repetirse, volver atrás, ser reemplazado, como en la cinta de un grabador manejado por un botón.

Para Platón, las ideas eran lo único real, los arquetipos de este mundo de apariencia en el que nos movemos. Hoy, la civilización parece haber optado por una óptica platónica muy peculiar. Estamos inmersos en un universo de copias. Lo que antes era real, hoy no es sino la ruina de una época pretérita, un suntuoso recuerdo, al que aluden todas las reproducciones. Pero aquellas ideas, de las que derivan sus imitaciones, son paradójicamente históricas, temporales, perecederas. Y lo único inmortal, atemporal, es la reproducción. Se trata de un platonismo invertido. Si uno considera, entonces, los términos del problema, advierte que para vencer a la muerte hay que derrotar también a la vida y dar un paso más allá hacia su suerte de existencia tan distinta que la palabra “tragedia” no tenga sentido. En ese nuevo espacio conquistado por el hombre, todo será canjeable, igual, monótono, autosuficiente, espléndida mirada de los dioses, condenados a la eternidad.

Hugo Beccacece