¿LA MUERTE DEL ORIGINAL ES EL TRIUNFO DE LA VIDA?
Hoy la realidad existe
para ser reproducida, o más bien es una copia de originales a los que no
tenemos acceso, Esta es una afirmación que los hechos hacen día a día más
“real”. Nuestra vida cotidiana parece desarrollarse en el mundo cambiante,
corrupto, de las opiniones que Platón oponía al resto de las ideas o esencias,
de los arquetipos ajenos al devenir, inmutables y perfectos. Esto es más claro
en el ámbito de la cultura.
Una pintura del
Renacimiento fue creada como objeto único destinado a ser exhibido en el salón
de una corte, en un palacio, en la villa de un mecenas. Pero era única y el
goce que ella deparaba estaba ligado a ese carácter único. Ese concepto de
exclusividad de la obra artística no variaba ni siquiera en las obras de
reproducción como los grabados. La gente se enfrentaba a ellas con la misma
actitud que al óleo “irreproducible” que se encontraba en la casa de un señor.
El hecho de que hoy se hayan difundido hasta el hartazgo imágenes como las de
la Gioconda, o los autorretratos de Van Gogh, hace que los originales,
curiosamente, hayan perdido su condición de tales. La Gioconda ya no es el
cuadro que admiramos en el Louvre, sino el retrato que apreciamos en una
enciclopedia. Los originales tienen validez no por la experiencia estética que
deparan, sino por ser prueba de su existencia real. El original tiene entonces
un carácter meramente teórico. Antes su valor residía en su historicidad, en el
hecho de que era único y que por lo tanto se encontraba en un lugar determinado
y solo era visible para los que llegaban allí. Hoy solo tiene valor como obra
reproducible. Hasta el punto de que ciertos originales que corren el peligro de
deteriorarse si son exhibidos en condiciones normales, son retirados de su
exposición en museos para guardarse celosamente en refugios a los que ningún
ser humano tiene acceso. Solo se muestran las casi perfectas reproducciones. Y
cuando se tiene la oportunidad de juzgar el original, este es, en verdad, una
“reproducción” más fiel, mejorada del “verdadero original” que están en nuestra
casa.
La historicidad ha sido
abolida por los medios de reproducción. Si el ser humano se apasiona por ellos,
y no solo por lo que reproducen, esto se debe a que estos medios le permiten
superar su mortalidad.
La magnífica metáfora de “La invención de Morel”, de
Bioy Casares, muestra a un hombre que fabrica un mundo irreal, ficticio, fruto
de la proyección de complejas maquinarias. Este mecanismo le asegura la
eternidad de un amor, de una mirada deseada, de un ser desaparecido,
convertidos en sombras alucinantes. Solo en la medida en que los originales
sean relegados, más aún, desaparezcan, la muerte será vencida.
En los originales
palpita una vida trágica que esconde la aniquilación. En las reproducciones se
asiste al despliegue de la fantasía, de la imaginación irresponsable que no
tiene límites humanos, porque todo puede repetirse, volver atrás, ser reemplazado,
como en la cinta de un grabador manejado por un botón.
Para Platón, las ideas
eran lo único real, los arquetipos de este mundo de apariencia en el que nos
movemos. Hoy, la civilización parece haber optado por una óptica platónica muy
peculiar. Estamos inmersos en un universo de copias. Lo que antes era real, hoy
no es sino la ruina de una época pretérita, un suntuoso recuerdo, al que aluden
todas las reproducciones. Pero aquellas ideas, de las que derivan sus
imitaciones, son paradójicamente históricas, temporales, perecederas. Y lo
único inmortal, atemporal, es la reproducción. Se trata de un platonismo
invertido. Si uno considera, entonces, los términos del problema, advierte que
para vencer a la muerte hay que derrotar también a la vida y dar un paso más
allá hacia su suerte de existencia tan distinta que la palabra “tragedia” no
tenga sentido. En ese nuevo espacio conquistado por el hombre, todo será
canjeable, igual, monótono, autosuficiente, espléndida mirada de los dioses,
condenados a la eternidad.
Hugo Beccacece