lunes, 9 de julio de 2018

HUELLAS DE TINTA, HUELLAS DE LUZ


Se dice que una imagen vale más que mil palabras. También es cierto, por contraposición, que una palabra puede evocar mil imágenes. De una u otra manera, palabra e imagen nunca son contrarias sino que se retroalimentan. No se trata simplemente de que las palabras contradigan a las imágenes y viceversa, sino de que las mismas identidades de las palabras y las imágenes, de lo decible y de lo visible, comienzen a parpadear y a confundirse en la composición, siempre y cuando se considere la esencia de ambos lenguajes expresivos como únicos y complementarios.

Cuando escribimos, imaginamos. No hay manera de pensar un mundo sin imagen, por más abstracta que sea, por más inaprensible o caótica, por más oscura o sensorial que pueda parecernos. Siempre estamos atados a un color, a una forma. Hasta las sensaciones son cálidas o frías, como los colores. 

Hasta las emociones poseen bordes suaves o filosos, como las formas. Y el arte poético desborda de sensaciones; emociones, es decir de colores, formas y una amplia gama de recursos que pueden sublimar en una imagen; imagen que se abandona a sí misma para convertirse en un mundo de percepciones.

Pierre Reverdy en su “Image Poétique” (1948) dice que: no hay imágenes en la naturaleza. Únicamente hay imágenes en la conciencia que se tiene de ella. La imagen es lo propio del ser humano. El contenido normal del pensamiento es abstracto, informe y vaporoso. La operación mediante la cual se constituye la imagen consiste en un acto de atención voluntaria. El poeta, el espíritu del poeta, es una verdadera fábrica de imágenes.

La poesía es lenguaje y los poemas, ya sean enunciados oralmente o escritos en hojas de papel, están compuestos de palabras. Ellas, a su vez, describen imágenes. La poesía necesita su sonoridad, es decir es en la medida en que se escuche, que se advierta su ritmo, su eco. Pero también es cuando se ven sus palabras. La fotografía no hace más que poner en evidencia (revelar) ese ritmo, ese eco.

Así como la imagen fotográfica es un espacio de tiempo detenido, un índice, una fracción, una porción de unidad, la poesía, a través de las palabras, es también un fragmento de espacio detenido. 

El poeta no hace sino congelar un estado de ánimo, una revelación, una epifanía, un secreto o simplemente un amor esquivo y en ambos casos, tanto el fotógrafo como el poeta, lo hace en perfecto silencio. Por eso entre imagen y palabra existe una alianza de tránsito. Ambos tienen la misma función: la permanencia de la impermanencia, es decir la de resguardar reminiscencias del pasado en el presente para que trasciendan en el futuro.

A través de estas diez obras poéticas, tuve el desafío de tratar de lograr eso: deconstruir un sentido literario en uno visual. Fueron diez obras que si bien hablaban por sí solas (la poesía no necesita explicación alguna) exponerlas para la contemplación visual (no solo mental) fue un juego en el que la técnica tuvo un papel menos importante que la intuición.

Porque de eso se trataba, de la intuición, de dejarme llevar por el ritmo y el movimiento del poema. 

La escritora Hanni Ossot decía que: el mar, el movimiento de las olas y sus ruidos son como la poesía. Y en ese vaivén había que dejarse mecer para capturar una imagen que acompañara esa oscilación poética.

Es por eso que los poemas que integran esta Antología fueron el germen y la chispa alquímica que detonó esta secuencia de imágenes. Porque el foco del poeta es eso: poner en foco no solo una idea a través de la palabra, sino una idea a través de la imagen. Porque si como dijo Susan Sontag la fotografía es, antes que nada, una manera de mirar; la poesía es, antes que nada, una manera de sentir.

Miguel Ángel Silva

(Prólogo de El foco del poeta, Antología digital) 
Idea, Diseño y Edición: Corina Vanda Matterazi, para De Amor Locura y Muerte. 
Jurado de Poemas: Bea Lunazzi
Fotógrafo: Miguel A Silva