Se dice que una imagen
vale más que mil palabras. También es cierto, por contraposición, que una
palabra puede evocar mil imágenes. De una u otra manera, palabra e imagen nunca
son contrarias sino que se retroalimentan. No se trata simplemente de que las
palabras contradigan a las imágenes y viceversa, sino de que las mismas
identidades de las palabras y las imágenes, de lo decible y de lo visible,
comienzen a parpadear y a confundirse en la composición, siempre y cuando se
considere la esencia de ambos lenguajes expresivos como únicos y
complementarios.
Cuando escribimos,
imaginamos. No hay manera de pensar un mundo sin imagen, por más abstracta que
sea, por más inaprensible o caótica, por más oscura o sensorial que pueda
parecernos. Siempre estamos atados a un color, a una forma. Hasta las
sensaciones son cálidas o frías, como los colores.
Hasta las emociones poseen
bordes suaves o filosos, como las formas. Y el arte poético desborda de
sensaciones; emociones, es decir de colores, formas y una amplia gama de
recursos que pueden sublimar en una imagen; imagen que se abandona a sí misma
para convertirse en un mundo de percepciones.
Pierre Reverdy en su
“Image Poétique” (1948) dice que: no hay
imágenes en la naturaleza. Únicamente hay imágenes en la conciencia que se
tiene de ella. La imagen es lo propio del ser humano. El contenido normal del
pensamiento es abstracto, informe y vaporoso. La operación mediante la cual se
constituye la imagen consiste en un acto de atención voluntaria. El poeta, el
espíritu del poeta, es una verdadera fábrica de imágenes.
La poesía es lenguaje y
los poemas, ya sean enunciados oralmente o escritos en hojas de papel, están
compuestos de palabras. Ellas, a su vez, describen imágenes. La poesía necesita
su sonoridad, es decir es en la
medida en que se escuche, que se advierta su ritmo, su eco. Pero también es cuando se ven sus palabras. La fotografía no hace más que poner en evidencia
(revelar) ese ritmo, ese eco.
Así como la imagen
fotográfica es un espacio de tiempo detenido, un índice, una fracción, una
porción de unidad, la poesía, a través de las palabras, es también un fragmento
de espacio detenido.
El poeta no hace sino congelar un estado de ánimo, una
revelación, una epifanía, un secreto o simplemente un amor esquivo y en ambos
casos, tanto el fotógrafo como el poeta, lo hace en perfecto silencio. Por eso entre
imagen y palabra existe una alianza de tránsito. Ambos tienen la misma función:
la permanencia de la impermanencia, es decir la de resguardar reminiscencias
del pasado en el presente para que trasciendan en el futuro.
A través de estas diez
obras poéticas, tuve el desafío de tratar de lograr eso: deconstruir un sentido
literario en uno visual. Fueron diez obras que si bien hablaban por sí solas
(la poesía no necesita explicación alguna) exponerlas para la contemplación
visual (no solo mental) fue un juego en el que la técnica tuvo un papel menos
importante que la intuición.
Porque de eso se trataba,
de la intuición, de dejarme llevar por el ritmo y el movimiento del poema.
La
escritora Hanni Ossot decía que: el mar,
el movimiento de las olas y sus ruidos son como la poesía. Y en ese vaivén
había que dejarse mecer para capturar una imagen que acompañara esa oscilación
poética.
Es por eso que los
poemas que integran esta Antología fueron el germen y la chispa alquímica que
detonó esta secuencia de imágenes. Porque el foco del poeta es eso: poner en
foco no solo una idea a través de la palabra, sino una idea a través de la
imagen. Porque si como dijo Susan Sontag la fotografía es, antes que nada, una
manera de mirar; la poesía es, antes que nada, una manera de sentir.
Miguel Ángel Silva
(Prólogo de El foco del poeta, Antología digital)
Idea, Diseño y Edición: Corina Vanda Matterazi, para De Amor Locura y Muerte.
Jurado de Poemas: Bea Lunazzi
Fotógrafo: Miguel A Silva
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