Últimamente, la narrativa no
ficcional parece estar de moda. Si bien no es un género nuevo —su
origen data de la década del ´50, momento en que el periodismo encontró una
nueva manera de narrar los hechos— este híbrido entre ensayo periodístico o
historia novelada, va ocupando el centro de la escena de manera cíclica.
Hay coyunturas
que ayudan a este proceso, desplazando por breves períodos a la novela de
ficción. Y no es casual que, así como la ficción fue producto de una burguesía
en ascenso con más tiempo para dedicar al ocio —y a la lectura—, la no ficción aparece
cuando el estado de bienestar se resquebraja y la denuncia —en todas sus
formas— se vuelca al libro como medio de investigación y difusión de lo mal que
están las cosas.
Así como los géneros
tienen su propia estructura, la no ficción también: la narración fragmentada,
el cruce de la oralidad y la literatura, el encuentro, el pasaje y la
contaminación de materiales documentales, la letra del otro injertada en la
escritura, la polifonía, la historia como entrecruzamiento de múltiples
historias, etc.
Pero no todos adhieren a estas variables, y aquí se enfrentan dos
corrientes: la de novela testimonio —con una visión totalmente objetiva— y otra
que apuesta hacia la ambigüedad, hacia una voz narrativa más personal.
El estadounidense
Tom Wolfe, por ejemplo, era partidario de un periodismo que pudiera ser leído
como una novela, empleando técnicas narrativas para hacer un periodismo
literario. Hay otros, más puristas, que desdeñan esta mirada y se ciñen al dato
duro, al testimonio de primera mano y a la confrontación de documentos que no
dejan lugar a la duda o al vuelo poético.
Es el caso de Gabriel García
Márquez, quien en su momento dijo: en la
narrativa de no ficción hay que cumplir con los preceptos del periodismo, con
sus concepciones de verdad y de realidad, su función de informar, su rechazo a
la invención y sus prácticas de chequeo exhaustivo.
Claro que hoy por hoy, suena
un poco anacrónico. Actualmente, el límite entre la realidad y la ficción no
parece ser tan claro. Aunque hay grandes escritores que comulgan la idea de
García Márquez, lo cierto es que la ficción es parte indisoluble de la realidad.
Incluso, más de lo que creemos. Las nuevas ideas filosóficas sobre lo real van en esa dirección: nada es lo que parece. Y eso
influye en toda disciplina artística.
La primera obra
considerada como no ficcional es “Operación Masacre”, aunque a nivel mundial se
considera que “A sangre fría” fue primera en cumplir con los requisitos. Más
allá de esta cuestión cronológica, lo cierto es que en ambos casos, un hecho criminal
es llevado a la ficción por el talento de dos narradores extraordinarios:
Rodolfo Walsh, en el primer caso y Truman Capote, en el segundo.
Cabe aclarar
que, aún en textos que se proclaman los más objetivos posibles, el mero recorte
de la información, el elegir qué incorporar y qué dejar de lado, ya indica la
subjetividad del autor.
Como dice Sonia
Cristoff en el prólogo a su libro “Falsa calma” —que narra la ola de suicidios ocurridos
en Santa Cruz—, en la selección, en el
trabajo de investigación se abren inmensas posibilidades artísticas. Hay
ficción entonces en el documental cinematográfico, del mismo modo en que hay
ficción en la narrativa de no ficción, por paradójico que suene, lo que a su
vez remarca el carácter subjetivo de las verdades hipotetizadas y el carácter
artístico de la construcción. Como vemos, Cristoff está en sintonía con Tom
Wolfe y no con García Márquez.
Es así que la
no-ficción —o Nuevo Periodismo, como se llamó en su momento— es una de las
tantas versiones de una serie de sucesos que un escritor presenta como ensayo,
novela histórica, crónica o cualquiera de las tantas formas en que puede
hibridar un texto.
Mientras tanto, y
aunque nos parezca mentira, debemos acostumbrarnos a que la realidad que vemos no
es tan real como creemos.
Columna aparecida en la
edición N°23 (Azul) de la Revista Qu (Agosto 2018).
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