jueves, 7 de junio de 2012

LA PUERTA


Recién a los diez minutos de entrar en el departamento de improviso y después de mirar a Irene de arriba abajo, José se atrevió a preguntar.
—¿Qué hay detrás de esa puerta?
—Nada que quieras saber —le respondió ella sin siquiera mirarlo a los ojos.
Entonces él rodeó la mesa, nervioso, impaciente, con el cigarrillo en una mano chisporroteando fuego y furia. La otra mano se abría y cerraba convirtiéndose en un golpe o en un cachetazo. Sólo era cuestión de segundos saber en qué punto iba a detenerse. Como el juego de piedra, papel o tijera. Golpe o cachetazo, golpe o cachetazo, golpe o…
 —Además, no creo que sea un buen momento para discutir nada. Quiero que te vayas, estás demasiado nervioso.
—¡No me voy a ir hasta que me digas qué escondiste tan rápido en el armario cuando entré—dijo usando el cigarrillo como un puntero incandescente.
Ella se levantó acomodándose la minifalda, dejando su posición pasiva, mientras el delineador se corría hacia abajo en una línea oscura. Le tiró la llave sobre la mesa.   
—No tenés más que ir y abrirla.
Sintió un atisbo de burla, quizás de desafío, y eso lo enfureció aún más.
—No vas a decírmelo, ¿no?, tengo que ir y abrirlo yo.
—Es lo que dije.
Él sabía que no podía hacerlo, que le era imposible hacerlo. En ese simple acto se podría desmoronar toda su vida como un castillo de arena, por lo que siguió rodeando la mesa como poseído, aguijoneado por los ojos de esa mujer, que ahora, encima, lo provocaba.
—¿A qué tenés miedo? —le siseó ella sin sacarle la vista de encima.
—¡Vos tenés miedo de que descubra lo que hay ahí adentro!
—Yo no dije eso, dije que no te gustaría saberlo.
Dejó de dar vueltas, agarró las llaves de la mesa y se paró frente al armario. Se quedó mirándolo. La hoja de madera barnizada parecía despedir, a través de sus nudos circulares, un olor a flores dulces, a perfumes encerrados, a sexo consumado.
Introdujo la llave en la cerradura, le dio dos vueltas, apoyó la mano en el picaporte y cerró los ojos por diez segundos. De golpe apartó la mano tan rápido como si lo hubiese picado una víbora. Entonces se dio media vuelta, aliviado, y volvió a girar en círculos alrededor de la mesa.
Ella encendió un cigarrillo y comprobó con desagrado cómo la media negra de su pierna izquierda se había corrido en una línea recta que dejaba traslucir la blancura de su piel.
—José, tenés que irte.
—¡¡No!! —gritó— ¡no me voy a ir hasta que me digas qué escondiste tan rápido en ese armario cuando yo entré!
—No querés saberlo.
La puerta del armario seguían estando allí, al alcance de su mano, y se le ocurrió  la posibilidad que estuviera vacío, pero ¿y si no lo estaba? ¿Si había algo que le dolería ver? Esa posibilidad le resultaba perturbadora y no quería pensar qué es lo que podría ocurrir a continuación.
Ella se levantó, se dirigió a la ventana y le dio la espalda. Las agujas de sus tacos vibraban con el paso del subte que pasaba decenas de metros por debajo.
A José el no saber qué hacer lo estaba enloqueciendo. Podría tomarla del cuello, ese cuello que ahora estaba asomándose por el balcón, y estrangularla ahí mismo. No sería nada difícil, terminar con todo, pero pensó en otra posibilidad: irse a algún bar cercano y emborracharse, pero, ¿era eso posible? ¿Sería tan cobarde de irse y continuar al día siguiente cómo si nada hubiera pasado? ¿O se armaría de coraje y abriría de una buena vez esa puerta?
Irene seguía fumando su cigarrillo mentolado y entonces empezó a contar los pocos autos que se deslizaban por la calle a las tres de la mañana; una manera práctica de demostrar que ya nada importaba.
Llegó a contar ocho autos: uno rojo, uno blanco y una larga hilera de autos negros.