viernes, 21 de noviembre de 2014

INSOSLAYABLES

Cuando uno habla de clásicos se refiere específicamente a esas obras que marcaron una época, un lugar o un tiempo. Como dijo Ítalo Calvino: “Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual”. Para ser clásico, en cualquier disciplina del arte, la obra tiene que transitar siglos sin envejecer, sin perder brillo, inalterable en esa originalidad y, agregaría como condición extrema, que lograse romper con los moldes establecidos y crear una nueva estética. Muchas obras, que fueron incomprendidas en su momento, hoy son veneradas como santos griales. Le pasó a Las flores del mal de Baudelaire, a Lolita de Nabokov e incluso a ese monumento literario como lo es el Ulises de Joyce. En cuanto a la literatura existen muchos libros clásicos, pero ¿cuál abordar? En esta columna nos referiremos a los que se consideran fundacionales, es decir, aquellos que fueron pioneros de una nueva corriente que luego se desparramó y arrastró a cientos de autores que tomaron el nuevo paradigma como modelo. Un ejemplo claro es Edgar A. Poe. Este escritor de Baltimore es un clásico en todo sentido. ¿Quién podría discutir su influencia en autores tan disímiles como Cortázar, Borges, Castillo, por nombrar solo a autores argentinos? Pero Poe es también clásico en el sentido fundacional porque creó lo que se considera el primer cuento del género policial. Más allá de todos los terrores góticos que vinieron después de su afiebrada pluma, Poe, nos brindó una historia sangrienta en el que aparecen, por primera vez, el detective lógico y el método deductivo. Auguste Dupin, en Los crímenes de la calle Morgue (¿alguien alguna vez puso atención al nombre de la calle? todo un indicio, diría Dupin), propone un técnica de investigación que choca contra los propios procedimientos que utilizaba la policía en esos momentos y los deja, vale la pena mencionar, en ridículo. A partir de entonces vinieron infinidad de personajes inolvidables como Sherlock Holmes de Doyle, Hércules Poirot de Agatha Christie, el Padre Brown de Chesterton y una larga serie de detectives que luego desembocaría en otra corriente policial —la que se metía en los sórdidos paisajes de una sociedad en decadencia— que se llamó novela negra, pero ésa es otra historia. No solamente en esto Poe fue original también creó lo que luego pasó a llamarse  el misterio del cuarto cerrado. El planteo de un asesinato en un recinto en donde nadie puede salir ni entrar fue llevado hasta sus últimas consecuencias en libros como El misterio del cuarto amarillo de Gastón Leroux o Eran diez indiecitos de Agatha Christie. La versión de Christie era menos claustrofóbica, pero no por eso menos intimidante —una isla, vista desde afuera, es casi como un cuarto cerrado para el que lo mira desde el continente—. Luego de esto, el mismo Poe, escribió los dos cuentos que siguieron en la nueva avanzada narrativa: El misterio de Marie Roget y La carta robada, ambos protagonizados por el mismo detective Dupin.
Como en todo génesis, el surgimiento de una nueva narrativa provoca un deslumbramiento, un nuevo horizonte a conquistar.  Pioneros. Vanguardistas. Provocadores. De eso se trata.

(Artículo aparecido en la Revista Qu Literatura Número 11. Septiembre 2014)

miércoles, 12 de noviembre de 2014

EL FENÓMENO KNAUSGÄRD



A propósito de la edición en español del segundo tomo de la saga de seis libros llamada “Mi lucha” —título ya de por sí polémico por las connotaciones sociopolíticas que trae aparejado— del escritor noruego Karl Ove Knausgärd (1968), convendría detenernos en su anterior libro: “La muerte del padre”, editado por Editorial Anagrama en el año 2012 y que fue el inicio de este especie de boom editorial. Cabe destacar que la obra de Knausgärd ya fue editada en forma completa en Noruega y en Estados Unidos acaba de aterrizar el tercer tomo traducido al inglés. Acá habrá que esperar, por lo menos, hasta el año que viene para seguir las peripecias de este nuevo héroe de la cotidianeidad.
Algunos llaman a esta nueva variante del relato autobiográfico “eximidad”, es decir, dejar de lado el mundo íntimo y exteriorizarlo hasta la saciedad. Dejar al descubierto todos los secretos, confesables o no, que pertenecen al mundo privado y exponerlo a la mirada del otro. No hace falta espiar a través del ojo de la cerradura, todo se encuentra en una vitrina iluminada en medio de la sala. ¿Qué es lo que intenta Knausgärd con esta cartografía desmesurada sobre su vida? ¿Un ensayo, una divagación?
El escritor Rodolfo Rabanal en su libro “El roce de Dante” (2008) argumenta que “el ensayo es una obra literaria ligera y provisional, una especie de monólogo o de conversación sin contertulio visible aunque implícito en el anhelo de quién escribe, éste sería el pariente vagabundo y divergente, aunque atento, de los otros géneros entre los que transita y a los que frecuenta”. Knausgärd hace eso de una manera clara: su primer libro es un monólogo intenso consigo mismo pero también dirigido al lector que está del otro lado, hechizado por las ínfimas acciones que realizan los protagonistas.
Por otro lado, una divagación implica desvíos, digresiones, rodeos, aunque no necesariamente imprecisiones ni adhesión alguna a cualquier tipo de vaguedad confortable. Si hay algo en los que el escritor noruego no hace es ser impreciso. Hay desvíos, hay digresiones, hay rodeos, pero todo detallado exhaustivamente como una radiografía obsesiva de la cosa más nimia, más mundana.
Un ejemplo de ello ocurre en la segunda parte del libro, en donde Knausgärd utiliza páginas y páginas para detallar la limpieza que realiza en la casa de su abuela para conmemorar allí el funeral de su padre. ¿En dónde está la fascinación de esto? Cabría preguntarse, entonces, en donde residía la fascinación de los cientos de televidentes que observaban diariamente la vida “privada” del protagonista de “El Show de Truman”, aquella provocativa e inquietante película de Peter Weir. Podría buscarse una analogía certera entre el guión de Andrew Niccol y la novela de Knausgärd. En ambos casos existe una coincidencia, un punto de contacto. La vida no está hecha de grandes epopeyas y heroicidades, parecen decirnos el guionista de aquel film y, de alguna manera, el protagonista de toda la saga familiar del escritor noruego. El estar ahí, en el momento en que ocurren las cosas más triviales nos conduce, en conjunto, a ser partícipe de la vida misma. El estar ahí, presenciándolo todo como si estuviésemos al lado del narrador, es lo que produce esa empatía difícil de igualar.
Han descrito a la novela de Karl Ove Knausgärd como adictiva, una pieza de hiperrealismo, el émulo de “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust y como una obra más real que la realidad. Cada una de estas afirmaciones puede ser correcta y, a la vez, algo pretenciosa. Lo que no puede soslayarse es lo que tiene de audaz.
“La muerte del padre” es la catarsis que hace el protagonista sobre un momento doloroso de su vida. Una relación paternal, contradictoria y problemática, que lo había marcado desde pequeño (en el libro el relato comienza a partir de los ocho años)  y que ventila sin ningún tipo de tapujos, sin ningún tipo de concesiones, sacando a luz su odio silencioso —de chico— y su vergüenza rencorosa—de grande— en un acto de valentía poco usual.
Cabe acotar que resulta  inconcebible que uno pueda recordar con lujo de detalles qué hacía a los ocho años desde que se levantaba de la cama para ir al colegio hasta que se acostaba hasta el otro día. En ese sentido el escritor apela al recuerdo fragmentario y lo recrea con su propia fantasía literaria. Por eso es conveniente discutir hasta qué punto esta saga de libros autorreferenciales es una realidad fotográfica o una ficción literaria. A Knausgärd eso no parece importarle demasiado. Lo dice claramente en la mitad del libro: “Lo que yo intentaba, y tal vez intentan todos los escritores, qué sé yo, era combatir la ficción con ficción. Lo que debía hacer era aceptar y animar lo existente, aceptar y animar el estado de las cosas, es decir, revolcarme en el mundo en lugar de buscar un camino para salir de él”.
El mundo, a través de su óptica, se volvió más intimista, más prosaico, quizás hasta menos imaginativo. Todo la rutina exasperante está ahí, delante de nuestros ojos: en un viaje en micro, en un viaje en avión, en la conversación anodina entre amigos de la infancia, en tomar cerveza con el hermano, pero, y aquí está el valor entre todas estas catálisis narrativas, también la alta emotividad que transpiran los pensamientos del yo poético de la novela.
El escritor noruego prepara el terreno como un artesano minimalista. Pasa de la pura intrascendencia a la epifanía más sublime en un abrir y cerrar de ojos. Y uno espera eso en cada página que va dando vuelta. Arrobados por esa cadencia narrativa, morosa y repetitiva, viene la revelación.
“Sensibilidad y fuerza de voluntad no combinan fácilmente”, dice en alguna parte. Por eso, luego de arduas descripciones, logradas con una  fuerza de voluntad inquebrantable aparece, sin anestesia, la angustia existencial. Podría ser la que se manifiesta a la edad de dieciséis años a través del amor adolescente que lo turba hasta límites sobrenaturales o el desgarro que le quema las entrañas por la muerte de su padre.
“Cada vez que me miraba yo estaba a punto de romperme en pedazos”, dice el pequeño Karl enamorado y uno sabe que lo piensa en forma literal; a esa edad todo parece estar desmoronándose continuamente. “¿A quién le importa la política cuando hay llamas ardiendo en su interior?”, continúa reflexionando en una reunión de la Juventud Obrera.
O, ya de adulto, cuando vuela para ir al entierro de su padre, narra: “Con la frente apoyada contra la ventanilla en el momento de detenerse el avión, al final de la pista de despegue y acelerar los motores ya en serio, me puse a llorar”.
Así y todo trata de reponerse. En definitiva su relación con su padre siempre había sido conflictiva y angustiante, y le había deseado la muerte desde que tenía uso de razón. Pero lo que viene a continuación nos retrata el mundo interno del protagonista y, de alguna manera, deja blanco sobre negro las propias emociones humanas: “Me recliné en el asiento y cerré los ojos. Pero me di cuenta que no había acabado de llorar. No había hecho más que empezar”.
Knausgärd nos reconstruye un mapa preciso, a su manera, y descarnado en donde lo humano es el andamiaje fundamental para mantener en pie semejante proeza literaria. ¿Naturalista? ¿Hiperrealista? ¿Ensayo? ¿Ficción? ¿Diario íntimo? Puede ser cada una de estas cosas. Hay obras literarias que no se dejan encasillar. Esta obra monumental es una de ellas. En el futuro, quizás, se cuente como uno de los experimentos más arriesgados de un autor casi desconocido. Pasó con Proust.
Hoy es necesario adentrarse en el mundo privado de Karl, como sucedía con la vida de Truman, para conocerlo y asimilarlo. Quizás aquí no sea tan invasivo y pornográfico como lo fue la ficción futurista de la película. De alguna manera vemos lo que el Karl ficcional nos muestra. ¿Todo? Nunca lo sabremos. Cabría rescatar este pensamiento que encontramos en su primer libro mientras esperamos la lectura del segundo: “Un hombre enamorado” (2014).
“En la historia del arte noruego la ruptura llegó con Munch, fue en sus cuadros en donde el ser humano llegó a ocupar todo el espacio por primera vez. Hasta la Ilustración, el ser humano estaba subordinado a lo divino, y en el Romanticismo el ser humano estaba subordinado al paisaje en el que estaba retratado, pero en Munch es justo al revés. Es como si lo humano devorase todo, lo convirtiera todo en suyo”.

Knausgärd logra hacer eso con sus libros, pone al ser humano en el centro del cuadro para que lo devoremos y nos dejemos devorar en una especie de antropofagia de común acuerdo. 

(Reseña publicada en el portal de periodismo cultural Leedor.com )