martes, 25 de octubre de 2016

A LA CARRERA


Cuando se me cae la billetera al suelo y la dejo atrás sin pensar en detenerme me doy cuenta de que el terror se había adueñado de mis movimientos. No pienso en la billetera, o mejor dicho sí pienso. Pienso en los trescientos pesos que tenía para pagar una cuenta atrasada, en el documento nuevo que había logrado sacar hacía solo un par de meses, en la infinidad de papelitos con direcciones y números de teléfonos. Pienso en la billetera como algo definitivamente perdido. Aprieto los dientes hasta hacerme doler la mandíbula y sigo corriendo. Me sofoca no solo la falta de aire sino la impotencia de abandonar algo que es mío. Pero no pienso en parar. Quiero llegar a la otra esquina, doblar sin mirar y rogar no tropezarme con nadie.

“¡Paráte hijo de puta”, escucho detrás de mí. A pocos metros. No sé cuántos son, solo quiero alejarme. Poner distancia en esa esquina salvadora que va agigantándose en cámara lenta. Cuando llego y giro a ciegas se abre otro mundo. Más amplio, con más cuadras de las que podría soportar corriendo a este ritmo enloquecido. Escucho las puteadas atrás. Parece que alguno se cayó en la esquina. Se me dibuja una risa de loco. No puedo reírme en esta situación, pienso. Si me agarran me van a hacer mierda, hasta que logren sacarme la confesión de donde tengo escondido los fierros que robamos hace unos días, y ese pensamiento no tiene nada de divertido. No pueden matarme, me consuelo. Pero la Mecha sabe. Sabe más de lo que tendría que saber. Yo se lo conté la noche en que me invitó a su casa para encamarse conmigo. Y en este momento no quiero averiguar cuán loco está el Indio. Tan loco como para matar a una vieja la semana pasada para afanarle la jubilación. Yo lo vi. Y él no sabe que lo vi o si no ya sería boleta. El chabón vive falopeado y podría usarme de escarmiento para los demás chupamedias que lo siguen a todos lados por miedo. Además le mojé la oreja mal con el asunto de la Mecha. 
Cruzo la calle sin mirar. En este barrio de mierda no existen los semáforos. No sé si es bueno o malo, yo solo pienso en correr. Un cascote rebota al lado mío. Alguien en la carrera logró agarrar una piedra y tirármela. Deben estar desesperados. El Indio principalmente. Agradezco que no estén armados. Sabía que esto iba a pasar. Me felicito por mi inteligencia en esconder los fierros. Otro pedazo de ladrillo me zumba el oído y pega en la puerta de vidrio de un negocio. El dueño que estaba afuera hace el amague de agarrarme y lo paso como alambre caído. Escucho los insultos y el ruido a vidrio pisoteado por los monos que vienen atrás. Esquivo un charco. Esquivo otro, sin tener noción de lo que hago. El siguiente lo piso justo en el medio y me salpico de barro. Es absurdo tratar de mantener las zapatillas limpias cuando tres tipos me corren para cagarme a trompadas. O para matarme. Me meto en una calle oscura. Los árboles pasan al lado mío como figuras borrosas. Me doy cuenta de eso cuando trato de mirar para atrás y me arrepiento cuando vuelvo a girar la cabeza hacia adelante, se me bambolea la vereda y casi me llevo por delante a un tipo que anda en bicicleta. Se me aparece de golpe, por querer mirar a los guachos que me corren. 
“Pelotudo”, le digo al de la bicicleta. Me mira como diciendo ¡qué hacés! “Pelotudo”, le vuelvo a decir a los gritos y para que me escuche bien, total, ya estoy lejos. Y con el grito me sale el jadeo. El poco aire que me quedaba se me fue en ese grito desaforado para no volver nunca más. No más gritos. Solo la carrera. Cruzar. Atropellar. Levantar polvo o barro según en donde pise. Salto el cordón de la próxima esquina y apoyo mal el piso. Se me dobla el talón. El dolor me acalambra la pierna y creo que ya no puedo seguir corriendo. Pero sigo. No sé cómo, pero sigo y no quiero mirar atrás. Salto una montaña de basura. Esquivo un perro sarnoso que me mira con un solo ojo; el otro lo tiene reventado. Lo esquivo para no rozarlo. Cruzo desesperado a la vereda de enfrente, para sorprenderlos. Un auto me frena a veinte centímetros de la pierna y por el impulso de la corrida no puedo parar y pego con el brazo el capot. El bocinazo me asusta más que la frenada.  No me caigo de pedo. La cabeza me empieza a latir. No, no ahora, que no me agarre la puta jaqueca ahora. Pienso en la Mecha. Pienso en mi viejo. Es raro porque murió hace mucho. Y nunca pienso en él. Se me cierra la garganta. Me acuerdo del Turco que está preso y las cosas empiezan a desaparecer de mi campo visual. La puta jaqueca. Hace rato que no me agarraba. Justo ahora. Dentro de poco todo se va a volver blanco. Brillante bajo este sol que me hace explotar la cara. Me empieza a doler el costado. Una vez me dijeron que lo que duele es el bazo. No me sirve de nada saberlo. Quiero estar con la Mecha. Se me cruzan los mates con tortilla que hace a la tarde y que yo como con tantas ganas. Las que no se venden; las que se salvan de los pasajeros del tren Belgrano que vuelven reventados a sus casas a las cinco de la tarde y compran esa rueda de harina para sus hijos. La Mecha se viene con las quemadas y duras, pero yo me las como igual y, aunque siempre se niega, yo se las pago. 
Doblo de golpe en la esquina. No tenía intención de hacerlo En realidad no pienso en nada. Solo en la Mecha, y en mi viejo. Y en la billetera que perdí. Otra vez hacer los trámites. Tengo el tobillo adormecido del dolor. Lo apoyo y parece que apoyo el hueso. Corro como un inválido. Veo un patrullero estacionado en la otra cuadra. Policías no. Si me ven me van a encerrar y aunque me salven de los hijos de puta que están atrás mío, encerrado no voy a poder cuidar a la Mecha, con su ojo negro por los golpes del Indio. ¡Hijo de puta! Cómo le podés pegar así. Se va a venir a vivir conmigo y ¡qué mierda! Que el Indio se la banque. Hace rato que la Mecha se quiere ir de su casa. 
Doblo en la otra esquina para zafar de la policía. Los otros también lo habrán visto. Seguro. Y habrán doblado como yo, que no doy más. En eso todo se ilumina con manchas blancas. La puta jaqueca. No puedo seguir corriendo así. Empiezo a trotar. Me duele el tobillo, me duele el costado, me duele la cabeza y se me aparecen  relámpagos de colores. Después va a venir un dolor insoportable en la frente y más tarde la náusea. Ya conozco todo el proceso. Pero sigo corriendo; ahora como puedo. Cuando doblo la próxima cuadra me sumerjo en una gran niebla resplandeciente que me ciega.  Y en el medio se me aparece la cara de la Mecha con su ojo violeta. Y más allá mi viejo. De golpe, atrás mío ya no escucho nada, ni gritos ni corridas. Me detengo exhausto. Doy vuelta la cabeza. Ya no me siguen. Una tregua ante tanta persecución frenética. Hasta que escucho el primer disparo. Sorpresivamente viene de adelante. Siento un desgarro en la pierna y una sensación cálida que me corre hasta los tobillos. El otro tirón me dobla el brazo hacia atrás y me corta la respiración. Hasta que las manchas claras y brillantes se van oscureciendo. Me mareo. Trastabillo. Me caigo. Me llegan las voces cada vez más cerca. Está más que claro. Alguien confesó en dónde había escondido los fierros. Pero eso ya no es importante. Mi viejo me sonríe y la Mecha, con su ojo violeta, me dice que todo va a estar bien. Que no la busque más, que me está esperando. ¿Adónde?, le pregunto. No me contesta. Solo sonríe y me tiende una mano que trato de alcanzar y que se vuelve humo entre mis dedos rojos de sangre. La veo elevarse y todo se oscurece. 
Por lo menos dejé de correr, y algo me dice que de ahora en más ya no va a ser necesario hacerlo.

jueves, 6 de octubre de 2016

REVISTA DE RELATOS QU NÚMERO 17

Editorial

Mientras estamos en proceso.

Esta vez me gustaría hablar no sobre el proceso de gestación de una obra literaria —cuyos vericuetos se me hacen subjetivos y diversos hasta lo insondable— sino de cómo nos sentimos durante ese proceso.
Es algo que sentimos todos los que nos proponemos escribir; dentro del universo conformado por nuestra minoría, me atrevo a decir que es un sentir universal. Corrijo: más que un sentir. Es más bien un desplazamiento de la vida—ese estar pero no estar, ese vaciamiento de sentido que sufre lo cotidiano, esa relativa automatización de las cosas del día a día, esa sensación continua de tener la mitad de la cabeza en el mundo ficcional y el alma entera allí —pero también, aunque suene paradójico, es uno de los estados de consciencia más agudo que puede alcanzar un ser humano. Nuestra conexión con el mundo circundante, con los otros y con nosotros mismos es firme, franca, perspicaz… en definitiva, consciente. Estamos más arraigados en lo real, más atentos. Y eso es porque estamos observando. Observando, tamizando, descartando y por fin tomando cualquier cosa que pueda serle funcional a nuestro mundo en construcción.

Entonces, un escritor en proceso está a merced de dos movimientos, huracanados y complementarios: está mirando para afuera y mirando para adentro con un afán similar a la obsesión. Así, es a la vez un “colgado” y un filósofo, un vagabundo y un cartógrafo, un inútil y un maestro.

Y en ese transcurso somos felices. Hay algo por lo que vivir. Algo más allá de todo lo demás, quiero decir: algo que nos parece de terrible, de suprema importancia (la responsabilidad que conlleva la creación, nada menos). En consecuencia, hay corrientes de adrenalina que nos zarandean cuando menos la esperamos. Hay risas y lágrimas aparentemente inmotivadas. Hay ceguera y hay sordera. Y solemos adoptar conductas extrañas: quedarnos petrificados frente a la senda peatonal por espacio de dos semáforos, salir corriendo de la ducha o garabatear lo urgente en una servilleta, deambular del dormitorio al living y del living a la cocina con un bloc en una mano y una birome en la otra, cavilantes, abstraídos.

Sí, somos profundamente felices mientras estamos en proceso. Felices e intensos.
Porque además está esa sensación… ¡ah! Esa sensación sublime que nos inunda cuando las palabras se dejan agarrar, cuando un puñado de frases encastran (la combinación justa entre infinitas combinaciones posibles).

¡Cuándo desentrañamos el verdadero ser de nuestros personajes! ¡Cuándo las ideas cierran en círculos perfectos! ¡Cuándo releemos lo que acabamos de escribir y nos parece escrito por alguien mucho más diestro que nosotros! Ah, sí, es una sensación maravillosa.

Bueno, los dejo. He cumplido con la editorial de esta edición, y me alegro, pues en este momento yo misma estoy en ´proceso. Así que si me permiten…eh…perdón ¿qué les estaba diciendo?
La Editora

Staff

El que tuvo la idea de hacer una revista literaria: Germán Chiodi

La que concretó la idea, que acá tiene que aparecer como propietaria y directora: María Staudenmann

La que edita, redacta, corrige y se enloquece con los programas de diseño: María Staudenmann

La que produce: Mirtha Caré

Las que ilustran la tapa y el interior: Malena Previtali/Melinhada Midori

Los que hacen las secciones especiales: Benjamín Diez - Julai - Eme Ce - Melinhada Midori - Miguel Ángel Silva - Marilú Cristian  - Sabartés - Mario Berardi - Javier Saverna - María E. Vázquez

El que maneja la difusión en Internet: Julio César Nicolai

Cantidad de ejemplares impresos y distribuidos: 1000