miércoles, 20 de enero de 2021

Insoslayables - Redes Sociales - Twitter


 “Una corta ráfaga de información intrascendente”. Así lo habían catalogado Jack, Noah, Glass, Bizz y Evan, estudiantes oriundos de San Francisco y sus creadores, a este microblogging que en un primer momento se llamó twtrr, un nombre por demás difícil de pronunciar pero que no era otra cosa que la onomatopeya del canto de un pájaro. Esa especie de gorjeo irreproducible, lejos de ser intrascendente, se convirtió en un arma discursiva que cada tanto provoca temblores políticos, terremotos financieros y sacudidas sentimentales.

El primer tweet fue lanzado al ciberespacio un 15 de Julio del 2006 a las 12:50 pm. y decía “Just setting my twtrr”, es decir, “solo configurando mi tweet”. A partir de entonces —como se verá más adelante las fechas y la hora exacta se harán muy importantes— cada “información intrascendente” se convirtió, en manos de artistas, deportistas, estrellas mediáticas y hasta de Jefes de Estado, en mensajes que podían traer consecuencias imprevisibles a nivel mundial. Es como si el mítico botón rojo de la Guerra Fría —que podía desencadenar una guerra nuclear— haya mutado a unas simples líneas de texto. ¿El poder de la palabra? Quizás...

Twitter vino a destronar a la que era la red social más importante del mundo: Facebook, y lo hizo a fuerza de la brevedad y la inmediatez. El lema: “lo bueno, si breve, dos veces bueno”, sería la contracara de las profusas maquinaciones textuales de los usuarios de Facebook. Si eso se cumplió o no es otra historia, pero lo que sí es cierto es que los mensajes de twitter se convirtieron en “armas de destrucción masiva”, llenas de denuncias cruzadas, de rumores y de provocaciones para dar cuenta ya no del día a día de un usuario —como sucedía en Facebook—, sino del hora a hora, del minuto a minuto y del segundo a segundo.

De pronto la rapidez y fugacidad de una realidad que va cambiando a nuestro alrededor de manera alarmante, hizo que twitter fuera la herramienta apropiada para estar en sintonía con esta vorágine en la que estamos inmersos. Solo hace falta un celular, una cuenta y, como si viviésemos en una gran maqueta virtual tipo matrix, comenzar a viralizar noticias, situaciones, momentos, trascendidos, estados anímicos, opiniones y hasta denuncias para que todos sean partícipes de lo que está ocurriendo en ese preciso instante. Hechos insoslayables de la globalización y la prisa por querer estar al día con lo último, que no significa que sea lo mejor, sino el simple hecho de mantenerse en la cresta de la ola virtual con un pájaro azul como tabla de surf.

Y como toda aplicación nueva en donde las palabras son parte de su sostén, la literatura no podía estar ausente. El desafío de su “corta ráfaga” de 140 caracteres movilizó a compactar las ideas, sintetizar la información y producir algunos asomos de literatura a la manera de los microrrelatos que se estaban haciendo cada vez más populares. Al punto que se han creado concursos literarios —hoy Twitter ha subido la cantidad de caracteres a 280— cuya característica es la brevedad. De hecho en las últimas ediciones de la Feria del Libro, se crearon concursos de Microficción para usuarios de Twitter. El último tuvo al género policial como disparador —nunca tan bien usado el término— para que los participantes dieran rienda suelta a su ingenio y creatividad.

Pero no todo tiene que concentrarse en 280 caracteres. Tal es el caso de los llamados “hilos” argumentales en donde una historia puede abarcar varios tweets, y no hablo de información coyuntural, tanto política, económica o de algún chismerío del show business, sino de verdaderos experimentos literarios. Tal es el caso del usuario Sixth Form Poet —aparente habitante de Sussex, Reino Unido—  quien en Junio del 2020 —para ejemplificar algo que sucedió hace poco tiempo— publicó diez tweets seguidos narrando una historia que tuvo millones de seguidores, quienes a su vez lo retuitearon a otros tantos miles. 

Comienza así: “Mi papá murió. El inicio clásico de un cuento divertido”. A partir de esta enigmática introducción, todo puede suceder, y de hecho sucede, ya que este inicio ambivalente desemboca en una increíble historia de amor. Sixth form poet —algo así como poeta de sexta forma— es uno de los tantos usuarios de Twitter que despliegan su talento en medio de tanta información, ya sea textual o visual, que tranquilamente podría pasar desapercibida.

A la manera de los milenarios haikus japoneses, los edificantes aforismos latinos o los refranes populares, los tweets se han convertido en un producto de nuestro tiempo: rápidos y furiosos. Con sus hashtags —etiquetas para seguir los temas del momento— que se transforman en los famosos trending topics, algo así como best sellers a nivel planetario; los que a su vez derivan en temas de conversación para todo aquellos que están pendientes de las redes sociales.

Y los que no, bueno, pueden optar por un buen libro de microrrelatos, un precioso artefacto que no requiere energía eléctrica ni una red de contactos para dejar volar la imaginación.

 (Artículo publicado en la revista Qu - Redes Sociales - Nro. 26)

Índice

–Foto de tapa, por Miguel Ángel Silva.
–Editorial, por María Staudenmann: “¿Qué está pasando?”, versos rimados en honor a la red del trino.
–Relatos: “Y los sueños…” (Natalia de Moliner); “Presente griego” (Mario Berardi), “La flor violácea del jacarandá” (Francisco Gorostiaga), ilustrado por Melinhada Midori.
–Insoslayables, por Miguel Ángel Silva: “Rápido y furioso”, sobre literatura y Twitter.
–Las cuestiones más vivas, por Benjamín Diez: “Galopes”, veinte tweets al hilo.
–La página de Baltasara: “Un exorcismo necesario y delirante”: Eme entrevista a David Muchnik, autor de Las Rotas.
–Doble central: “Estrellitas” (Macarena Moraña), ilustrado por Malena Previtali.
–Apuntes miopes, por Sabartés: “La guerra de los mundos”.
–Primera selección del Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea: “Sin rumbo” (Irene Díaz), “El grito” (Lorena Falcón), “Sinapsis” (Adriana Canestri).
–Poemas: “Giant Steps” (Santiago Ramos Córdoba), “Las flores lloran de noche” (Emmanuel Lorenzo), “Latidos sin corregir (Mirtha Caré).
–Opinología, por Eme: “Un pedacito de cielo”, sobre Alrededor de la jaula, de Haroldo Conti.
–Arte: Sin título, por Alejandro Bernero.
–Epílogo, por Sabartés: “280 formas de pedir lo mismo”, décima.

jueves, 14 de enero de 2021

Insoslayables - Redes Sociales - Instagram

 


Cuando pensamos en mundos distópicos —y más en estos tiempos en que estamos inmersos en un pandemia con visos de profecía autocumplida— se nos viene a la mente tres novelas emblemáticas que hoy por hoy ya son de lectura ineludible: 1984 de George Orwell, Un Mundo Feliz de Aldous Huxley y Farenheit 451 de Ray Bradbury. Pero también hay películas que aportan su granito de arena como Blade Runner, de Ridley Scott —basada en un libro de Philip K. Dick—, Mad Max, Matrix o la increíble Brazil, de Terry Gilliam que suman a lo literario su universo apocalíptico desde un soporte puramente visual.

No hay que escarbar mucho en estas obras para darnos cuenta de que todas tienen algo en común: el futuro del planeta se nos plantea como un mundo desolador, cruel, oscuro, autoritario, amargo, contaminado y a merced de todas las premisas más negativas que se nos pudiesen ocurrir.

Ahora bien, ¿en qué quedó ese futuro utópico que promulgaba Tomás Moro? Si bien, era más un ensayo filosófico que real, lo cierto es que el término utopía del escritor inglés quedó asociado como algo perfecto e inalcanzable; bello y paradisíaco; indoloro y libre. Un mundo en el que todos deseamos estar para vivir una vida plena y feliz. Un mundo con paisajes de ensueño, comidas sabrosas y abundantes, amaneceres y atardeceres de película —de película romántica, se entiende—, cuerpos perfectos y sonrisas diáfanas. Ese mundo sin tiempo y sin prisa existe y se llama Instagram. Un lugar virtual al que solo basta un toque en la pantalla del celular para sumergirnos de lleno en la contracara perfecta de lo que imaginaban Orwell, Huxley, Bradbury, entre otros, y darle un corte de manga a esas distopías siniestras y amenazantes.

Si bien las imágenes que vemos —y posteamos— son reales, que los paisajes existen y que nuestras sonrisas son verdaderas, este recorte de una realidad que no es tan colorida y brillante como parece, hace que por momentos todas las utopías sean esa otra realidad: la soñada, la perfecta, la deseada.

Instagram nació un 6 de Octubre del 2010 en San Francisco —lugar emblemático de la psicodelia y el Flower Power de finales de los ´60, lo que ya es todo un símbolo— de la mano de Kevin Systrom y Mike Krieger. Su misión: competir con las ya veteranas Facebook y Twitter desde una nueva aplicación centrada en brindar a sus usuarios la posibilidad de subir fotografías y videos con una serie de recursos —más de 40 filtros para darle el tono y color que uno desee— que las otras redes sociales no tenían.

De pronto el mundo virtual de Instagram se convirtió en ese paraíso perdido —del que alguna vez habló Milton (a nivel religioso) y Conan Doyle (a nivel literario) — en el que todos parecemos estar en eterno éxtasis. Y nada mejor que embellecernos y embellecer nuestro entorno para darle más verosimilitud a nuestras fantasías. Solo hace falta ver qué ocurre con nuestros recuerdos si le ponemos los filtros Paris, que proporciona un toque de brillo y tinte azulado; New York, que recrea un efecto de viñeta; Buenos Aires, que realza las luces; Melbourne, que disminuye la saturación y la suaviza; Oslo, que acentúa las sombras, y así con cada uno de ellos. Es decir, un mundo perfecto, o perfecto para la idea que imaginamos del lugar en el que queremos estar; un lugar que se replica a todos nuestros contactos y que como efecto secundario se viraliza alrededor de todo el planeta.

Pero no todas son bellas y placenteras imágenes de ensueño, hay también literatura en este mundo policromático. Si bien no está diseñado para eso, cada vez hay más usuarios que complementan las imágenes con textos —fragmentos de novelas, microcuentos y poesías, reflexiones, estados de ánimo y consejos terapéuticos— que enriquecen sobremanera esta aplicación hedonista. Así y todo, lejos está de Facebook y su mundo de kilométricas opiniones al por mayor o de Twitter y sus breves mensajes con denuncias varias. 

Instagram es la estética de la belleza en donde no hay lugar para lo grotesco y repulsivo. Una idea nada nueva, ya que desde el Renacimiento el ser humano optó por retratarse de una manera agradable a través de los diferentes pintores de la Corte.

Instagram es la hermana menor de Facebook y Twitter, pero la más intensa en cuanto a glamour. No están permitidas las malas noticias —no digo que no las haya, toda cara luminosa tiene su lado oscuro—, pero la apuesta es: estemos por un momento en el paraíso primigenio. Inundémonos de color, de luces de neón, de purpurina y fuegos artificiales. Por eso basta con darle a nuestra existencia un aumento en la vitalidad del color con un tinte dorado, alto contraste y una leve viñeta agregada a los bordes. Esto no lo digo yo, es el resultado que promete uno de los tantos filtros que brinda Instagram para que nuestra percepción de la realidad sea diferente. No hay nada de malo en ello, ¿o sí?

Artículo aparecido en la revista Qu Nro. 27 – Redes Sociales 

Contenido:

–Foto de tapa, por Miguel Ángel Silva.
–Editorial, por María Staudenmann: “¿Qué estás mirando?”.
–Arte: “Secreto” (Melinhada Midori), “Estación terminal” (Belén Lagutt).
–Relatos: “El irritador” (Fernando Sorrentino), “Básicos del vuelo” (María Staudenmann).
–Insoslayables, por Miguel Ángel Silva: “Utopía veintiuno”.
–Opinología, por Eme: “Detrás de bambalinas”, sobre Lo que me hizo Fernández, de María Staudenmann.
–Libros en pandemia: Carcaj, de Marcelo Filzmoser, En París son las once, de Francisca Mauas.
–Doble central: “El otro” (Enzo Maqueira), ilustrado por Malena Previtali.
–Apuntes miopes, por Sabartés: “La soledad imposible”.
–Poemas: “Los gemidos y el llanto” (Amanda Mares), Sin título (Luciana Prodan).
–Las cuestiones más vivas, por Benjamín Diez: “Extantánea”.
–Epílogo, por Sabartés: “Veo veo qué ves”, endecasílabos.

–Contratapa: “Qu es”, por integrantes y amigos de la revista.

sábado, 9 de enero de 2021

El lenguaje de las flores (Robert Sheckley). Fragmento de "En una tierra de colores claros".



“A primera hora de la tarde escuché de nuevo a las flores. (¡Qué frase tan descabellada!). Puedo entenderlas mejor que a los kaldorianos. La estructura del lenguaje es más sencilla. Las flores no dicen muchas cosas significativas, pero al menos puedo comprenderlas. Lo cual quizás demuestre que mi comprensión está en un nivel vegetativo. Esta vez tenían algo que decir al margen de las trivialidades de costumbre. Repito la charla textualmente, usando equivalentes terrestres para las diversas especies.

AZALEA A ROSA: ¿Te parece? Me siento pésimamente.

AZALEA: Luces increíblemente joven. ¿Qué ha sucedido?

ROSA: Bueno, es casi el momento de mi farqhar (Esto parece aludir a un importante cambio fisiológico). Es horrendo.

AZALEA: ¡Pero es excitante!

ROSA: (desdeñosamente): Supongo que sí, pero he sido tan feliz en este jardín.

AZALEA: Puedes volver cuando quieras.

ROSA: Nadie vuelve. ¿Te acuerdas de la lila? Juró que volvería por lo menos una vez, nos prometió contarnos cómo era.

AZALEA: Quizás venga.

ROSA: No, no vendrá. Lo haría si pudiera, pero sé que no puede.

SICOMORO: (interrumpiendo, hablando con una voz curiosamente aguda): ¡Eh!

ROSA: ¿Me llamabas a mí?

SICOMORO: Sí, a ti. Tienes miedo del farqhar, ¿verdad?

ROSA: Por supuesto. ¿Tú no?

SICOMORO: En absoluto. Tengo fe.

ROSA: ¿Fe en qué?

SICOMORO: Soy un adepto al culto de Nimosim, espíritu que habita en todas las criaturas con raíces.

AZALEA: (enfadada): ¿Y qué enseña tu fe?

SICOMORO: Los adeptos a Nimosim creemos que existe un espíritu divino en todos los vegetales. Creemos que después del farqhar vamos a un lugar llamado Lii, donde el suelo es transparente, el viento sopla siempre del sur, y no hay ratas que nos destruyan las raíces. Hay arroyos de agua cristalina en ese lugar, un agua nutritiva que nunca puede pudrirnos las hojas. En Lii se nos concede el don de crecimiento infinito sin fastidiar nunca al prójimo. Hay mucho más, pero el resto solo puedo revelarlo a un adepto.

ROSA: ¿Qué hermosa es tu religión!

AZALEA: ¡Qué disparate! Después del farqhar, te transformarás en leña, nada más.

SICOMORO: ¿Y mi espíritu?

AZALEA: Perecerá contigo, desaparecerás para no existir nunca más.

SICOMORO: No posees la verdad. Tu método consiste en pensar la peor posibilidad y luego expresarla, con la esperanza de que no se cumpla. Pero esa es solo la voz de tus temores, nada más.

AZALEA: Podría decirte más, pero creo que alguien oye nuestra conversación.

ROSA: ¿Cómo es posible? Estamos solas aquí.

AZALEA: Solas no. Hay una animal muy cerca de nosotras.

SICOMORO (soltando una carcajada): ¡Pero los animales no nos entienden! ¡Ni siquiera se entienden entre ellos! Es bien sabido que los animales no pueden poseer inteligencia.

AZALEA: Yo no estoy tan segura. Este animal…

ROSA: ¡Cualquier animal es igual a otro!

AZALEA: Tengo mis dudas. Preferiría esperar a que se haya ido.

ROSA: ¡Supersticiosa!

AZALEA: Querida, no creo en animales inteligentes, pero tengo miedo. Sí, y también les tengo lástima.

SICOMORO: ¿Por qué?

AZALEA: Por muchas razones. Pero ante todo por los problemas que sufrirán pronto.

ROSA: ¡Los animales no sienten dolor!

AZALEA: Tal vez no. Pero suponte que sí…

ROSA (sombríamente): Sí, sería terrible. Pronto soplarán los vientos nocturnos, y el mundo terminará.

AZALEA: ¡Vamos, no es tan terrible!

ROSA: Es bastante terrible. Ahora dormiré. Buenas noches.

AZALEA: Buenas noches.

SICOMORO: Buenas noches y gracias por esta charla encantadora.

De modo que aun entre las flores hay ateos y creyentes. Es bastante asombroso. A menos, desde luego, que yo lo haya imaginado todo. Eso también sería asombroso.

(Fragmento de "En una tierra de colores claros", Robert Sheckley, 1974). 

Ilustración: Luis Scafati para la Revista El Péndulo Nro, 2 

 

 

viernes, 11 de diciembre de 2020

Los Fragmentos I — La araña, de Clarice Lispector

 


"El fin de año se aproximaba. Las clases llegaban a su término y Virginia asistía a las lecciones sentada entre las haraganas. El coro de la escuela era escaso y trémulo, Virginia cantaba con los ojos entreabiertos sin escuchar su propia voz, los dedos se paseaban distraídos por la pared próxima. Sabía fingir un rostro concentrado mientras se ausentaba en un instante. A veces la maestra se unía al coro vigoroso, ardiente. Y a veces en un fugaz momento que restaba sonando largamente en el cuerpo las voces se unían en una línea llena y veloz, en una sorda vibración honda y tensa como si nacieran de la caverna hacia la luz. Virginia abría los ojos asombrada, el instante que seguía era nuevo y erizado, ella miraba el mundo de superficie lisa, el sol más pálido y alegre, los vestidos de las niñas con adornos blancos, rojos, las bocas abriéndose húmedas, vacilando en un hálito de luz. Alerta como para sorprender todas las cosas en la confesión de ese mismo momento, ella dirigía la cabeza, en un segundo, sin ninguna señal anterior, hacia un mueble —hacia el interior de la escuela— hacia los pies de las alumnas…En el cielo, por la ventana, nubes blancas se deshacían, corrían sueltas de aquel azul quieto. Los vidrios aislaban de la sala y del patio, brillando de luz cortante. Un cono de claridad iluminaba el torbellino de polvos que bailaban alucinadamente lentos…Virginia, despierta en el instante apresurado se volvía hacia atrás, suavemente para no destruir nada, y sí, allá estaba la ardiente mitad ardiendo viva bajo el calor del sol, mitad frescamente negra…muerta y sombría, un lago en la floresta. Virginia respiraba, el rostro móvil, suelto. Sin ver, no obstante podía sorprender el campo en sombra detrás de la escuela, los yuyos largos, vibrando nerviosos y verdes al viento. Un momento después, en una caída minúscula y silenciosa, las cosas se precipitaban en su verdadero color. La sala, el cielo, las niñas, se comunicaban entre sí con distancias ya marcadas, colores y sonidos fijos —el deslizar de una escena muchas veces ensayada—. Virginia comprendía confusa que todo había sido visto hacía muchos años. Para mirar de nuevo lo que ya viera y que ahora había huido como para siempre, intentaba comenzar por el final de la sensación: abría los ojos bien grandes de sorpresa. Pero en vano: ella no se equivocaría más y solamente vería la realidad. Se recogía. Ahora el haz de voces separábase en rayos frágiles y éstos se quebraban un instante antes de alcanzar el centro de los sonidos; también las otras cosas quedaban ahora flojas y ya nada más tocaba el punto vivo de sí mismo. Virginia se aquietaba durante el resto de la tarde, vaga, neblinosa, distante, levemente cansada como si en verdad hubiera sucedido algo. Había días así, en que ella comprendía muy bien y veía tanto que terminaba con una suave y atontada embriaguez, casi ansiosa, como si sus percepciones sin pensamientos se arrastraran en brillante y dulce torbellino para dónde, para dónde".

Fragmento de La araña, Clarice Lispector, 1946

Clarice Lispector definió a La araña como “un libro triste, un libro triste que me dio un enorme placer escribir”. Publicada en 1946, esta segunda novela confirma a la excepcional narradora que ya se había anunciado en su primer libro, Cerca del corazón salvaje.



jueves, 3 de diciembre de 2020

"TODO LO QUE SÉ SOBRE NOVELA NEGRA" SUBRAYADO (P. D. JAMES)

 


Aunque la narrativa detectivesca también puede, en los momentos culminantes, operar en el límite peligroso de las cosas, se diferencia de la literatura general y del grueso de las novelas de misterio en que presentan una estructura muy definida y se ajusta a unas convenciones establecidas. Lo que podemos esperar es un crimen misterioso, normalmente un asesinato, en torno al cual se centra todo; un círculo cerrado de sospechosos, todos ellos con móvil, medios y oportunidades para haberlo cometido; un detective, aficionado o profesional, que se aparece cual deidad vengadora para resolverlo; y, al final del libro, una solución a la que el lector debería poder llegar por deducción lógica a partir de las pistas introducidas en la novela mediante artificios engañosos pero sin olvidar las normas básicas del juego limpio.

Afirmar que uno puede escribir una buena novela ciñéndose a la disciplina de una estructura formal resulta tan necio como decir que un soneto no puede ser buena poesía porque debe tener catorce versos y ajustarse a una estricta secuencia métrica.

La narración oral es, por supuesto, un arte antiguo. Los cuentos donde se combinan la emoción con el misterio y que presentan un rompecabezas y la solución al mismo pueden encontrarse en la literatura y las leyendas antiguas, y cabe suponer que los narradores de historias de las tribus de nuestros antepasados más remotos ya los contaban alrededor de la hoguera.

Un hilo de la enredada madeja de la narrativa detectivesca se remonta al siglo XVIII y comprende las narraciones góticas de terror escritas por Ann Radcliffe y Matthew “el monje” Lewis. Esos novelistas góticos tenían como objetivo primordial cautivar a los lectores con historias de terror y las terribles desgracias de la heroína y, aunque sus libros comprendían puzles y enigmas, estaban más centrados en el terror que en el misterio.

Si buscamos los orígenes de la literatura detectivesca, la mayoría de los críticos están de acuerdo en que los dos novelistas que compiten por el título de autor de la primera historia detectivesca clásica completa son William Godwin, suegro de Mary Shelley, que publicó Caleb Williams en 1794, y Wilkie Collins, cuya novela más conocida, La piedra lunar, apareció en 1868.

Conan Doyle reconoció la influencia de Edgar Allan Poe, que nació en 1809 y murió en 1849, y cuyo detective, Chevalier C. Auguste Dupin, fue el primer investigador literario que decidió servirse fundamentalmente de la deducción a partir de hechos observables. En apenas cuatro relatos breves introdujo los mecanismos narrativos que después se repetirían en las historias de detectives de los inicios. La crímenes de la calle Morgue (1841) es un misterio en una habitación cerrada. En El misterio de Marie Roget (1842) el detective resuelve el crimen a partir de recortes de periódicos e informes de prensa, convirtiéndose así en el primer ejemplo de “detective de sillón”. En La carta robada (1844) tenemos un ejemplo de que el responsable es a menudo la persona menos sospechosa de todas. En El escarabajo de oro se hace uso de la criptografía para resolver el crimen.

El poder de la escritura es tal que somos nosotros, los lectores, quienes evocamos esa envolvente atmósfera de misterio y terror.

La escuela denominada género negro estadounidense, con raíz en un continente distinto y en una tradición literaria distinta, ha realizado una aportación tan importante a la narrativa de misterio que ignorar sus logros supondría un gran engaño. Los dos innovadores más famosos, Dashiel Hammet y Raymond Chandler, han ejercido una influencia permanente que trasciende del género negro, tanto en su propio país como en el extranjero.

Se han dedicado toneladas de papel a intentar desvelar el secreto del éxito de Agatha Christie. En general,  los escritores que estudian el fenómeno no comienzan por analizar sus cifras: superadas en venta solo por La Biblia y Shakespeare, traducida a más de cien lenguas y premiada con reconocimientos que, por lo común, se conceden únicamente a los grandes talentos literarios (Dama del Imperio Británico y Doctora honoris causa de la Universidad de Oxford). La eterna pregunta permanece en el aire: ¿cómo consiguió hacerlo esta mujer de refinada educación y condición eduardiana?

Christie diseña las pistas con una gran brillantez para confundirnos. El carnicero se acerca al calendario para consultar la fecha. De esa forma, la autora consigue provocar en nosotros la sospecha de que hay una pista fundamental relacionada con las fechas y las horas, pero en realidad la pista es que el carnicero es corto de vista.

 


P. D. James nació en Oxford en 1920. Estudió en Cambridge y trabajó durante treinta años en la Administración Pública (incluyendo departamentos legales y policiales). Es autora de 19 libros. Publicó su primera novela en 1963, dando inicio a la exitosa serie protagonizada por Adam Dalgliesh. La popularidad de la autora y la de su detective crecieron con la adaptación de varias de sus obras a la pequeña pantalla. En una única ocasión ha renunciado al género detectivesco: fue con Hijos de hombres, novela de corte futurista que fue adaptada al cine en 2006.

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miércoles, 18 de noviembre de 2020

El segundo más terrorífico de "Psicosis".


Mucho se ha dicho y escrito sobre la película "Psicosis", de Alfred Hitchcock, quizás una de las obras cinematográficas mas estudiadas por especialistas no solo del cine sino también desde el punto de vista clínico, esto es: parricidio, doble personalidad, complejo de culpa, complejo de Edipo y tantas otras problemáticas que tienen a las enfermedades mentales su centro, y su centro en este filme es, obviamente, Norman Bates (Anthony Perkins), el personaje que nos confunde en una primera impresión como una persona afable y respetuosa para convertirse, luego, en un ser oscuro y siniestro.

Pero más allá de todo esto, hay una secuencia hacia el final de la película de la que nadie habla, o por lo menos nadie parece prestarle mucha atención.  Sucede exactamente a la hora cincuenta y ocho minutos y dura solo un segundo. Un segundo que resulta ser un trabajo de doble fundido —superposición de imágenes— magistral. 

Luego de que Norman Bates mirase cómo una mosca recorre su mano —plano detalle—, levanta lentamente la cabeza para mirar a la cámara. Aquí no solo se derriba lo que en cine se denomina la cuarta pared, es decir cuando el actor mira al público y lo hace partícipe de su realidad, sino que su cara se va transformando en la calavera de su madre —primer fundido—, para luego encadenar esa cara cínica y monstruosa con un segundo fundido, la imagen de un automóvil que está siendo sacado de un pantano.

Si bien el director siempre se jactó de que "Psicosis" fue una pieza pensada únicamente para filmar la escena de la ducha —icono por excelencia tanto en el dramatismo de la acción como en su música incidental—, nada de lo que sucede en el filme es inocente. La escena de esta transformación casi imperceptible es un detalle que Hitchcock habrá calculado al milímetro. No solo deja traslucir la posesión que sufre Bates por el “espíritu” de su madre, sino que estamos en presencia de una psiquis que fue cooptada por la de su progenitora. 

La mejor manera que tuvo Hitchcock para evidenciarlo fue con una imagen tan fugaz que pasa desapercibida. Visto esto —que resulta totalmente espeluznante—, tanto la vestimenta como la peluca que utiliza Bates para cometer los asesinatos como si fuese su madre, quedan como torpes y hasta ridículas.

Notas al margen: este segundo de transformación sirvió —opinión personal—para que William Friedkin lo utilizara en otra obra maestra del cine de todos los tiempos: "El Exorcista".

En este caso sí existe una posesión diabólica pero antes de que suceda el cambio radical de Regan (Linda Blair) que todos conocemos y que tanto dio que hablar, la cara de la niña se desfigura durante un segundo, un solo segundo, en la cara de un ser demoníaco con dientes a la vista —como en Bates— pero con la salvedad de que en este caso la criatura que la posee es Pazuzu, una divinidad asirio-babilónica. Este fundido es simple, es decir menos complejo que el de Hitchcock, y está contextualizado dentro de una sesión de hipnosis. Un gran guiño u homenaje, a mi entender, a ese segundo inquietante de Psicosis.




Dos obras maestras unidas por un detalle tan ínfimo —solo un segundo— es algo que vale la pena tener presente.

 

 

sábado, 31 de octubre de 2020

EL SACO DE TERCIOPELO ROJO

 



I



No recordaba muy bien cuándo y cómo había llegado hasta ese lugar. Al parecer la memoria había empezado a fallarle. ¿Era eso posible? Tal vez. Demasiados años a cuestas, siempre escapando, siempre escondiéndose, siempre bajo la sombra protectora de la noche. Últimamente las cosas habían cambiado mucho. Ya no existía el romanticismo propio de los bosques umbríos, las largas mesas tendidas con manjares de caza, ni los débiles resplandores del aceite o la cera. Ya no quería recordar más los viejos y buenos tiempos, simplemente se habían ido para siempre. Por eso había tomado una decisión irrevocable y estaba listo a cumplirla. Avanzó despacio para despegarse de una vez y para siempre de las eternas sombras húmedas del altillo. Todo era oscuridad, con algunas líneas claras que se filtraban desde un inminente amanecer; tenues, quemantes. La ventana estaba clausurada con listones de madera. Eso era lo primero que tenía que hacer para terminar de ver la luna miles y miles y miles de veces con la vista empañada: tirar abajo esas tablas resecas por el sol, golpeadas por el granizo y heladas por el rocío invernal. Caminó hacia ellas con los brazos extendidos; como un sonámbulo, preso de un júbilo expectante. Las tocó, las acarició con sus largos dedos blancos y empezó la mortal tarea de desbloquear la ceguera de la ventana. Algunos clavos cedieron; otros se dejaron vencer a medias, y fue entonces cuando entró parte de la luz de la mañana. Sabía lo que iba a ocurrir, lo había meditado durante cientos de noches. Con la claridad, su piel comenzó a corroerse, a transformarse en un manto apergaminado, y los músculos implosionaron como una estrella que se devora a sí misma. Desesperado, asustado por un sentimiento que había tratado de erradicar, quiso volver a colocar las maderas en su lugar, pero la luz ya había penetrado en el altillo como una lengua de víbora, lamiendo toda oscuridad posible, absorbiendo toda negritud para luego vomitar el fluido amarillento del sol. No tuvo más remedio que darse por vencido y contemplar con horror sus venas azules tensándose como cuerdas de un patíbulo. Sentir cómo sus ojos, cada vez más ciegos, chorreaban lágrimas de iris. Cómo su pelo abundante se dispersaba como  un panadero agitándose en el viento: lento, blanco y suave, desparramándose sobre su espalda que se encogía, se encogía, se encogía, abrigada por el saco de terciopelo rojo. Como un reflejo de autopreservación se abalanzó al último rincón que permanecía en penumbras, y allí recobró parte de su fuerza perdida. Pero sus uñas siguieron cayendo, los dientes aflojándose y la calvicie fue un acontecimiento consumado. Se arrodilló y empezó a reírse con las encías blancas. Había deseado ese momento por mucho tiempo, pero se había asustado un poco, solo un poco. Los rayos de luz lo traspasaron con puntas de filosos diamantes. Cuando finalmente se tumbó hacia atrás, su cráneo golpeó el piso y se resquebrajó como una bola de yeso. El saco fue replegándose, quedando en el suelo como una lentejuela bermeja, brillante a la luz del sol, apelmazando un puñado de cenizas que, unos segundos antes, habían tenido forma humana.


II

—¡Vengan para acá! —gritó Lucía. 
A pesar de ser la nena del grupo, era la que siempre tomaba la iniciativa en sus aventuras. Facundo y Ezequiel la siguieron con cierta renuencia. La casa abandonada les causaba un cosquilleo en el estómago. A Lucía también, pero también pensaba: “estos bobos, siempre tan aburridos”.
—¡Acá arriba! —volvió a gritar.
Los chicos se miraron, se encogieron de hombros y fueron hacia el primer piso. La voz chillona de Lucía provenía de allí. Ninguno de los tres había visto un altillo en sus diez, once y doce años respectivamente. Lucía, que era la mayor, estaba agitada y fascinada por la infinidad de cosas que tenían a su alrededor. Baúles cerrados, cuadros decolorados, velas derretidas, libros deshojados, ropas desparramadas.
—¡Miren! —les dijo con los ojos como dos lámparas de luz.
Facundo y Ezequiel quedaron con la boca abierta.
—¿A qué podemos jugar? —preguntó Lucía sin dejar de caminar y tocar los tesoros encontrados.
—No tenemos tiempo —argumentó Facundo—. Tenemos que volver para comer.
—Papá nos dijo que teníamos toda la mañana —le reprochó Lucía.
—¿Por qué no agarramos algo y vamos a jugar afuera? —insistió Ezequiel, el amigo de Facundo, que respiraba miedo, pero incapaz de demostrarlo, y menos frente a Lucía, la novia de sus sueños.
—¡No, no! Tenemos tiempo —exclamó Lucía—. Además mi mamá me dijo que los cuide porque soy la mayor, así que yo digo que vamos a jugar. Yo era una caza vampiros y…—empezó a mirar por todos lados hasta que vio una madera tirada en el piso—, y con esto —mostró la contundencia de su arma— yo te mataba clavándotelo en el pecho y te morías.
—Como la película que vimos anoche —dijo Ezequiel con los pelos de la nuca erizados.
—¡Sí, sí! Como la película de ayer. A ver ponete esto —levantó el saco de terciopelo rojo y lo sacudió.
—¡Está lleno de polvo! —se quejó Ezequiel.
—¡Y qué querés, si esto está todo abandonado! ¿Sabés cuánto hace que nadie lo limpia? Y vos —se dirigió a Facundo—, hacías de mi hermano científico que venía a rescatarme del vampiro.
—¡Pero si ya soy tu hermano!
—Bueno…eras mi marido —se corrigió.
—¡No, no! Mejor era tu hermano.
Ezequiel se puso el saco en silencio. Las mangas le quedaban largas y lo cubría hasta las rodillas, pero a nadie pareció importarle.
—Vos eras el vampiro —le dijo Lucía al amigo de su hermano, ahora ataviado de rojo.
—Pero primero cerremos la ventana con algo —dijo Ezequiel con un leve escalofrío que le vino de repente— digo, para que esté más oscuro, como en la película —se atajó con una voz levemente ronca.
Lucía tapó en parte la abertura, buscó un lugar cerca de la ventana y se acostó en el suelo, boca arriba, como una doncella a la espera de su salvador. En su mano aferraba el listón de madera. Cerró los ojos y escuchó divertida cómo su hermano bajaba refunfuñando por las escaleras. Mientras tanto, Ezequiel se le acercaba entre las sombras despidiendo un olor añejo y dulzón. Lucía hizo fuerza para no abrir los ojos, la misma fuerza que le dio a su mano para aferrar la estaca de madera. Cuando Facundo llegó al piso de abajo, esperó unos segundos y comenzó a subir nuevamente la escalera. En la mitad del recorrido escuchó los bocinazos de un auto. Eran sus padres que los venían a buscar. Quiso volverse para avisarles que ya iban, pero decidió terminar de subir la escalera y sumergirse en la semipenumbra del altillo, solo para poder terminar con ese estúpido juego de una vez por todas. No quería parecer, a los ojos de su hermana, el mismo aburrido de siempre. 
Fue en ese preciso momento en que escuchó el grito (¿de dolor, de sorpresa?) de Lucía. Facundo quedó paralizado. No supo qué hacer. De pronto se imaginó lo peor aunque no sabía qué podía ser. Dudó algunos instantes en el quinto escalón y subió corriendo el último tramo de la escalera. Llegó en el preciso momento en que una silueta rojiza saltaba por la ventana del altillo. Le pareció un muñeco, pero desapareció de su campo visual un segundo después de haberlo visto. Buscó a Ezequiel con la vista y no lo encontró. Su hermana también parecía haberse esfumado, aunque eso era totalmente imposible. Cuando estuvo por bajar corriendo para llamar a sus padres se encontró con Lucía que se interpuso con una sonrisa extraña dentro del único espacio de oscuridad que quedaba. Aún aferraba en su mano la estaca de madera. Algo goteaba de su punta y dos hilos escarlatas le corrían por el cuello.
—¿Adónde vas? Tenemos que seguir con el juego —le dijo y se pasó la lengua por los dientes.  


III


La figura incorpórea que había caído desde la ventana fue perdiendo su forma humana y quedó enganchada en la reja descascarada que circundaba la casa. La mujer que estaba en el coche ahogó un grito de sorpresa al ver algo que había salido despedido del altillo y que no alcanzaba a distinguir del todo. Se tranquilizó cuando se dio cuenta de que era un simple saco de terciopelo rojo sin nada más que una nube de cenizas que se desprendían de su interior y caían en el pasto.
—Parece que los chicos encontraron algo con que divertirse —dijo la madre de los hermanos con una risa nerviosa—. Pensar que acá venía a jugar de chica, claro que nunca me había atrevido a subir. Los de ahora no tienen miedo a nada. Así y todo me van a escuchar, no les dije que vinieran para acá, es peligroso. Lucía siempre dando la nota.
Otros dos enérgicos bocinazos del hombre al volante aturdieron el silencio de la casa abandonada. Esperaron unos breves minutos y como nadie salía, los padres de Lucía y de Facundo decidieron entrar a la casa a buscarlos. 

El auto, que había quedado en marcha, se detuvo por completo al llegar la noche por falta de combustible.