sábado, 31 de octubre de 2020

EL SACO DE TERCIOPELO ROJO

 



I



No recordaba muy bien cuándo y cómo había llegado hasta ese lugar. Al parecer la memoria había empezado a fallarle. ¿Era eso posible? Tal vez. Demasiados años a cuestas, siempre escapando, siempre escondiéndose, siempre bajo la sombra protectora de la noche. Últimamente las cosas habían cambiado mucho. Ya no existía el romanticismo propio de los bosques umbríos, las largas mesas tendidas con manjares de caza, ni los débiles resplandores del aceite o la cera. Ya no quería recordar más los viejos y buenos tiempos, simplemente se habían ido para siempre. Por eso había tomado una decisión irrevocable y estaba listo a cumplirla. Avanzó despacio para despegarse de una vez y para siempre de las eternas sombras húmedas del altillo. Todo era oscuridad, con algunas líneas claras que se filtraban desde un inminente amanecer; tenues, quemantes. La ventana estaba clausurada con listones de madera. Eso era lo primero que tenía que hacer para terminar de ver la luna miles y miles y miles de veces con la vista empañada: tirar abajo esas tablas resecas por el sol, golpeadas por el granizo y heladas por el rocío invernal. Caminó hacia ellas con los brazos extendidos; como un sonámbulo, preso de un júbilo expectante. Las tocó, las acarició con sus largos dedos blancos y empezó la mortal tarea de desbloquear la ceguera de la ventana. Algunos clavos cedieron; otros se dejaron vencer a medias, y fue entonces cuando entró parte de la luz de la mañana. Sabía lo que iba a ocurrir, lo había meditado durante cientos de noches. Con la claridad, su piel comenzó a corroerse, a transformarse en un manto apergaminado, y los músculos implosionaron como una estrella que se devora a sí misma. Desesperado, asustado por un sentimiento que había tratado de erradicar, quiso volver a colocar las maderas en su lugar, pero la luz ya había penetrado en el altillo como una lengua de víbora, lamiendo toda oscuridad posible, absorbiendo toda negritud para luego vomitar el fluido amarillento del sol. No tuvo más remedio que darse por vencido y contemplar con horror sus venas azules tensándose como cuerdas de un patíbulo. Sentir cómo sus ojos, cada vez más ciegos, chorreaban lágrimas de iris. Cómo su pelo abundante se dispersaba como  un panadero agitándose en el viento: lento, blanco y suave, desparramándose sobre su espalda que se encogía, se encogía, se encogía, abrigada por el saco de terciopelo rojo. Como un reflejo de autopreservación se abalanzó al último rincón que permanecía en penumbras, y allí recobró parte de su fuerza perdida. Pero sus uñas siguieron cayendo, los dientes aflojándose y la calvicie fue un acontecimiento consumado. Se arrodilló y empezó a reírse con las encías blancas. Había deseado ese momento por mucho tiempo, pero se había asustado un poco, solo un poco. Los rayos de luz lo traspasaron con puntas de filosos diamantes. Cuando finalmente se tumbó hacia atrás, su cráneo golpeó el piso y se resquebrajó como una bola de yeso. El saco fue replegándose, quedando en el suelo como una lentejuela bermeja, brillante a la luz del sol, apelmazando un puñado de cenizas que, unos segundos antes, habían tenido forma humana.


II

—¡Vengan para acá! —gritó Lucía. 
A pesar de ser la nena del grupo, era la que siempre tomaba la iniciativa en sus aventuras. Facundo y Ezequiel la siguieron con cierta renuencia. La casa abandonada les causaba un cosquilleo en el estómago. A Lucía también, pero también pensaba: “estos bobos, siempre tan aburridos”.
—¡Acá arriba! —volvió a gritar.
Los chicos se miraron, se encogieron de hombros y fueron hacia el primer piso. La voz chillona de Lucía provenía de allí. Ninguno de los tres había visto un altillo en sus diez, once y doce años respectivamente. Lucía, que era la mayor, estaba agitada y fascinada por la infinidad de cosas que tenían a su alrededor. Baúles cerrados, cuadros decolorados, velas derretidas, libros deshojados, ropas desparramadas.
—¡Miren! —les dijo con los ojos como dos lámparas de luz.
Facundo y Ezequiel quedaron con la boca abierta.
—¿A qué podemos jugar? —preguntó Lucía sin dejar de caminar y tocar los tesoros encontrados.
—No tenemos tiempo —argumentó Facundo—. Tenemos que volver para comer.
—Papá nos dijo que teníamos toda la mañana —le reprochó Lucía.
—¿Por qué no agarramos algo y vamos a jugar afuera? —insistió Ezequiel, el amigo de Facundo, que respiraba miedo, pero incapaz de demostrarlo, y menos frente a Lucía, la novia de sus sueños.
—¡No, no! Tenemos tiempo —exclamó Lucía—. Además mi mamá me dijo que los cuide porque soy la mayor, así que yo digo que vamos a jugar. Yo era una caza vampiros y…—empezó a mirar por todos lados hasta que vio una madera tirada en el piso—, y con esto —mostró la contundencia de su arma— yo te mataba clavándotelo en el pecho y te morías.
—Como la película que vimos anoche —dijo Ezequiel con los pelos de la nuca erizados.
—¡Sí, sí! Como la película de ayer. A ver ponete esto —levantó el saco de terciopelo rojo y lo sacudió.
—¡Está lleno de polvo! —se quejó Ezequiel.
—¡Y qué querés, si esto está todo abandonado! ¿Sabés cuánto hace que nadie lo limpia? Y vos —se dirigió a Facundo—, hacías de mi hermano científico que venía a rescatarme del vampiro.
—¡Pero si ya soy tu hermano!
—Bueno…eras mi marido —se corrigió.
—¡No, no! Mejor era tu hermano.
Ezequiel se puso el saco en silencio. Las mangas le quedaban largas y lo cubría hasta las rodillas, pero a nadie pareció importarle.
—Vos eras el vampiro —le dijo Lucía al amigo de su hermano, ahora ataviado de rojo.
—Pero primero cerremos la ventana con algo —dijo Ezequiel con un leve escalofrío que le vino de repente— digo, para que esté más oscuro, como en la película —se atajó con una voz levemente ronca.
Lucía tapó en parte la abertura, buscó un lugar cerca de la ventana y se acostó en el suelo, boca arriba, como una doncella a la espera de su salvador. En su mano aferraba el listón de madera. Cerró los ojos y escuchó divertida cómo su hermano bajaba refunfuñando por las escaleras. Mientras tanto, Ezequiel se le acercaba entre las sombras despidiendo un olor añejo y dulzón. Lucía hizo fuerza para no abrir los ojos, la misma fuerza que le dio a su mano para aferrar la estaca de madera. Cuando Facundo llegó al piso de abajo, esperó unos segundos y comenzó a subir nuevamente la escalera. En la mitad del recorrido escuchó los bocinazos de un auto. Eran sus padres que los venían a buscar. Quiso volverse para avisarles que ya iban, pero decidió terminar de subir la escalera y sumergirse en la semipenumbra del altillo, solo para poder terminar con ese estúpido juego de una vez por todas. No quería parecer, a los ojos de su hermana, el mismo aburrido de siempre. 
Fue en ese preciso momento en que escuchó el grito (¿de dolor, de sorpresa?) de Lucía. Facundo quedó paralizado. No supo qué hacer. De pronto se imaginó lo peor aunque no sabía qué podía ser. Dudó algunos instantes en el quinto escalón y subió corriendo el último tramo de la escalera. Llegó en el preciso momento en que una silueta rojiza saltaba por la ventana del altillo. Le pareció un muñeco, pero desapareció de su campo visual un segundo después de haberlo visto. Buscó a Ezequiel con la vista y no lo encontró. Su hermana también parecía haberse esfumado, aunque eso era totalmente imposible. Cuando estuvo por bajar corriendo para llamar a sus padres se encontró con Lucía que se interpuso con una sonrisa extraña dentro del único espacio de oscuridad que quedaba. Aún aferraba en su mano la estaca de madera. Algo goteaba de su punta y dos hilos escarlatas le corrían por el cuello.
—¿Adónde vas? Tenemos que seguir con el juego —le dijo y se pasó la lengua por los dientes.  


III


La figura incorpórea que había caído desde la ventana fue perdiendo su forma humana y quedó enganchada en la reja descascarada que circundaba la casa. La mujer que estaba en el coche ahogó un grito de sorpresa al ver algo que había salido despedido del altillo y que no alcanzaba a distinguir del todo. Se tranquilizó cuando se dio cuenta de que era un simple saco de terciopelo rojo sin nada más que una nube de cenizas que se desprendían de su interior y caían en el pasto.
—Parece que los chicos encontraron algo con que divertirse —dijo la madre de los hermanos con una risa nerviosa—. Pensar que acá venía a jugar de chica, claro que nunca me había atrevido a subir. Los de ahora no tienen miedo a nada. Así y todo me van a escuchar, no les dije que vinieran para acá, es peligroso. Lucía siempre dando la nota.
Otros dos enérgicos bocinazos del hombre al volante aturdieron el silencio de la casa abandonada. Esperaron unos breves minutos y como nadie salía, los padres de Lucía y de Facundo decidieron entrar a la casa a buscarlos. 

El auto, que había quedado en marcha, se detuvo por completo al llegar la noche por falta de combustible.

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