Adela
se acomodó en la silla de cuerina gastada y encendió el televisor. A las veinte
horas. comenzaba su programa favorito, su cita diaria de noticias de aquí, de allá y de todas partes, como
rezaban los titulares del comienzo. Un compacto noticioso, un resumen de lo que
acababa de ocurrir, no solo en el mundo, sino cerca de su casa. Ese era su
atractivo. Las noticias que a usted,
vecino, le interesan, modulaba el periodista con una sonrisa inquietante De
esa manera, Adela, podía enterarse de todas las cosas que ocurrían en su antiguo
barrio, de la que estaba separada por unos cuantos kilómetros.
La
decisión de mudarse había obedecido al deseo de su hijo para que pudiera
curarse en silencio de las heridas de su temprana viudez y para tratar de cicatrizar
el sueño trunco de una familia completa y duradera.
En
ese día otoñal, Adela se encontraba desdoblada. Parecía que cuerpo y mente no
estaban juntos sino que cada uno actuaba por su cuenta. Cuando se había levantado,
cerca del mediodía, había trastabillado con algo que relucía en el piso; una
botella vacía que estaba al lado de unas revistas de espectáculos, mojadas y
leídas varias veces. Ahora, cuando ya había pasado media tarde, el dolor de
cabeza había remitido a un sordo y lejano rumor. Aunque la boca mantenía un
gusto pastoso; un sabor a cobre que le era necesario diluir.
Puso
a calentar el café y miró por la ventana que daba al jardín, el que su hijo
cada tanto arreglaba, cortando el ligustro, el césped y podando las ramas altas
de la Santa Rita.
Los
rosales y jazmines eran su debilidad y solo ella se encargaba de mantenerlos
siempre sanos, siempre robustos.
En
ese momento el sol era un pálido disco amarillo y en ese pequeño pedazo de
cielo una suave brisa desangelada mecía las sogas en donde Adela solía colgar
la ropa. Ahora estaba vacía, como un presagio. Era en ese espacio natural en
donde solía pasar la mayor parte del tiempo. Solo desistía de hacerlo en los
días de mucho frío o de largas lluvias.
Su
único contacto con la realidad era el programa de noticias que estaba a punto
de comenzar. No se dio cuenta, pero había pasado varias horas mirando por la
ventana, en un estado de sigilosa angustia, sin saber muy bien a quién ni por
qué.
Sacó
el café del fuego cuando la pava comenzó a emitir ese punzante silbido agudo,
de sirena policial exasperada. En ese mismo instante apareció en la pantalla
del televisor la placa de “Último Momento”. Parecía no haber tiempo ni siquiera
para la cortina musical de presentación. El corazón le empezó a latir con fuerza. Las
malas noticias siempre le provocaban un estado de sobresalto, de no querer
escuchar, de taparse los ojos y los oídos, pero así y todo renunciaba a estos
reflejos protectores y trataba de no perderse un detalle. Se acomodó enfrente del
aparato en blanco y negro, pero un golpe en la puerta la sobresaltó.
—¡Ya va! —dijo con un tono de fastidio—.
¿Quién es?
—¡Soy
yo mamá!
—¿¡Lucho!?
Está abierta, hijo, ¿por qué no entraste?
—Tenés
que tener más cuidado mamá ¿por qué no
cerrás con llave?
—Pasá,
pasá, no te esperaba hoy —le dijo abriendo la puerta—. ¿Estás bien?
Lucho
le dio un beso en la mejilla y fue directo al televisor.
—¿Por
qué lo apagaste? Estaba por ver el noticiero.
—¡Shhh!
Vengo a verte a vos, ¿o querés seguir viendo la tele?
Adela
cambió la expresión de sorpresa y esbozó una sonrisa.
—No,
hijo, claro que no, pero contame, ¿qué hacés por acá?
—Te
traje un regalo.
Apoyó
un paquete envuelto en papel de seda en la mesa, a lado de una botella sin
abrir de coñac.
—¿Un
regalo? ¡Pero Lucho! ¿Por qué, si no es mi cumpleaños?
—Tiene
algunas indicaciones —le dijo misterioso.
Adela
frunció los labios expectantes.
—Bueno,
pero primero te sirvo un café.
—Gracias
mamá, pero sabés que el café me da acidez.
—¿Una
copita de coñac?
—No
—le contestó seco y cortante.
Lucho
comenzó a recorrer la casa mirando cada rincón, buscando algún signo, algo
oculto, algo que en sus breves visitas hubiera pasado por alto. Pero en esa
casa no había nada oculto. Él lo sabía, y se lamentaba por saberlo.
—Mamá,
¿por qué siempre estás mirando ese programa?
—¿El
noticiero?—. Hizo una mueca de desaprobación. —Ya sé que es una porquería, pero
bueno, ¡qué sé yo!, a esta hora es lo único que hay —se excusó mientras miraba
la botella cerrada que se rendía ante sus ojos sedientos.
—¡Te
llena la cabeza de basura, mamá! Tenés que ocupar esa hora en otras cosas.
—¡Ay
Lucho! Todo el día estoy de aquí para allá con los yuyos, con el piso, con la
ropa, con la comida.
—¿Y
este es el premio que te ofrecés?
—…
—Mamá,
esta es la hora en que todos llenan sus casas de muertos y catástrofes, de
persecuciones y mentiras, de personas que… —se mordió el labio—. Vos tenés que
hacer lo contrario.
—Sí,
bueno, ¿y cómo qué?
—Primero
abrir el regalo que te traje.
—¡Ah!
¡El regalo!
Atrajo
el paquete hacia su pecho y con habilidad y destreza desplegó el papel sobre la
mesa.
—Tenés
que romperlo para que te dé suerte.
—Sí,
¡ya lo sé!, pero no puedo, no me gusta romper el papel, puede servir para otra
cosa.
Miró
la caja de madera. Oscura. Pesada. Le temblaron las manos cuando levantó la
tapa. Adentro, metido casi a presión, había un block de hojas, varios lápices
de mina blanda y una goma de borrar Dos Banderas.
—¿Y
esto?
—Esto
es para que escribas tus propias noticias.
—¿Cómo?—.
Frunció el entrecejo.
—Quiero
que me prometas algo. A partir de mañana, de ocho a nueve, tenés que sacar este
block y escribirme una historia.
—¿Escribirte?
Lucho
asintió con la cabeza y Adela lo sintió lejano.
—Me
vas a escribir una historia como cuando era chico y me contabas cuentos antes
de dormirme.
—¡Pero
yo no soy buena para eso, hijo! Una cosa era inventarte aventuras para chicos y
otra cosa es…
—Y
otra cosa es escribirlas —siguió él—. Quiero que tengas esas historias
escritas, mamá, ¿quién te dice? Algún día podrías publicarlas en un libro y
hacerte conocida.
—¿Conocida?
¿Yo? ¡Dejate de pavadas!
Lucho
la miraba con ojos profundos. Tenía una mirada rara, como el de tener poder
para atravesarlo todo.
—¡Está
bien! Si vos me lo pedís, lo voy a intentar, ¿total?, tengo las tardes libres,
en cualquier momento empiezo.
—En
cualquier momento no —le amonestó Lucho—. Tiene que ser de ocho a nueve.
—¡Pero
hijo!, a esa hora empieza mi programa.
—¿Tu
programa? ¡Mamá! ¿Tu programa es ver cómo se le miente a la gente? ¿Cómo se las
asusta con noticias falsas?
—Sabés
que no creo en lo que ellos dicen, solo quiero saber qué pasa en el barrio.
Lucho
no dejaba de caminar de la mesa a la puerta y de la puerta a la mesa, hasta que
se detuvo y luego de pensar un rato se sentó al lado de ella y la abrazó. Adela
sintió un escalofrío, como si la hubiera tocado un cable eléctrico, pero no se
movió. Lucho parecía exudar electricidad.
—Mamá
prometeme que vas a escribir todos los días una historia.
Adela
miró su barba con hebras rojas, su pelo largo y sus ojos como pozos
insondables. Por primera vez no podía descifrar qué había debajo de esas
pupilas. Negras de tan azules.
—Está
bien, voy a hacer lo que me dijiste.
Ella
lo tuvo tan cerca que pudo oler su falta de aliento. Había algo extraño en él.
Nunca fue tan austero con las palabras, nunca le vio la piel tan suave. “Si
hasta parece que… ¡no! ideas mías”, pensó mirando por enésima vez la botella de
coñac.
Lucho
se levantó y Adela vio levantarse todo lo que le quedaba en este mundo.
—¿Y
Viviana? Todavía no me hablaste de ella.
Él
miró por la ventana el jardín con el césped rigurosamente corto, el ligustro
formando un muro verde oscuro y la cucha vacía de una mascota que ya no estaba.
Bajó el brazo y abrió la mano. Acarició el aire varias veces.
—¿Viviana?
Ahora voy a verla. Ella también tiene que venir a visitarte.
—¡No
lo digo por eso! Ella también, ustedes también —se corrigió—, tienen cosas que
hacer.
Lucho
se demoraba. Había algo que Adela intuía que quería decir y que no sabía cómo
hacerlo. Daba vueltas por la casa. Ella lo miraba de reojo, haciendo como que
examinaba las hojas en blanco del block y garabateando algunas torpes líneas
negras con los lápices de mina blanda. Lo vio detenerse frente a la alacena en
donde varias botellas de whisky se agolpaban semi vacías. Estuvo un rato
demasiado largo mirándolas. Ella lo veía de espaldas, como si estuviera de
penitencia, pero sabía que había un silencioso reproche en esa actitud. Luego
se detuvo frente a una hilera de fotos enmarcadas en acrílico gastado y las
fue rozando con las yemas de los dedos
como queriendo sacarles esa capa de polvo tan fina que tienen todas las cosas
pasadas, hasta que se perdió de vista. Adela se levantó con el pretexto de
poner a calentar nuevamente el café y escondió la botella de coñac debajo de la
mesa. Lo vio entrar en la habitación que ocupaba cuando se quedaba a dormir y
no se animó a seguirlo.
Cada
tanto miraba el televisor apagado sin sentir un remordimiento feroz por querer
encenderlo y ver qué estaba pasando en su antiguo barrio, cuáles eran las
noticias de ese “Último Momento” que habían anunciado con letras gigantes.
Aunque también pensaba en esa idea loca de Lucho que, después de todo, no
estaba tan mal. Siempre le habían gustado las fantasías que le inventaba a su
hijo por las noches. No había leído grandes autores, pero sabía cómo inventar
escenarios lejanos e imposibles, y sabía que lo hacía bien. La sonrisa de él
antes de dormirse fueron su mejor prueba.
La
cafetera volvió a silbar y Lucho regresó a la cocina como saliendo de la nada.
Daba la sensación de tener un aspecto más opaco, como si su sus ropas se
decoloraran con el paso de los minutos. Su piel parecía más transparente que
cuando había llegado.
—Bueno
mamá, tengo que irme, ya son las nueve.
—Qué
lástima que no te quedes a comer.
No
sabía qué había ido a hacer a su habitación, pero ahora se lo veía apurado.
—Tengo
un viaje largo.
Hubo
un pequeño quiebre en su voz.
—¡Sí,
sí! Está bien.
Como
saltando de una caja de sorpresa la abrazó y le susurró al oído.
—Te
quiero mamá. Cuidate.
El
corazón le palpitaba con fuerza, estaba abrazando a la totalidad de las cosas y
no sabía que significaba eso.
—Hijo,
yo también te quiero ¿Seguro estás bien?
—Muy
bien, siempre quise decírtelo, no sé por qué nunca lo hice.
—Es
que estás muy ocupado y además no hace falta, no hace falta, y ahora andá —le
dijo con una película húmeda en los ojos—. Andá que se te va a hacer tarde.
Lo
acompañó hasta el portón de rejas que daba a la pequeña calle de tierra y antes
de saludarse nuevamente él le recordó.
—¡Sin
trampas, mamá! ¿eh?
Adela
levantó la mano como si fuera a jurar ante una Biblia invisible.
—Sin
trampas. Te lo prometo.
Lucho
se perdió en las sombras con la mano derecha acariciando el aire, apoyándolas
sobre algo invisible, algo que parecía seguirlo y que solo llegaba hasta la
altura de sus rodillas.
“¿Qué
le molesta que pone así la mano?”, pensó Adela.
Volvió
a la cocina y tomó el café recalentado solo y sin azúcar. El televisor siguió
apagado hasta las diez de la noche, hora en que la botella de coñac fue a parar
al tacho de basura sin haber sido abierta.
***
Al
otro día, cuando terminó de escribir una de las historias que le había
prometido a su hijo, Adela se asomó a la calle ventosa mirando por detrás de la
puerta y lo que vio no le gustó. Una silueta se movía utilizando la sombra de
los árboles como escudo en medio de esa noche polvorienta y seca. Adela dio dos
pasos hacia atrás cuando vio a Viviana con la cara arrebatada por el temor. Se
quedó inmóvil mirándola desde el otro lado de la puerta. Quedaron así, una
eternidad de tiempo, una de cada lado, hasta que Adela se aferró al marco para
no derrumbarse.
—¿Qué
pasó? —atinó a preguntar Adela.
Viviana
nunca venía sola.
Su
silencio quedó enmarcado con los sonidos de algunos grillos que empezaron a
cantar temprano.
—¡Dejáme
entrar, Adela!
No
se había dado cuenta de ese detalle. Estaba tan nerviosa que se le escapó la
manija de las manos dos veces. Con paso tambaleante, Adela, fue retrocediendo
hasta que se sentó a la mesa en donde varias hojas se desparramaban, escritas
de ambos lados, con restos de goma esparcidos sobre ellas como migas de pan. La
miraba a Viviana sin atreverse a nada más que a esperar su respuesta. Viviana
también se sentó.
—Son
para Lucho —le dijo Adela como excusándose—. ¿Dónde está?
—Pensé
que te habías enterado, ayer dieron la noticia por la tele. Hoy la volvieron a
dar.
—¿De qué me tendría que haber enterado?
Viviana hizo una pausa.
—Adela,
hoy hablé con un amigo que ayer iba a la casa de Rodolfo y que se había
demorado en el kiosco a comprar cigarrillos. Desde la vereda de enfrente pudo
ver cuando Lucho subía a una camioneta sin ningún tipo de identificación.
Rodolfo me dijo que pensó que se iba a otro lado pero cuando vio a los soldados
en la puerta de la casa se dio cuenta de todo. Recién ahora hay rumores de que
estaban vigilando la casa desde hace días, allí en donde estaban Lucho y
Germán.
—¿Y
ellos dónde están?
—También
se lo llevaron. Todo el barrio está espantado. Nadie cree lo que pasan en la
tele, pero nadie dice nada. Nadie se anima. Si vas a la Avenida Libertad …, está tan
desierta que te da escalofríos.
Viviana
miraba de reojo la puerta y las ventanas.
—Se
llevaron todo, dicen que en la casa de Germán había armas, pero yo sé que es
mentira. En esa casa lo único que podían encontrar eran libros.
—¿A
qué hora fue? —tembló la pregunta en los labios de Adela.
—Ayer. Alrededor de las ocho de la noche.
—Ayer
Lucho estuvo conmigo y me dijo que después iba a tu casa.
Viviana
hizo un gesto de sorpresa.
—¿Cómo?
¿Estuvo acá? ¿Cuándo?
—Ayer
estuvo conmigo, de ocho a nueve
—Adela…no
puede ser…
—Me
dijo que iba a hablar con vos —murmuró en una imprecisa letanía y recordó su
desaparición en la habitación para luego volverlo a ver más apagado.
Y
entonces Viviana se acordó del extraño presentimiento de la noche anterior, de
no querer salir de su casa. De no acudir a la cita de los lunes en casa de
Rodolfo, a pesar de ir a buscar el pedido que le había hecho a Germán: “Un
elefante ocupa mucho espacio” de Elsa Bornemann para su hermanita y “Cantos
Ceremoniales” de Neruda para ella. De sentir en su espalda una corriente
eléctrica, una especie de sobredosis de adrenalina que era la misma que le
provocaba Lucho cuando la abrazaba y la besaba desde atrás, eran las ocho y
media o algo más. Se acordó de la hora porque había mirado el reloj y le había
parecido tarde para ir a su encuentro.
—¿Tenés
algo fuerte? —preguntó Viviana que vio cómo sus manos tocaban esas hojas
escritas transmitiéndoles un temblor que no podía aquietar.
—No
—le contestó Adela mientras recordaba a su hijo, de espaldas, reflejado en las
botellas semivacías de whisky, como si estuviera de penitencia.
—Ya
no.
***
Eran
las doce de la noche cuando Adela terminó de leer algunas de las historias que
había escrito esa noche, con la pantalla del televisor a oscuras. Historias
para un chico de cuatro años que no podía dormir. Viviana escuchaba y no paraba de llorar. Adela no derramaba una lágrima. Ya lo
había hecho durante toda la hora en que se había puesto a escribirlas, sin que
pudiera evitarlo, como en una especie de trance.
—Adela, ¿qué vamos a hacer? —le preguntó Viviana.
La pregunta quedó flotando en el silencio de esa noche que recién
comenzaba.
En
el centro de la mesa, una botella de whisky con agua de la canilla, lucía
un abigarrado ramillete de rosas silvestres.
Afuera,
la noche había llegado para envolverlo todo con un manto amargo. El barrio
entero estaba a oscuras y en silencio. Solo la luz de su casa brillaba, cálida
y desafiante, como un faro.
Como
un faro en medio de la tormenta.