miércoles, 21 de diciembre de 2016

ADELA

Adela se acomodó en la silla de cuerina gastada y encendió el televisor. A las veinte horas. comenzaba su programa favorito, su cita diaria de noticias de aquí, de allá y de todas partes, como rezaban los titulares del comienzo. Un compacto noticioso, un resumen de lo que acababa de ocurrir, no solo en el mundo, sino cerca de su casa. Ese era su atractivo. Las noticias que a usted, vecino, le interesan, modulaba el periodista con una sonrisa inquietante De esa manera, Adela,  podía enterarse de todas las cosas que ocurrían en su antiguo barrio, de la que estaba separada por unos cuantos kilómetros.
La decisión de mudarse había obedecido al deseo de su hijo para que pudiera curarse en silencio de las heridas de su temprana viudez y para tratar de cicatrizar el sueño trunco de una familia completa y duradera.
En ese día otoñal, Adela se encontraba desdoblada. Parecía que cuerpo y mente no estaban juntos sino que cada uno actuaba por su cuenta. Cuando se había levantado, cerca del mediodía, había trastabillado con algo que relucía en el piso; una botella vacía que estaba al lado de unas revistas de espectáculos, mojadas y leídas varias veces. Ahora, cuando ya había pasado media tarde, el dolor de cabeza había remitido a un sordo y lejano rumor. Aunque la boca mantenía un gusto pastoso; un sabor a cobre que le era necesario diluir.
Puso a calentar el café y miró por la ventana que daba al jardín, el que su hijo cada tanto arreglaba, cortando el ligustro, el césped y podando las ramas altas de la Santa Rita.
Los rosales y jazmines eran su debilidad y solo ella se encargaba de mantenerlos siempre sanos, siempre robustos.
En ese momento el sol era un pálido disco amarillo y en ese pequeño pedazo de cielo una suave brisa desangelada mecía las sogas en donde Adela solía colgar la ropa. Ahora estaba vacía, como un presagio. Era en ese espacio natural en donde solía pasar la mayor parte del tiempo. Solo desistía de hacerlo en los días de mucho frío o de largas lluvias.
Su único contacto con la realidad era el programa de noticias que estaba a punto de comenzar. No se dio cuenta, pero había pasado varias horas mirando por la ventana, en un estado de sigilosa angustia, sin saber muy bien a quién ni por qué. 
Sacó el café del fuego cuando la pava comenzó a emitir ese punzante silbido agudo, de sirena policial exasperada. En ese mismo instante apareció en la pantalla del televisor la placa de “Último Momento”. Parecía no haber tiempo ni siquiera para la cortina musical de presentación. El corazón le empezó a latir con fuerza. Las malas noticias siempre le provocaban un estado de sobresalto, de no querer escuchar, de taparse los ojos y los oídos, pero así y todo renunciaba a estos reflejos protectores y trataba de no perderse un detalle. Se acomodó enfrente del aparato en blanco y negro, pero un golpe en la puerta la sobresaltó.
 —¡Ya va! —dijo con un tono de fastidio—. ¿Quién es?
—¡Soy yo mamá!
—¿¡Lucho!? Está abierta, hijo, ¿por qué no entraste?
—Tenés que tener  más cuidado mamá ¿por qué no cerrás con llave?
—Pasá, pasá, no te esperaba hoy —le dijo abriendo la puerta—. ¿Estás bien?
Lucho le dio un beso en la mejilla y fue directo al televisor.
—¿Por qué lo apagaste? Estaba por ver el noticiero.
—¡Shhh! Vengo a verte a vos, ¿o querés seguir viendo la tele?
Adela cambió la expresión de sorpresa y esbozó una sonrisa.
—No, hijo, claro que no, pero contame, ¿qué hacés por acá?
—Te traje un regalo.
Apoyó un paquete envuelto en papel de seda en la mesa, a lado de una botella sin abrir de coñac.
—¿Un regalo? ¡Pero Lucho! ¿Por qué, si no es mi cumpleaños?
—Tiene algunas indicaciones —le dijo misterioso.
Adela frunció los labios expectantes.
—Bueno, pero primero te sirvo un café.
—Gracias mamá, pero sabés que el café me da acidez.
—¿Una copita de coñac?
—No —le contestó seco y cortante.
Lucho comenzó a recorrer la casa mirando cada rincón, buscando algún signo, algo oculto, algo que en sus breves visitas hubiera pasado por alto. Pero en esa casa no había nada oculto. Él lo sabía, y se lamentaba por saberlo.
—Mamá, ¿por qué siempre estás mirando ese programa?
—¿El noticiero?—. Hizo una mueca de desaprobación. —Ya sé que es una porquería, pero bueno, ¡qué sé yo!, a esta hora es lo único que hay —se excusó mientras miraba la botella cerrada que se rendía ante sus ojos sedientos.
—¡Te llena la cabeza de basura, mamá! Tenés que ocupar esa hora en otras cosas.
—¡Ay Lucho! Todo el día estoy de aquí para allá con los yuyos, con el piso, con la ropa, con la comida.
—¿Y este es el premio que te ofrecés?
—…
—Mamá, esta es la hora en que todos llenan sus casas de muertos y catástrofes, de persecuciones y mentiras, de personas que… —se mordió el labio—. Vos tenés que hacer lo contrario.
—Sí, bueno, ¿y cómo qué?
—Primero abrir el regalo que te traje.
—¡Ah! ¡El regalo!
Atrajo el paquete hacia su pecho y con habilidad y destreza desplegó el papel sobre la mesa.
—Tenés que romperlo para que te dé suerte.
—Sí, ¡ya lo sé!, pero no puedo, no me gusta romper el papel, puede servir para otra cosa.
Miró la caja de madera. Oscura. Pesada. Le temblaron las manos cuando levantó la tapa. Adentro, metido casi a presión, había un block de hojas, varios lápices de mina blanda y una goma de borrar Dos Banderas.
—¿Y esto?
—Esto es para que escribas tus propias noticias.
—¿Cómo?—. Frunció el entrecejo.
—Quiero que me prometas algo. A partir de mañana, de ocho a nueve, tenés que sacar este block y escribirme una historia.
—¿Escribirte?
Lucho asintió con la cabeza y Adela lo sintió lejano.
—Me vas a escribir una historia como cuando era chico y me contabas cuentos antes de dormirme.
—¡Pero yo no soy buena para eso, hijo! Una cosa era inventarte aventuras para chicos y otra cosa es…
—Y otra cosa es escribirlas —siguió él—. Quiero que tengas esas historias escritas, mamá, ¿quién te dice? Algún día podrías publicarlas en un libro y hacerte conocida.
—¿Conocida? ¿Yo? ¡Dejate de pavadas!
Lucho la miraba con ojos profundos. Tenía una mirada rara, como el de tener poder para atravesarlo todo.
—¡Está bien! Si vos me lo pedís, lo voy a intentar, ¿total?, tengo las tardes libres, en cualquier momento empiezo.
—En cualquier momento no —le amonestó Lucho—. Tiene que ser de ocho a nueve.
—¡Pero hijo!, a esa hora empieza mi programa.
—¿Tu programa? ¡Mamá! ¿Tu programa es ver cómo se le miente a la gente? ¿Cómo se las asusta con noticias falsas?
—Sabés que no creo en lo que ellos dicen, solo quiero saber qué pasa en el barrio.
Lucho no dejaba de caminar de la mesa a la puerta y de la puerta a la mesa, hasta que se detuvo y luego de pensar un rato se sentó al lado de ella y la abrazó. Adela sintió un escalofrío, como si la hubiera tocado un cable eléctrico, pero no se movió. Lucho parecía exudar electricidad.
—Mamá prometeme que vas a escribir todos los días una historia.
Adela miró su barba con hebras rojas, su pelo largo y sus ojos como pozos insondables. Por primera vez no podía descifrar qué había debajo de esas pupilas. Negras de tan azules.
—Está bien, voy a hacer lo que me dijiste.
Ella lo tuvo tan cerca que pudo oler su falta de aliento. Había algo extraño en él. Nunca fue tan austero con las palabras, nunca le vio la piel tan suave. “Si hasta parece que… ¡no! ideas mías”, pensó mirando por enésima vez la botella de coñac.
Lucho se levantó y Adela vio levantarse todo lo que le quedaba en este mundo.
—¿Y Viviana? Todavía no me hablaste de ella.
Él miró por la ventana el jardín con el césped rigurosamente corto, el ligustro formando un muro verde oscuro y la cucha vacía de una mascota que ya no estaba. Bajó el brazo y abrió la mano. Acarició el aire varias veces.
—¿Viviana? Ahora voy a verla. Ella también tiene que venir a visitarte.
—¡No lo digo por eso! Ella también, ustedes también —se corrigió—, tienen cosas que hacer.
Lucho se demoraba. Había algo que Adela intuía que quería decir y que no sabía cómo hacerlo. Daba vueltas por la casa. Ella lo miraba de reojo, haciendo como que examinaba las hojas en blanco del block y garabateando algunas torpes líneas negras con los lápices de mina blanda. Lo vio detenerse frente a la alacena en donde varias botellas de whisky se agolpaban semi vacías. Estuvo un rato demasiado largo mirándolas. Ella lo veía de espaldas, como si estuviera de penitencia, pero sabía que había un silencioso reproche en esa actitud. Luego se detuvo frente a una hilera de fotos enmarcadas en acrílico gastado y las fue  rozando con las yemas de los dedos como queriendo sacarles esa capa de polvo tan fina que tienen todas las cosas pasadas, hasta que se perdió de vista. Adela se levantó con el pretexto de poner a calentar nuevamente el café y escondió la botella de coñac debajo de la mesa. Lo vio entrar en la habitación que ocupaba cuando se quedaba a dormir y no se animó a seguirlo.
Cada tanto miraba el televisor apagado sin sentir un remordimiento feroz por querer encenderlo y ver qué estaba pasando en su antiguo barrio, cuáles eran las noticias de ese “Último Momento” que habían anunciado con letras gigantes. Aunque también pensaba en esa idea loca de Lucho que, después de todo, no estaba tan mal. Siempre le habían gustado las fantasías que le inventaba a su hijo por las noches. No había leído grandes autores, pero sabía cómo inventar escenarios lejanos e imposibles, y sabía que lo hacía bien. La sonrisa de él antes de dormirse fueron su mejor prueba.
La cafetera volvió a silbar y Lucho regresó a la cocina como saliendo de la nada. Daba la sensación de tener un aspecto más opaco, como si su sus ropas se decoloraran con el paso de los minutos. Su piel parecía más transparente que cuando había llegado.
—Bueno mamá, tengo que irme, ya son las nueve.
—Qué lástima que no te quedes a comer.
No sabía qué había ido a hacer a su habitación, pero ahora se lo veía apurado.
—Tengo un viaje largo.
Hubo un pequeño quiebre en su voz.
—¡Sí, sí! Está bien.
Como saltando de una caja de sorpresa la abrazó y le susurró al oído.
—Te quiero mamá. Cuidate.
El corazón le palpitaba con fuerza, estaba abrazando a la totalidad de las cosas y no sabía que significaba eso.
—Hijo, yo también te quiero ¿Seguro estás bien?
—Muy bien, siempre quise decírtelo, no sé por qué nunca lo hice.
—Es que estás muy ocupado y además no hace falta, no hace falta, y ahora andá —le dijo con una película húmeda en los ojos—. Andá que se te va a hacer tarde.
Lo acompañó hasta el portón de rejas que daba a la pequeña calle de tierra y antes de saludarse nuevamente él le recordó.
—¡Sin trampas, mamá! ¿eh?
Adela levantó la mano como si fuera a jurar ante una Biblia invisible.
—Sin trampas. Te lo prometo.
Lucho se perdió en las sombras con la mano derecha acariciando el aire, apoyándolas sobre algo invisible, algo que parecía seguirlo y que solo llegaba hasta la altura de sus rodillas.
“¿Qué le molesta que pone así la mano?”, pensó Adela.
Volvió a la cocina y tomó el café recalentado solo y sin azúcar. El televisor siguió apagado hasta las diez de la noche, hora en que la botella de coñac fue a parar al tacho de basura sin haber sido abierta.

***

Al otro día, cuando terminó de escribir una de las historias que le había prometido a su hijo, Adela se asomó a la calle ventosa mirando por detrás de la puerta y lo que vio no le gustó. Una silueta se movía utilizando la sombra de los árboles como escudo en medio de esa noche polvorienta y seca. Adela dio dos pasos hacia atrás cuando vio a Viviana con la cara arrebatada por el temor. Se quedó inmóvil mirándola desde el otro lado de la puerta. Quedaron así, una eternidad de tiempo, una de cada lado, hasta que Adela se aferró al marco para no derrumbarse.
—¿Qué pasó? —atinó a preguntar Adela.
Viviana nunca venía sola.
Su silencio quedó enmarcado con los sonidos de algunos grillos que empezaron a cantar temprano.
—¡Dejáme entrar, Adela!
No se había dado cuenta de ese detalle. Estaba tan nerviosa que se le escapó la manija de las manos dos veces. Con paso tambaleante, Adela, fue retrocediendo hasta que se sentó a la mesa en donde varias hojas se desparramaban, escritas de ambos lados, con restos de goma esparcidos sobre ellas como migas de pan. La miraba a Viviana sin atreverse a nada más que a esperar su respuesta. Viviana también se sentó.
—Son para Lucho —le dijo Adela como excusándose—. ¿Dónde está?
—Pensé que te habías enterado, ayer dieron la noticia por la tele. Hoy la volvieron a dar.
—¿De qué me tendría que haber enterado?    
Viviana hizo una pausa.
—Adela, hoy hablé con un amigo que ayer iba a la casa de Rodolfo y que se había demorado en el kiosco a comprar cigarrillos. Desde la vereda de enfrente pudo ver cuando Lucho subía a una camioneta sin ningún tipo de identificación. Rodolfo me dijo que pensó que se iba a otro lado pero cuando vio a los soldados en la puerta de la casa se dio cuenta de todo. Recién ahora hay rumores de que estaban vigilando la casa desde hace días, allí en donde estaban Lucho y Germán.
—¿Y ellos dónde están?
—También se lo llevaron. Todo el barrio está espantado. Nadie cree lo que pasan en la tele, pero nadie dice nada. Nadie se anima. Si vas a la Avenida Libertad…, está tan desierta que te da escalofríos.
Viviana miraba de reojo la puerta y las ventanas.
—Se llevaron todo, dicen que en la casa de Germán había armas, pero yo sé que es mentira. En esa casa lo único que podían encontrar eran libros.
—¿A qué hora fue? —tembló la pregunta en los labios de Adela.
—Ayer. Alrededor de las ocho de la noche.
—Ayer Lucho estuvo conmigo y me dijo que después iba a tu casa.
Viviana hizo un gesto de sorpresa.
—¿Cómo? ¿Estuvo acá? ¿Cuándo?
—Ayer estuvo conmigo, de ocho a nueve
—Adela…no puede ser…
—Me dijo que iba a hablar con vos —murmuró en una imprecisa letanía y recordó su desaparición en la habitación para luego volverlo a ver más apagado.
Y entonces Viviana se acordó del extraño presentimiento de la noche anterior, de no querer salir de su casa. De no acudir a la cita de los lunes en casa de Rodolfo, a pesar de ir a buscar el pedido que le había hecho a Germán: “Un elefante ocupa mucho espacio” de Elsa Bornemann para su hermanita y “Cantos Ceremoniales” de Neruda para ella. De sentir en su espalda una corriente eléctrica, una especie de sobredosis de adrenalina que era la misma que le provocaba Lucho cuando la abrazaba y la besaba desde atrás, eran las ocho y media o algo más. Se acordó de la hora porque había mirado el reloj y le había parecido tarde para ir a su encuentro.
—¿Tenés algo fuerte? —preguntó Viviana que vio cómo sus manos tocaban esas hojas escritas transmitiéndoles un temblor que no podía aquietar.
—No —le contestó Adela mientras recordaba a su hijo, de espaldas, reflejado en las botellas semivacías de whisky, como si estuviera de penitencia.
—Ya no.


                                                             ***


Eran las doce de la noche cuando Adela terminó de leer algunas de las historias que había escrito esa noche, con la pantalla del televisor a oscuras. Historias para un chico de cuatro años que no podía dormir. Viviana escuchaba y no paraba de llorar. Adela no derramaba una lágrima. Ya lo había hecho durante toda la hora en que se había puesto a escribirlas, sin que pudiera evitarlo, como en una especie de trance.
—Adela, ¿qué vamos a hacer? —le preguntó Viviana.
La pregunta quedó flotando en el silencio de esa noche que recién comenzaba.
En el centro de la mesa, una botella de whisky con agua de la canilla, lucía un abigarrado ramillete de rosas silvestres.
Afuera, la noche había llegado para envolverlo todo con un manto amargo. El barrio entero estaba a oscuras y en silencio. Solo la luz de su casa brillaba, cálida y desafiante, como un faro.

Como un faro en medio de la tormenta.

martes, 6 de diciembre de 2016

INSOSLAYABLES VIII - EL LIBRO QUE NO FUE

Se dice que en los archivos de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires hay una tarjeta que proporciona los datos exactos de un libro que no existe. También se dice que la confeccionó, en un arrebato prodigioso por incorporar lo fantástico a lo real, el mismísimo Jorge Luis Borges. Un experimento, un juego, una broma del escritor. Pero una broma con un asombroso lado profético.

Estoy hablando de un libro maldito, un libro de hechizos, un libro de profecías apocalípticas, un grimorio medieval; el famoso libro de los muertos: el Necronomicón. Un libro que, si vamos al caso, cualquiera de nosotros podría haber escrito. ¿Por qué? Porque nunca lo fue. Claro que para ello, tendríamos que poseer la genialidad de H. P. Lovecraft, su demiurgo literario, que no lo escribió, pero sí lo imaginó.

Sin embargo, como en toda historia fantástica, las garras de lo posible tratan por todos los medios de aferrarse a su esquiva verosimilitud. La historia del Necronomicón no es la excepción.

Este Insoslayables —el último del año— invita a prestar atención a algo inexistente. Dicen que lo esencial es invisible a los ojos. Quizás por eso esta invitación apunta a un texto que, a pesar de haber provocado un nuevo giro al género de horror, al buscarlo solo encontramos copias de algo supuesto. 

Es decir, podríamos dar con textos dispersos acerca de una obra que nunca fue escrita. En resumen, existen copias apócrifas que tienen más valor que el original, sencillamente porque ese original no puede encontrarse en ningún lado. Así, la copia pasa a transformarse en un original bastardo.

En verdad, el Necronomicón sí está escrito... claro que no es el mismo al que hizo referencia Lovecraft en el cuento “El sabueso” (1922), donde este título terrorífico hace su primera aparición. La hipotética obra, escrita también por un hipotético árabe, Abdul Alhazred, contiene los conjuros mágicos para traer a la vida a nefastos seres primigenios, como Cthulhu o R’lyeh, ocultos y agazapados desde tiempos inmemoriales para exterminar a la raza humana.

Se dice que Abdul fue devorado por una bestia invisible en plena luz del día y a la vista de testigos espantados, se dice que el libro estaba forrado con piel humana, se dice que manipularlo pondría en peligro el equilibrio cósmico, se dicen tantas cosas…

No puedo dejar de recordar —volviendo a Borges y sus juegos— el cuento Tlon, Uqbar, Orbis Tertius, presente en Ficciones. Allí, el escritor imaginó objetos ilusorios que provenían de un planeta desconocido (Orbis Tertius), que cobraban entidad física en nuestro planeta.

Lo cierto es que luego de concebirlo, Lovecraft se dispuso a ver cómo su criatura literaria se dispersaba como una mancha de aceite en novelas y cuentos de otros autores. Más tarde se hicieron películas y hasta video- juegos. ¿Los objetos fantásticos del cuento de Borges en la Tierra? Algo así.

Si seguimos con el pacto de ficción, podemos decir que solo existen cinco copias del Necronomicón en el mundo. Las demás han sido prohibidas y quemadas a lo largo de la historia. Al ejemplar de la consabida Biblioteca de Buenos Aires, le podemos sumar otro en el Museo Británico, otro en el de París, el cuarto en el de Harvard y un quinto en la Universidad de Miskatonic, Arkham. Este último edificio, para sumar más misterio al misterio, no existe.

Además, están catalogados unos diez ejemplares que afirman ser las copias del original. Desde manuscritos transcriptos por autores ocultistas, libros ilustrados —como el del artista suizo H. R. Giger— hasta, ya en plena era internet, un volumen nacido bajo el controvertido Proyecto Necronomicón, una iniciativa para, mediante la colaboración de varios autores, crear un falso Necronomicón.

Y aquí cabe la pregunta: si todo es falso, ¿quién no asegura que lo que existe —las copias— no pasarían a ser los originales?

A pesar de que Lovecraft dejó bien sentado su propósito literario al declarar: “Nunca existió ningún Abdul Alhazred o el Necronomicón porque los inventé yo mismo”, las elucubraciones e hipótesis siguieron su curso haciendo del mito algo tangible y probable.

Podemos decir que lo que hizo Lovecraft no fue nada nuevo. Existen infinidad de libros apócrifos que se idearon en el transcurso del tiempo como simples experimentos lúdicos o meros artífices de engaño. Sin embargo, también podemos decir que la genialidad del escritor de Providence radica en que su obra ficticia fue adoptada, apropiada y enriquecida por multitud de seguidores y discípulos que lo incorporaron a la prosa fantástica del siglo XX. Nacía de esa manera, a principios del siglo XIX, el horror cósmico, una hibridación entre el gótico clásico y la incipiente ciencia ficción. Nacían también los miedos subterráneos, tanto a nivel geográfico como a nivel mental. Nacía, en ese mismo período, el psicoanálisis. Pero bueno, esa ya es otra historia. Mientras tanto, el Necronomicón —verdadero o falso— sigue acechando en los oscuros corredores a la espera de que alguien se atreva a abrirlo.

“El amuleto de jade descansaba ahora en un nicho de nuestro museo, y a veces encendíamos velas de extrañas fragancias ante él. En el Necronomicón  de Abdul Alhazred nos enteramos de muchas de sus propiedades, y de la relación existente entre las almas de los espectros y los objetos que la simbolizaban; y lo que leímos nos llenó de inquietud.

Entonces, llegó el terror”. (Fragmento de El Sabueso, H.P. Lovecraft).

Columna aparecida en la Revista Qu Número 18 (Noviembre 2016).