miércoles, 8 de febrero de 2012

LA EFIGIE


Es curioso, pienso, en realidad es lo único que puedo hacer por el momento. No puedo hablar por la sencilla razón de que tengo la mandíbula partida en dos. No poder hablar no me preocupa tanto, siempre fui bastante callado, pero el no poder comer una buena hamburguesa con papas fritas me fastidia un poco. Quisiera preguntarle a la enfermera cuándo voy a poder masticar chicle; un hábito que adopté cuándo dejé de fumar y del que ahora me hice adicto, pero tendría que escribirlo, y eso, por ahora, me es imposible. Tengo el brazo derecho enyesado por una fractura expuesta y la mano izquierda en no sé cuántas partes, aunque si la tuviera sana no podría escribir mucho: nunca pude hacer nada bien con esa mano. Es la parte boba de mi cuerpo, bueno, una de tantas.
Entonces sólo me queda pensar. Pensar en cómo puede ser que todavía esté vivo, en quién y cómo me trajeron a este hospital, que no sé cuál es y no sé adónde queda.
Sólo un recuerdo me quedó de esa noche antes de que todo el mundo se disolviera dentro de una nube negra.
No escuché sonidos. No tuve sensaciones como de frío o calor. No sentí dolor; es extraño, pero fue así. Y hay algo que no puedo dejar de recordar y ese algo es un rostro. Cierro los ojos y lo veo, es decir lo veo casi todo el tiempo. Estoy tan anestesiado que tengo fuerzas para abrirlos de vez en cuando, y por unos breves momentos. Los abro para tratar de no ver esa cara como si estuviera acuñada en una antigua moneda romana, ésas que se cincelaban a martillazos. Ese rostro parecía estar hecha de la misma manera: achatada en las mejillas y sobresalida en los pómulos; una pera que terminaba en punta y, encima, dividida por la mitad; ojitos chiquitos bailaban dentro de esa circunferencia deforme como los bordes de los antiguos denarios.
Nunca se me había acercado demasiado, quizás para que en la distancia viera mi propio semblante reflejado en su frente lustrosa como espejo de acero. Lo que vi fue otra cosa: su palidez extrema y su ausencia absoluta de barba, bigote o alguna débil sombra de vellosidad varonil. Parecía una cara hecha sin arrugas de ningún tipo; un camafeo antiguo que me miraba como miraban esos rostros decolorados detrás de sus tapitas de oro bruñido. La veo y me estremezco, y el temblor sorpresivo me hace doler todo el cuerpo magullado.
Ahora que lo pienso mejor (es lo único que puedo hacer) sí hubo colores en la escena. Aparecían intermitentemente como estallidos azules, eléctricos. Y dentro de esos fulgores cianóticos aparecía, como las ruedas de fuego del Apocalipsis: la efigie, anidada en lo alto por un revoltijo de pelo blanco de tan rubio. Una máscara albina y lampiña, que cobijaba centímetros antes de llegar a la parte inferior del rostro, una rosa morada en forma de labios. Gordos, carnosos, una verdadera almohadilla en donde se apoyaban unos dientes de diferentes matices. Creo que algunos eran de oro o de plata, no lo recuerdo muy bien. Será porque no se rió mucho mientras estaba tratando de molerme a golpes.
Dejo de pensar, quizás estoy imaginándolo todo y ese rostro diabólico es todo lo contrario de lo que pienso. Me adormezco en un sueño pesado y comatoso. En un sobresalto recuerdo que esa noche no sólo hubo colores, sino que también hubo sonidos. Un conjunto de palabras que me vienen a la mente (o debo decir a los oídos) antes de volver a cerrar lo ojos: “¡Tomá Varela, para que aprendas!”. Hago memoria y no me suena para nada ese apellido. Yo me llamo Pereyra.
Lo último que escucho, antes de entrar en coma, es el taconeo de la enfermera que parece estar corriendo hacia alguna parte.