sábado, 28 de abril de 2012

COSER EL TIEMPO


Lo último que hizo mi padre antes de internarse, fue remendarme los bolsillos rotos de mi sobretodo de franela.
Lo recuerdo como si hubiese sido ayer, aunque hayan pasado más de cinco años. Bastó un sillón al lado de la ventana de su casa, una luz amarilla de sol crepuscular y la música de una radio eternamente encendida para escenificar ese momento. Lo vi cuando entré por la puerta de la cocina. Estaba concentrado en coser con hilo y aguja el segundo de los bolsillos que siempre los había tenido hecho jirones. Los agujeros que estaba remendando habían coexistido conmigo como una ausente presencia. Él había decidido cerrarlos. Quizás porque vio mi sobretodo olvidado en una silla. Quizás porque estaba aburrido. Quizás porque presentía algo. Quizás porque sí. Lo cierto es que cuando me acerqué a él me miró por arriba del marco de sus anteojos de aumento y sonriéndome me lo alcanzó. “Ya está”, fue lo único que me dijo.
Al otro día, a esa misma hora, estaba internado en terapia intensiva.
La operación programada para las ocho de la mañana se había prolongado durante seis horas. Su cuerpo había quedado exhausto, en coma farmacológico y con muchas probabilidades de no poder despertarse más.
Veinte días después me encontraba, de pie, al costado de una montaña de tierra removida. Tenía las manos en el bolsillo del sobretodo y sentía la presencia de mi padre en la textura de esa tela de remiendo. Una contención firme y áspera que impedía que mis manos siguieran de largo, sin detenerse. Los bolsillos estaban fríos, como el día, como todo invierno que se precie. Mis manos se habían convertido en dos puños. Dos puños que eran frenados, como nunca antes, por un simple remiendo de tela. Mi padre parecía contenerme de alguna manera y entonces exprimí el bolsillo emparchado como si estuviera dándole un apretón de manos. De hecho fue el último sentimiento de cercanía que experimenté antes de archivar ese viejo sobretodo por el que pasaron sus dedos como cauterizadores del desagarro que venía acompañándome desde hacía tanto tiempo.
Me fui del cementerio caminando lento. No sé qué lectura tendría que hacer sobre ese hecho tan simbólico y lleno de significados, o tal vez lo haya hecho sin darme cuenta: mi vida cambió a partir de ese momento, se hizo más paciente.
Me doy cuenta de que tuve la oportunidad de haberme sentado enfrente de él y conversar un rato en esa tarde invernal. Aunque sea unos breves minutos. Pero la urgencia diaria de querer estar siempre en otro lado me hizo desistir de lo que hubiese sido la última conversación con mi padre.
Cada vez que me dejo llevar por el vértigo y la prisa por querer hacer muchas cosas a la vez, me acuerdo del remiendo, de la paciencia oriental con que mi padre realizó ese trabajo, del saber que para atesorar las cosas valiosas hay que detenerse, cada tanto,  para que no se escabullan, irremediablemente, por la falta de una costura hecha a tiempo.

miércoles, 4 de abril de 2012

EMBORÉ

Supe de la ciudad cuando tenía nueve años, unos meses antes de viajar a Misiones. Había caído en mis manos un pequeño libro sobre leyendas del norte argentino que no sabría decir con exactitud cómo había llegado hasta mí. Ese hallazgo me provocó una gran conmoción e hizo que me aprendiese de memoria las cinco páginas que narraban la historia de una expedición a Emboré, la ciudad secreta, que se escondía en medio de la selva.
La niebla se expandía en la penumbra de la selva apagando el rojo chillón de la tierra misionera.
Así empezaba el capítulo quince del libro y, cada vez que lo leía, me recorría un escalofrío al imaginarme en esa selva sombría, con enredaderas que trepaban por los troncos húmedos en su desesperada búsqueda  por llegar al sol. En esas mismas tierras en donde  desembocaron innumerables hombres en busca de la riqueza escondida en la ciudad que, se decía, sobrepasaba el valor que refieren los cuentos de las Mil y Una Noches; una ciudad construida por los jesuitas que escondieron todos sus tesoros acumulados durante sus trabajos en las misiones de frontera, para que no cayeran en manos de la Corona española que los había expulsado del continente.
Antes de irme de vacaciones a Misiones yo ya había estado allí acompañando, de lejos, a esas legiones codiciosas por desenterrar las montañas de oro que estaban detrás de los muros de la ciudad.
Toda la selva parece estremecerse ante las pupilas dilatadas de los hombres que buscan la riqueza. Está oculta entre las entrañas mismas de la vegetación y, sin embargo, se evidencia a este puñado de hombres que, más allá del deseo, ya no pueden discernir y así caminan inmutables hacia ella.
Al leer la historia yo caminaba con ellos como un cronista, alejado de sus ambiciones, pero arrobado por el escenario atrapante y seductor de sus senderos abiertos a golpe de machete. La historia continuaba diciendo que luego de días de infructuosa búsqueda la expedición llegaba, por fin, a la ciudad blanca de Emboré, y que los expedicionarios se encontraron con una plaza a la izquierda del convento, el pozo de agua en el centro y un balde, balanceándose solitario y vacío, chocando cada tanto sobre el brocal del aljibe, en medio de un silencio espeluznante. Lo que más les llamó la atención a los expedicionarios fue la falta absoluta de puertas y ventanas de las casas, pero la leyenda también decía que los jesuitas se comunicaban por medio de pasadizos y túneles secretos. Sólo tenían que encontrarlos. Fue entonces cuando uno de ellos golpeó fuertemente con el mango de la espada la pared más cercana. El sonido a hueco traspasó los oídos de todos que  se abalanzaron como hormigas y empezaron a golpear la pared incólume;  enloquecidos y  con las últimas fuerzas que le quedaban después de semanas de calor, hambre y heridas infectadas.  Trataron de desmoronarla, de hacerla escombros para  descubrir lo que se imaginaban iba a ser la antesala de un mundo de riquezas. Lo que estos pobres condenados consiguieron fue descubrir la antesala del infierno: luego de un silencio ominoso, en que hasta los pájaros callaron, la tierra se abrió bajo sus pies y todos cayeron devorados por una grieta en medio de espantosos chillidos de asombro que se perdieron sin eco a medida que la trampa de Emboré se cerraba para siempre. La ciudad quedó nuevamente intacta, silenciosa y siniestra. Lo único que se escuchaba era el ruido metálico del balde al golpear rítmicamente contra el brocal del pozo de agua. Nunca me pregunté cómo se puede relatar un infortunio sin testigos, pero yo, a mis nueve años, los vi caerse en las fauces de tierra colorada con la adrenalina de mi imaginación helándome la espalda.
Cuando llegó el día de viajar a Misiones, me sentía como uno de los personajes de la historia leída una y mil veces. La lujuria de la selva y el hechizo de las monedas de oro me esperaban con su paciencia infinita. También el temor.
A los dos días de llegar al hotel mis padres me dijeron que iríamos a conocer Emboré. Mi corazón dio un vuelco y se me puso la piel de gallina. Nunca supieron que acababan de darme la noticia más importante de mi vida. Lo único que recuerdo haber llevado como equipaje fue el libro sobre las leyendas del norte argentino.
Emboré me recibió, después de dos horas de nerviosa excitación,  con un gran cartel de luces de colores. No resultó ser la tierra misteriosa tapizada con oro, Emboré resultó ser un gran parque de diversiones por el que deambulé, ajeno a todo, como un fantasma en una tarde desolada. Caminé por sus calles deseando ver una pista, una señal de tantos siglos de búsqueda, una casa sin ventanas, una armadura semienterrada, un machete oxidado, algo, pero lo que logré fue --a instancias de mi padre-- un peluche de premio que gané en un juego estúpido, un helado de vainilla que comí con desgano y una vuelta en el tren fantasma, en dónde buscaba en cada curva oscura algún resabio de la leyenda, ésa que decía que la ciudad estaba habitada por los espíritus de los jesuitas que habían puesto trampas para aquellos que la profanaran. Nunca más volví a ver ese pequeño libro de tapas verdes, quizás lo hubiera olvidado en esa ciudad ausente, arriba de algún mostrador de feria, mientras seguía buscando en las cicatrices del asfalto la trampa mortal por la que habían caído mis ilusiones de aventuras.