martes, 22 de marzo de 2011

viernes, 18 de marzo de 2011

Julio Cortázar - Casa Tomada


Animación basada en el cuento Casa Tomada narrado por Julio Cortázar. Realizado para Diseño Audiovisual III de la la carrera de Arquitectura , Diseño y Urbanismo de la UBA.

ALQUIMIA


 El pasado es la única cosa muerta
cuyo aroma es dulce.

Edward Thomas (1878-1917)
                                                                                                             




Después de un prolongado corte de luz —unas ocho horas sin corriente eléctrica—  el interior de mi heladera se había convertido en un depósito de agua estancada, turbia. Es entonces que decido hacer una limpieza general sacando botellas, recipientes con cosas que no recordaba haberlas guardado, algunas manzanas machucadas, más botellas y latas de conserva abiertas, restos de manteca y mermeladas y un sinfín de recipientes, bandejas y sobres con condimentos dudosos. Tiro a la basura restos de fiambres, yogures vencidos y el sobrante de la cena anterior. Saco un ejército de frascos y envases para ver qué sirve y qué no. Y aparece, de improviso, escondido en un rincón, algo que Lucía atesoraba como si fuera un santo grial y del que comía con culpa por el horror a enfrentarse al espejo y darse cuenta de que había engordado.
Se me estruja el corazón. Me empiezan a temblar las manos. Estaba absorto en una limpieza casi pueril que ese símbolo de tantas cosas pasadas me cae como un mazazo en pleno estómago. Me toma desprevenido. Pero ahí estaba. Un envase plástico de dulce de leche que había olvidado que existía. Un dulce que yo reponía cada vez que se terminaba sin decírselo, y que ella comía a escondidas sin decírmelo en una especie de pacto desquiciado en que ella hacía lo que no debía y yo permitía que hiciera lo que no me importaba que haga. 
Saco el envase despacio, lo miro y lo veo sumergirse en una atmósfera líquida; la respiración entrecortada anuncia una tormenta interior, una que ya creía olvidada. Lo destapo con cierto temor de que esté inservible. La tapa pegoteada se me cae de las manos. Está por la mitad, la otra mitad se fue con Lucía, allí, en donde quiera que esté.
Se me inunda la boca con un gusto amargo. Entonces decido comerme el resto, para anular esa amargura, en una especie de comunión con la verdadera dueña de ese dulce que estuvo oculto tanto tiempo y que un apagón de luz lo sacó de la oscuridad.
Hundo el dedo índice en el dulce de leche y saco una hilacha oscura y pesada que me llevo a la boca. Tiene un gusto áspero y azucarado, quizás por el tiempo que estuvo en la heladera sin ser tocado. 
¿Cuánto tiempo de eso? Mucho. Mucho tiempo, pienso.
Saboreo el dulzor con nostalgia y salgo al patio. Mi mirada se pierde en un horizonte lleno de nubes, con algunos destellos de plata aquí y allá que anuncian una tormenta.
Empieza a escurrirse por entre las ramas largas y sedosas del sauce llorón un aroma a tierra mojada. Luego, como en una coreografía ensayada de antemano, vendrá el viento tibio, la lluvia fresca, la canción de la siesta.
Vuelvo a hundir esta vez dos dedos en el dulce y la recompensa es mayor. Me lleno la boca con ese sabor a pasado que me hace arder los ojos. Quiero echarle la culpa al viento, pero el viento aún no ha llegado. 
Persiste el lejano olor a tierra mojada, una inminencia indeclinable que choca con la realidad; mis pies aún están pisando un polvo tan fino y seco que parece harina de maíz.
Al fin el viento llega. Un aliento con aroma a electricidad. Suelto una risa enloquecida para protegerme, para desafiar la melancolía, para soportar  el desasosiego, para calmar la pérdida. El viento mueve los troncos de los sauces, balanceándolos peligrosamente. Pronto caerán las primeras gotas. Pesadas y grandes. Como el dulce de leche que caía a escondidas en la boca nocturna de Lucía.  Como las saladas lágrimas en mis ojos  que se están deslizando furtivas,  como un río manso y clandestino.
Y es entonces que escucho un susurro en el viento. Es algo indefinido. Cierro los ojos para concentrarme mejor e imagino las ramas finas y verdes del sauce entremezclándose con los mechones oscuros de sus cabellos. Quiero abrirlos pero sé que si lo hago la ilusión va a desaparecer.
“No los abras”, me dice una voz de mujer.
El viento ahora parece corporizarse. Tiene manos, dedos y brazos que se deslizan por mi cuello, abriendo mi camisa y desordenándome el pelo, dándome escalofríos, acariciándome la espalda, lastimándome, desgarrando la coraza que había forjado con paciencia de artesano.
“Por fin te acordaste”, vibra una súplica que parece venir de entre las hojas amarillentas de los sauces. Quiero decir algo pero no puedo. Después de tantos meses no sé qué decir.
“No digas nada”, dice adivinándome el pensamiento. Su voz va y viene. Una letanía que me rodea como un coro.
El viento ahora es más violento, más provocativo. Me golpea. Me golpea con ráfagas que me invade con el mismo olor a tierra mojada, pero también con el del musgo, de la turba, de las raíces de un bosque en permanente penumbra. De pronto, siento una sacudida y el pote de dulce de leche es arrancado de mis manos. Mantengo los ojos cerrados, haciéndole caso a esa voz que me nombra, a esos besos de tierra que me ciegan.
Luego de unos minutos; eternos minutos en que confundía el roce del viento con el roce de un vestido imaginario  —su último vestido—, todo se sumerge en el silencio. Abro los ojos y miro alrededor. Todo está azulado, como si fuera una fotografía dejada al sol durante meses. Ya no hay perfume. Ya no hay caricias. Ya no hay nada más que la inminente tormenta.
Busco el envase y no lo encuentro. Es raro e increíble.  Inexplicable. Camino en círculos, pero no logro encontrarlo. Me parece imposible que haya desaparecido en un patio rodeado de arbustos tupidos y densos. Interrumpo la búsqueda porque una lluvia torrencial cae de repente como si alguien hubiera tajeado el vientre preñado de agua de una nube gigantesca.
Entro a mi casa corriendo sin dejar de buscar con la mirada afiebrada algo tan ordinario como lo es un recipiente de plástico, algo que para mí pasa a convertirse en una incógnita. Pero desisto. No está en ningún lado. Es como si se hubiese deshecho bajo la lluvia, como su voz, como sus caricias de ultratumba.


Todo este último año estuve desorientado, sin brújula, con las esporádicas visitas a una cruz de mármol fría e indiferente. He dejado de dar esos paseos vacíos y sin sentido. Ahora mi heladera está llena de potes y potes de dulce de leche. Se viene la estación de las lluvias y sé que ella va a estar ahí, esperando, para seguir atada a algo terrenal, a algo que puedo ofrecerle como si fuese el néctar de los dioses. Una especie de Hilo de Ariadna que la guíe y la saque de una vez por todas de ese laberinto amargo en donde se encuentra. El mismo laberinto que a mí me fue encerrando hasta dejarme en una completa y asfixiante oscuridad.
Solo hace falta una ofrenda de dulzura, un viento áspero, unos relámpagos de oro y plata para que su respiración eléctrica, su vestido de hojas muertas, en ese límite en donde se mezcla lo real y lo irreal, se transforme en una alquímica presencia.

martes, 8 de marzo de 2011

El pañuelo de Brian

Pasados unos minutos, Brian caminó hasta la esquina de la habitación y apoyó las manos nerviosas en la pared. Se sentía nervioso, agitado. No le habían hecho daño, pero cuando lo agarraron bruscamente por sorpresa inmovilizándole los brazos por detrás de la espalda sintió un relámpago de dolor. Lo palparon de arriba a abajo y lo empujaron con muy malos modales a permanecer dentro de una habitación que cerraron con llave.
 Se vio las manos, agitándose sobre la pared entelada, como plumas al viento. Afuera se escuchaban voces subidas de tono y algunos motores de autos arrancando y haciendo crujir las piedras del sendero que conducía a la casa. Todo muy amortiguado, como si estuviese dentro de una burbuja de agua.
Separó las manos de la pared y empezó a respirar en forma más pausada, calmándose a sí mismo con un débil convencimiento de que no podía pasarle nada. Era un vecino del barrio desde hacía décadas, y aunque no conocía personalmente a los dueños de semejante mansión, algunas veces intercambió un saludo de cortesía con varios de sus choferes. Algo terrible había ocurrido y era lógico que tuvieran que tomar ciertas precauciones.
Para tranquilizarse del todo y, para no seguir reprochándose por meterse en lugares al  que no lo invitaron,  trató de hacer memoria y recordar en dónde había visto paredes enteladas color mostaza como las que estaba acariciando. Y recordó que fue en una habitación de la hostería San Julián en San Pedro, el lugar al que había ido hacía mucho tiempo con su esposa a pasar un fin de semana de invierno. Fueron dos noches en que no pudo pegar un ojo, por temor a que alguna chispa del hogar a leña que se encontraba a los pies de la cama, y que él mismo se encargaba de alimentar durante el día,  pudiese saltar hasta la tela de la pared y provocar un incendio. Terminó el fin de semana más cansado de lo que había llegado. Pero era joven y su esposa aún vivía. Eran otras épocas. Ahora se sentía viejo y con demasiado tiempo para pensar en cosas pasadas.
Afuera se seguían escuchando ruidos intraducibles pero urgentes. Pensó que no era para menos después de lo que pasó. Pero no podía hacer nada por el momento.
Le llamó la atención una serie de tulipas de cristal opaco que sobresalían de la pared como hongos fosforescentes sostenidas por un soporte de bronce con hojas y espigas grabadas en el metal. Contó seis, y las seis estaban encendidas. Pero la iluminación era mala, parecían estar sumergidas en un resplandor gaseoso, como esas avenidas atacadas por la niebla y al que ni las potentes luces de mercurio pueden horadar.
Después prestó atención a los cuadros. Eran demasiados para contarlos, pero había cuatro que sobresalían del resto. No porque fueran los más grandes, que de hecho sí lo eran, sino por la grandilocuencia de sus marcos de madera de ciruelo: llenos de arabescos y filigranas. Los cuatro representaban temáticas propias del siglo XVIII; una merienda campestre con caballeros sentados junto a un grupo de damas con sombrillas y miradas de aburrimiento; una confitería al aire libre atiborrada de mesas a la orilla de un río jaspeado de brillos y sombras; una taberna oscura suavizada por las pinceladas luminosas con las que el artista intentó representar el humo del tabaco de los cigarros que ardían como luciérnagas  y por último el típico cuadro costumbrista de una cacería de zorros, con los jinetes enfundados en calzas blancas y un blazer rojo de terciopelo que contrastaba como señales de peligro en todo el paisaje boscoso.
Más calmado siguió caminando como si estuviera de visita en un museo y llegó hasta la pared de enfrente en donde se alzaba un perchero imponente que sobrepasaba su altura. A su lado una mesita de madera rojiza sostenía un teléfono antiguo, con auricular de marfil y horquilla de metal. Lo levantó y apoyó el tubo en la oreja; se sonrió cuándo escucho el sonido muerto del tono. “No todo lo que reluce es oro” se dijo con una sonrisa.
Fue hasta el otro extremo en donde una mesada de madera oscura era flanqueada por dos lámparas Tiffany’s con sus caperuzas hechas de vitrales de colores furiosos. Solo una estaba encendida y era de una belleza cromática increíble. En medio de las dos lámparas le llamó la atención una hilera de libros de tapas duras. Se acercó medio agachado para ver los títulos dorados en sus lomos verticales, pero le fue imposible interpretarlos. Había muchas K, muchas E al revés, muchas consonantes y pocas vocales. “Debe ser ruso o griego” pensó.
Cuando se incorporó de golpe se sobresaltó al ver su imagen reflejada en un espejo, detrás de la mesada, que curiosamente se le había pasado inadvertido. Volvió a tener palpitaciones. No le gustó lo que vio. Se veía demacrado, ojeroso, “cómo cuando me fui de la hostería”, pensó, con el bigote canoso arqueado hacia abajo en una mueca desconocida. Podía ser por efecto de la luz, pero su piel tenía un color verde amarillento como el pasto cuando se pudre bajo las piedras. Nada hacía suponer que ese brillo apagado de sus ojos color lavanda escondiera por detrás el semblante de un viejo y arrogante descendiente de ingleses, con el pelo blanco enmarañado como Einstein. El mundo parecía habérsele caído encima. Quiso distraerse con los lujos de una habitación decadente, pero la realidad de su cara le trajo la otra realidad, la que había visto hacía solo un par de minutos. Veinte, para ser más exactos. Se deslizó como en un sueño hacia el centro de la habitación, en donde se hallaban una serie de sillones dispuestos como los menhires mágicos de Stonehenge, la antigua tierra en donde había vivido hasta los catorce años. Se desplomó en uno de ellos. De cuero suave y mullido era la antesala perfecta para el epílogo de una situación anormal en la que se había involucrado.
En ese preciso  momento se abrió la puerta. Brian hizo el ademán de incorporarse, pero el hombre de traje oscuro que había entrado levantó una mano indicando que no se molestara en hacerlo, tenía un anillo de sello en el dedo anular y las uñas prolijamente cortadas. Se sentó enfrente de él, en el otro sillón suave y mullido, y le ofreció una sonrisa tan blanca y vasta como la del lobo feroz de los cuentos para niños. En la puerta quedó otro lobo, pero éste no se reía, simplemente lo miraba con ojos tan vacíos e inexpresivos como los de un pez muerto, o de un tiburón vivo.
-Disculpe que lo hayamos demorado tanto tiempo, señor Brian Connor, ¿no? –le habló mientras leía el documento que le habían sacado del bolsillo por la fuerza .Mi nombre es Marco y si no me equivoco usted vive por acá cerca, ¿no?
Brian asintió con la cabeza.
-Solo  quiero hacerle un par de preguntas y lo dejaré libre.
-No sabía que estaba preso. –susurró Brian.
El hombre de impecable traje oscuro se rió con ganas.
-Es una manera de decir, hagamos esto rápido, dígame, usted entró al jardín saltando la cerca ¿verdad?
-Es verdad.
-Eso veo y no tengo que presumir  que entró para robar.
-¿Usted que cree?
-Nunca se sabe, pero bueno, no se enoje, son preguntas que tengo que hacerle.
-¿Usted es policía?
-Bueno, digamos que me ocupo de la seguridad de esta casa. ¿Y por qué entró?
Brian miró al sujeto que estaba parado en la puerta, la única salida posible. Descubrió en ese momento con horror que no existía ventana alguna en esa especie de sótano del siglo XVIII. Titubeó unos minutos, pero ya se estaba cansando de ese atropello y la flema inglesa estaba bullendo en sus venas azules.
-Escuché algo que me llamó la atención –dijo cauteloso.
-¿Un grito?
Brian no supo cómo seguir. Al parecer el tal Marco no se andaba con muchos rodeos.
-Bueno, sí, escuché el grito de una mujer y salté para ver si podía ayudar en algo.
-¿Y qué pasó luego?
Se revolvió en el sillón incómodo, “cómo si ustedes no lo supieran”, pensó.
-Bueno, al no ver a nadie seguí caminando hasta la parte trasera del jardín y vi a la mujer tirada en el pasto. Me oculté unos segundos por miedo a que el atacante estuviera todavía dando vueltas, entonces fui hasta…
-Perdone que lo interrumpa, pero ¿por qué piensa que hubo un atacante?
-¿Es una broma? Esa mujer tenía un corte en el cuello.
El hombre de traje oscuro, sin perder la compostura, sacó del bolsillo del saco una fotografía que extendió hacia Brian.
-Dígame, ¿es ésta la mujer que vio?
Brian tomó la fotografía resoplando por el movimiento que tuvo que hacer hacia delante, era una muchacha de largos cabellos negros, lacios, que sonreía a la cámara con absoluta naturalidad, pero que a su vez dejaba entrever una trágica aura de fatalidad, como aquellas doncellas retratadas por los pintores góticos como Füsili. Piel pálida y semblante lánguido y una sombra oscura debajo de los ojos. No se veía ninguna imperfección en la piel, como si  un polvillo de azúcar se derramara  por sus facciones haciéndola más corpórea; de otra manera sería como estar viendo la fotografía de un fantasma. Un fantasma risueño.
Brian se quedó un par de minutos mirando el retrato, tratando de superponer como si fueran dos hojas de calcar, el rostro mudo del parque con ese otro virginal tiznando por el reflejo de unos gélidos ojos azules. Pensó mucho antes de decir algo.
-No sé, puede ser, la que vi parecía mayor y el pelo parecía  más claro.
-Sabía que iba a decir algo así. Se llama Juliana y es actriz.
-¿Perdón?
-Digo que es actriz, la chica de la foto, y la del parque obviamente –creyó necesario aclarar-. Suele caracterizarse para ensayar. No es extraño que se ponga una peluca y se maquille para parecer mayor.
-No sé -dijo Brian alejando unos centímetros la fotografía de su vista –la nariz no parece ser la misma.
Era conciente que tenía que quedarse callado, pero a esta altura quería demostrarles a esos matones con traje de Armani que no era ningún viejo senil y decrépito.
-No sea tonto Connor, todo puede alterarse con una prótesis adecuada.
-¿Y el corte, y la sangre?
-Un truco.
-¿Usted quiere decirme que estaba actuando?
-Siempre lo hace, por eso quería hablar con usted, para que no se preocupara. Juliana es, como decirlo, un poco especial; lleva mucho tiempo con tratamiento…digamos que prolongado, y no nos gustaría que eso se desparramara por fuera de esta casa.
-Entiendo –mintió- pero me quedaría más tranquilo si pudiera verla –dijo sin pensar en lo que estaba pidiendo. No era oportuno decirlo pero la adrenalina le hormigueaba por todo el cuerpo.
-¡Acá estoy! –Dijo alguien desde la puerta- Y lamento que lo hayan retenido por mi culpa.
La voz tomó forma y apareció detrás del custodio que acompañaba a Marco. Brian pudo ver la misma cara de ángel pagano de la fotografía, pero ahora la veía esbelta dentro de un vestido largo y  austero como una sábana santa. Tenía el pelo húmedo y daba la sensación de que se había tomado una ducha y puesto lo primero que encontró a mano Abría la boca para dejar escapar, cada tanto, hilos de humo de un cigarrillo que mantenía entre los dedos finos como juncos; tan finos como sus cejas, como su mentón; como si ella misma fuera un signo de exclamación. Un signo de admiración largo y etéreo con un pañuelo de seda envolviéndole el cuello. Marco la miró tan sorprendido como lo estaba Brian, solo que por diferentes motivos.
-No fue nada, lamento haberme precipitado de esa manera, no sabía que era actriz.
-No, no se disculpe, hizo lo correcto –su voz sonaba áspera, fuera de registro. Se acomodó el pañuelo y Brian pensó que iba a decir algo al respecto. No lo hizo.
-Bueno me alegro que esté bien y la verdad es que actúa de una manera muy realista, casi podría asegurar que la mujer que vi en el parque era otra persona.
-Gracias por el cumplido –dio una pitada larga al cigarrillo como lo haría si tuviera más de 30 y no la edad de 20 que aparentaba tener. Brian imaginó por un momento que el humo le saldría a través del pañuelo que tenía envuelto en el cuello, pero desechó la idea en el acto.
-¡Bueno! –Dijo Marco levantándose de golpe del sillón, tratando de tomar la iniciativa que había perdido durante los últimos minutos -No lo demoramos más, todo fue un mal entendido. Quisimos aclararlo por las dudas.
-Creo que todos actuamos por impulso –terminó diciendo Brian mientras veía como el secuaz de Marco se llevaba a Juliana fuera de su vista.

Lo acompañaron hasta el portón de entrada. El parque se desplegaba a ambos lados como un campo solitario e inquietante. Hasta las aves parecían haber callado y solo se escuchaba el ruido de las piedras crujiendo bajo tres pares de zapatos. Marco lo despidió fríamente pero sin dejar de mostrarle los dientes perfectos como un cortaplumas del ejército suizo. Perfectos y peligrosos si no se sabe sacar los dedos a tiempo. Seguía sonriendo cuando le preguntó desde la distancia.
-¿Cómo anda su nieta? Siempre la vemos pasar cuando va a trabajar, ¿o todavía estudia?
Brian no se dignó a responderle. La adrenalina heroica que le había servido para alardear de su estirpe bárbara se le había transformado en la de la peor especie: la del miedo. Caminó con la cabeza gacha. Nada le cerraba, y ellos sabían que a él nada le cerraba. Metió las manos en el bolsillo y sacó, mientras se alejaba de la mansión de los poderosos Garmendia, un pañuelo blanco, el mismo pañuelo que usó para limpiarse la sangre de la palma de la mano cuando se apoyó en el pasto, segundos antes que lo atraparan. Tuvo la intuición de que lo seguían. Se dio media vuelta de golpe, con el corazón palpitándole en las sienes y no vio a nadie. Solo el viento helado que movía desordenadamente las copas de los eucaliptos; una brisa repentina que le trajo desde esa casona macabra la imagen de el rostro de una desconocida  que le sonreía con horror y sorpresa desde el mismo cuello; desde el tajo perfecto como media luna que le habían infligido como una boca más, una boca ya seca de sangre. Esa sangre que estaba en el pasto, en su palma ahora limpia.
Miró el pañuelo que traía en la mano y ahogó un sollozo en él, mezclando la salobridad de su impotencia con la herrumbre de lo improbable.


                                                                                                                         fin…