viernes, 26 de agosto de 2011

EL DOBLEZ DEL AGUA

Ella me miró con los ojos oscuros por la sospecha de que algo podía ocurrir y me suplicó en voz baja.
—Si realmente me querés, no te vayas.
Entonces arrojé la campera, que había descolgado del perchero para irme, al sillón que minutos antes habíamos deformado con nuestros cuerpos. Miré la puerta del baño, que estaba cerrada por dentro. Segundos antes, había escuchado el girar de la llave.
No sabía si sentarme o quedarme parado. Ella me seguía mirando, ahora algo más tranquila; lo supe porque sus pupilas se aquietaron como agua mansa, aunque sus mejillas estaban encendidas como un fulgor de brasas ardientes. Sin darse vuelta habló al aire. Sin darse vuelta y con la vista fija en mí, habló al aire, con la voz elevada y clara; para que atravesase la puerta del baño que estaba cerrada con llave.
—Estuvimos recordando viejos tiempos, ¿sabés? de cuando salíamos a bailar los cuatro…
Del interior del baño no se escuchaba más que el silencio. A no ser porque había visto a Oscar entrar a la casa, de sorpresa, casi llevándome por delante, con un saludo de compromiso a mí y a ella, y que se había encerrado por alguna urgencia —al menos eso creí—, hubiera sospechado que ahí adentro no había nadie.
—Le estaba contando a Ariel que antes de que Laura se enfermara, vos me habías dicho que tuviste un presentimiento, un mal presentimiento, que algo estaba por romperse, ¿te acordás, corazón?
Esta última palabra salió con una pronunciación desmembrada, como si se hubiera roto en sus labios, como si se hubiese cristalizado con la suave exhalación de su boca escandalosamente pintada de rojo y —hecha trizas—, le hubieran lastimado la carne. Hasta me pareció ver hilos de sangre que le llegaban hasta el cuello en forma de flecos rojos.
Del otro lado de la puerta solo hubo silencio.
Estuve a punto de agarrar la campera que estaba tirada como un cuero seco, como para irme por segunda vez, pero sabía que ella no me hubiese permitido hacerlo, además, no tenía motivo alguno para escaparme como si fuese un ladrón de guante blanco.
—¿Qué pasa Oscar? ¿Te sentís bien?
Esa pregunta al vacío estuvo acompañada por un giro de su cara. Un giro que me proporcionó verle su mejor perfil, ahora recortado sobre la madera sucia de la puerta del baño.
Volvió a mirarme y me habló con los ojos. Yo le contesté de la misma manera.
—Sentate —me dijo con firmeza—. ¿Querés algo más para tomar?
—No, no, está bien, igual ya me voy.
Volvieron a bailotearle las pupilas que trataban de encontrar un punto de apoyo. Palidecieron sus pómulos. Se acercó hacia mí y me apretó un  brazo para retenerme en ese aire que se estaba enrareciendo. Cuando me soltó me quedó latiendo el músculo. No pensé que tuviera tal fuerza en esas manos tan delicadas, tan enjoyadas con anillos de oro y plata, propios y ajenos.
Entonces hubo ruidos en el baño, como de agua que cae por una pileta, como de algo que se pierde en los tubos de desagüe, como una pérdida, una estela que desaparece y que es imposible saber adónde va; un agua aurífera.
En ese mismo instante, ella, nerviosa, se puso a lavar en la  pileta de la cocina, los vasos sucios de espuma de la cerveza que habíamos estado tomando; y el agua, lamiendo su anillo de oro, cayó en el orificio del desagote y se perdió en las cañerías.
Quizás se hayan juntado en algún recodo, en alguna curva. Sus aguas doradas, digo, porque ellos, ya sabían que lo único que los unía era la lejanía.