martes, 13 de marzo de 2018

"AL FARO" SUBRAYADO (VIRGINIA WOOLF)



Era como si el agua se llevara arrastrando los pensamientos que se hubiesen estancado en la tierra seca, y les pusiera velas, y diera a los cuerpos alguna suerte de alivio físico.

Un amor que jamás intenta asir al objeto amado es igual al que los matemáticos profesan hacia sus símbolos, o los poetas hacia sus frases.

Esto era precisamente lo que entonces necesitaba con tanta frecuencia: pensar, o quizás ni tan siquiera pensar. Permanecer en silencio, quedarse sola. Todo el ser y el hacer, expansivo y deslumbrante, se evaporaban; y se contraía, con una sensación pomposa, hasta ser una misma, un corazón de oscuridad en forma de cuña, algo escondido para los demás.

Él decía siempre cosas muy tristes, pero ella se daba cuenta de que en cuanto las había dicho parecía más alegre que de costumbre. Ella creía que todo esto de decir frases lapidarias era un pasatiempo, porque si ella hubiera dicho la mitad la mitad de las cosas que decía él, a estas horas la habría estallado la cabeza.

Participaba, pensaba ella, de la eternidad; como ya lo había sentido respecto de algo diferente aquella misma tarde; hay coherencia en las cosas, equilibrio; algo, quería decir, que es invulnerable al cambio, algo que reluce en la superficie de lo movedizo, lo fugitivo, lo espectral, como un rubí; de manera que volvió a tener esta noche la sensación que ya había experimentado ese mismo día, de paz, de tranquilidad. De momentos iguales, pensó, se hace la eternidad.

Había estado de guardia frente al frutero, celosa, con la esperanza de que nadie lo tocara. Había dejado descansar la mirada entre las curvas y sombras de la fruta, entre los ricos púrpuras de las uvas escocesas, por el dentado borde de una cáscara, juntando un amarillo con un púrpura, una curva con un círculo, sin pensar por qué lo hacía, o por qué, cada vez que lo hacía, se sentía cada vez más tranquila; hasta que, ay, qué pena que tuviera que pasar, se acercó una mano, tomó una pera, destruyó el encanto.

Nada se movía en el salón, ni en el comedor, ni en la escalera. Solo atravesando los goznes oxidados, y por entre la hinchada madera, húmeda del mar, ciertos aires, separados del cuerpo de los vientos sorteaban las esquinas y se animaban a entrar. Casi podían verse con la ayuda de la imaginación, entrando en el salón, interrogándose, admirándose de todo, jugando con el desprendido papel de la pared, preguntándose ¿durará mucho? ¿cuándo se caerá? Casi podrían verse rozando delicadamente las paredes, meditando mientras pasaban, como si se preguntaran si las rosas rojas y amarillas del papel se marchitarían, y preguntándose también por las cartas rotas de la papelera, por las flores, por los libros, todos abiertos para ellos, que quizás se preguntarían a la vez: ¿son aliados estos vientos? ¿son enemigos? ¿cuánto tiempo resistirían el sufrimiento?

Nada, al parecer, podía romper aquella imagen, corromper aquella sensación virginal, o turbar el inestable manto de silencio que, una semana tras otra, en la habitación vacía, se entretejía con los débiles trinos de los pájaros, con las sirenas de los barcos, con el murmullo y zumbido de los campos que envolvían la silenciosa casa.

Ahora, con el calor del verano, el viento enviaba sus espías otra vez a la casa. Las moscas tejían una tela en las soleadas alcobas; las hierbas, que habían crecido durante la noche hasta el cristal, llamaban al cristal de la ventana de manera ordenada. Cuando caía la oscuridad, el haz de luz del Faro, que con tanta autoridad se había posado sobre la alfombra en la negrura, grabando un dibujo, aparecía ahora, con la luz más suave de la primavera, mezclado con luz de luna, deslizándose con delicadeza como si depositara sus ternezas, y se demorara de forma huidiza, más amoroso.

Siempre, antes de cambiar la fluidez de la vida por la concentración de la pintura, tenía unos minutos de desnudez, cuando parecía un alma nonata, un alma segregada del cuerpo, un alma que dudara sobre algún ventoso pináculo y estuviera expuesta sin defensa a todos los vientos de la duda.

Era como una gota de plata en la que mojar el pincel, para que iluminase la oscuridad del pasado.

La mano en el agua dejaba una estela en el mar, al igual que su mente hacía ondas verdes y trazos que se convertían en dibujos y, paralizada, envuelta en un sudario, se paseaba de forma imaginaria por el submundo de las aguas donde las perlas se arracimaban para formar blanca espuma, donde bajo la luz verde todas las ideas de una se transfiguraban, y el cuerpo brillaba transparente, envuelto en una capa de color verde.

El amor tiene millares de aspectos.

To the Lighthouse (Al Faro, 1927) – Virginia Woolf (1882 – 1941)