Era como si el agua se
llevara arrastrando los pensamientos que se hubiesen estancado en la tierra
seca, y les pusiera velas, y diera a los cuerpos alguna suerte de alivio
físico.
Un amor que jamás
intenta asir al objeto amado es igual al que los matemáticos profesan hacia
sus símbolos, o los poetas hacia sus frases.
Esto era precisamente
lo que entonces necesitaba con tanta frecuencia: pensar, o quizás ni tan
siquiera pensar. Permanecer en silencio, quedarse sola. Todo el ser y el hacer,
expansivo y deslumbrante, se evaporaban; y se contraía, con una sensación
pomposa, hasta ser una misma, un corazón de oscuridad en forma de cuña, algo
escondido para los demás.
Él decía siempre cosas
muy tristes, pero ella se daba cuenta de que en cuanto las había dicho parecía
más alegre que de costumbre. Ella creía que todo esto de decir frases
lapidarias era un pasatiempo, porque si ella hubiera dicho la mitad la mitad de
las cosas que decía él, a estas horas la habría estallado la cabeza.
Participaba, pensaba
ella, de la eternidad; como ya lo había sentido respecto de algo diferente
aquella misma tarde; hay coherencia en las cosas, equilibrio; algo, quería
decir, que es invulnerable al cambio, algo que reluce en la superficie de lo
movedizo, lo fugitivo, lo espectral, como un rubí; de manera que volvió a tener
esta noche la sensación que ya había experimentado ese mismo día, de paz, de
tranquilidad. De momentos iguales, pensó, se hace la eternidad.
Había estado de guardia
frente al frutero, celosa, con la esperanza de que nadie lo tocara. Había
dejado descansar la mirada entre las curvas y sombras de la fruta, entre los
ricos púrpuras de las uvas escocesas, por el dentado borde de una cáscara,
juntando un amarillo con un púrpura, una curva con un círculo, sin pensar por
qué lo hacía, o por qué, cada vez que lo hacía, se sentía cada vez más
tranquila; hasta que, ay, qué pena que tuviera que pasar, se acercó una mano,
tomó una pera, destruyó el encanto.
Nada se movía en el
salón, ni en el comedor, ni en la escalera. Solo atravesando los goznes
oxidados, y por entre la hinchada madera, húmeda del mar, ciertos aires,
separados del cuerpo de los vientos sorteaban las esquinas y se animaban a
entrar. Casi podían verse con la ayuda de la imaginación, entrando en el salón,
interrogándose, admirándose de todo, jugando con el desprendido papel de la
pared, preguntándose ¿durará mucho? ¿cuándo se caerá? Casi podrían verse
rozando delicadamente las paredes, meditando mientras pasaban, como si se
preguntaran si las rosas rojas y amarillas del papel se marchitarían, y
preguntándose también por las cartas rotas de la papelera, por las flores, por
los libros, todos abiertos para ellos, que quizás se preguntarían a la vez:
¿son aliados estos vientos? ¿son enemigos? ¿cuánto tiempo resistirían el
sufrimiento?
Nada, al parecer, podía
romper aquella imagen, corromper aquella sensación virginal, o turbar el
inestable manto de silencio que, una semana tras otra, en la habitación vacía,
se entretejía con los débiles trinos de los pájaros, con las sirenas de los
barcos, con el murmullo y zumbido de los campos que envolvían la silenciosa
casa.
Ahora, con el calor del
verano, el viento enviaba sus espías otra vez a la casa. Las moscas tejían una
tela en las soleadas alcobas; las hierbas, que habían crecido durante la noche
hasta el cristal, llamaban al cristal de la ventana de manera ordenada. Cuando
caía la oscuridad, el haz de luz del Faro, que con tanta autoridad se había
posado sobre la alfombra en la negrura, grabando un dibujo, aparecía ahora, con
la luz más suave de la primavera, mezclado con luz de luna, deslizándose con
delicadeza como si depositara sus ternezas, y se demorara de forma huidiza, más
amoroso.
Siempre, antes de
cambiar la fluidez de la vida por la concentración de la pintura, tenía unos
minutos de desnudez, cuando parecía un alma nonata, un alma segregada del
cuerpo, un alma que dudara sobre algún ventoso pináculo y estuviera expuesta
sin defensa a todos los vientos de la duda.
Era como una gota de
plata en la que mojar el pincel, para que iluminase la oscuridad del pasado.
La mano en el agua
dejaba una estela en el mar, al igual que su mente hacía ondas verdes y trazos
que se convertían en dibujos y, paralizada, envuelta en un sudario, se paseaba
de forma imaginaria por el submundo de las aguas donde las perlas se
arracimaban para formar blanca espuma, donde bajo la luz verde todas las ideas
de una se transfiguraban, y el cuerpo brillaba transparente, envuelto en una
capa de color verde.
El amor tiene millares
de aspectos.
To the Lighthouse (Al Faro, 1927) – Virginia Woolf
(1882 – 1941)
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