“Si modificara una sola
de estas páginas, las más afortunadas que he escrito, creería destruir el
encanto que envuelve el mejor momento de la existencia, introduciendo en la
armonía de sus acordes juveniles, la nota grave de las impresiones que
acompañan el descenso de la colina”.
Este comienzo tan
melancólico y diáfano es del libro Juvenilia
(1884) de Miguel Cané. Si bien hay grandes diferencias con el libro Mamá no me odia (2017) de Diego M. Rotondo,
es indefectible remitir al libro de recuerdos estudiantiles por antonomasia de la
literatura argentina.
En Juvenilia,
los recuerdos son los del escritor y político argentino en su paso por el
Colegio Nacional de Buenos Aires. En Mamá
no me odia es el paso de Diego M. Rotondo por el Colegio San Cayetano, también
en Buenos Aires, pero alejado de la capital. En ambos casos, la educación está
signada por la religión católica y en ambos casos los protagonistas sobrellevan
los primeros años de educación escolar rodeándose de amigos entrañables. Pero
aquí terminan las comparaciones con este libro canónico de las letras
argentinas y comienzan las diferencias.
Las historias de
Rotondo son explosivas, viscerales, crudas, y a la vez con una carga poética
que las vuelven todavía más atractivas. Han pasado más de cien años entre las
reminiscencias bucólicas de un Miguel Cané que salió del colegio para combatir
en la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870) de las vivencias escolares de
Diego M, Rotondo que, coincidencias de la vida, estuvo también teñida por otra
guerra, la de las Malvinas, empezada el 2 de abril de 1982 —cuando Diego
empieza el tercer año de la primaria en el San Cayetano— y finalizada con la
derrota argentina el 14 de Junio del mismo año.
El nacimiento del
personaje —y del libro en sí— es la recreación casi fantástica de su llegada al
mundo. Un nacimiento signado por una tormenta de tintes casi apocalípticos. Era una noche de Enero de 1974, la
temperatura había superado los 39 grados y los noticieros pronosticaban un
evento meteorológico sin precedentes. Un comienzo que preanuncia el caos,
el desborde —no solo de las aguas sino de toda su existencia infantil— y que
con acierto nos atrapa desde las primeras líneas. La clínica estaba inundada, las luces se apagaban y encendían con cada
estallido. Justo en el instante en que mi madre me daba a luz, la sala de
partos se quedó a oscuras.
En este primer
capítulo, llamado “La abuela Tita”, el autor ya nos revela quiénes son los
componentes de su familia. Una presentación que sutilmente nos va informando no
solo sus nombres, sino sus pensamientos e ideas. Un padre jugador de caballos,
una madre combativa y de carácter explosivo, una abuela —también de
temperamento fuerte— con ideas racistas y un abuelo que toleraba resignado los
caracteres fuertes de su propia familia. Ambos, su abuela y su abuelo
desparecen ya en las primeras páginas. Fallecen y dan paso a sus padres, sus
hermanas, los vecinos y maestros, y la gran cofradía de amigos que van a ir
apareciendo a lo largo de los 21 capítulos.
Cada historia tiene un
desarrollo que se precipita a un final conclusivo. En algunos casos, la vuelta
de tuerca que le da el autor, como en el caso de “Regla de Tres”, “La Bombera”
y “El Rayo Final”, nos asombra con un final inesperado.
Si bien hay que
destacar que en algunos casos, como “El asesino de pájaros” y “Obituario”, el
autor nos proporciona una especie de coda que desluce el desarrollo de la
historia. A veces, no es necesaria esa especie de aclaración de qué pasó con
sus personajes y dejar que quede en la incertidumbre, que cada lector imagine
—o no— el desenlace que tuvieron en su vida de adulto. Nunca las moralejas son
acertadas y más cuando el autor juega siempre en el límite entre lo siniestro,
como en “El cazador de moscas”, cuyo protagonismo es el de una araña a quien la
alimenta con moscas; el revulsivo “Supermoco”, en donde una niña se deleita
jugando con sus excreciones nasales, o la violencia doméstica de “La Yegua”, en
donde la violencia doméstica adquiere proporciones épicas. Tales muestras de
talento narrativo no necesita de explicación alguna. Son pequeñas obras
maestras en sí mismas, retazos de una niñez signada por presunciones,
curiosidades y exageraciones propias de los ojos de un niño de ocho años. Necesitan
quedarse allí, sin que la voz del narrador adulto las contamine. ¿O no es
posible pensar que todos los atributos físicos y repulsivos que tiene Mercedes,
la vicedirectora y maestra de catequesis, no son exageraciones de su propia
visión infantil?
Algunos
alumnos se resistían a ir a catequesis, preferían que los echasen del colegio
antes de caer en manos de esa vieja sucia. Los chicos salían asqueados de esas
clases, y no precisamente por sus sermones histéricos ni por sus continuas
injurias, sino por su repugnante olor a sudor que contaminaba el aula. Un olor
a hormonas descompuestas. «Cebollas podridas», eso era lo que tenía bajo los
sobacos. También había que soportar su aliento repulsivo. Nosotros imaginábamos
que tenía gusanos adentro de sus muelas, o que hacía gárgaras de vómito.
Joaquín estaba convencido de que Mercedes comía caca, lo cual era bastante
acertado si uno intentaba describir la primera impresión que dejaba ese
aliento. Y lo peor es que a la vieja le encantaba hablarnos de cerca. Por eso
los chicos se descomponían en sus clases.
La visión exacerbada
por el paso del tiempo, de eso se trata, con todas las exageraciones, grandezas,
heroicidades y primeros amores de un niño que va desde los ocho hasta los doce
años. Amores irredentos e imaginarios, tal como sucede en el capítulo “Valeria”,
uno de los más hermosos y logrados —continuación a modo de segunda parte con “Regla
de Tres”—. Un idilio que comienza en el jardín de infantes y continúa al
promediar séptimo grado. Una Valeria cambiada —pasaron solo unos años, años que
en la vida de un niño son milenios— pero quién Diego reconoce casi al instante:
No puedo dejar de mirarla… no es que
pretenda ser su novio ni nada parecido, es que… ella es la única chica con la
que me di un beso en la boca… a los 5 años. Me pregunto cómo sería besarla
ahora.
Claro que ella se hace la desentendida, al menos eso
cree Diego, quien corrobora dicha presunción cuando después de los retos de la
maestra de Matemáticas por estar distraído, ella sale en su defensa. ¿Sale en
su defensa? Bueno, no se puede adelantar nada más, porque este es uno de esos
capítulos que tienen un giro final impredecible. Un final que tiene un regusto
algo amargo, no por su efectividad —que está muy bien lograda— sino porque uno cree
que la justicia tomará partido por nuestro héroe a través de su enamorada, una
niña a la que imagina con: el
cabello rubio con rizos pequeños, los labios rojos jugosos y la sonrisa con
ventanitas. Una verdadera maravilla.
Y esos recuerdos,
desdibujados y resignificados por el tiempo y la memoria, es en donde aparecen
los diferentes cómplices escolares como Joaquín, el Chino, Fabio, Pedro, Víctor,
Gastón y Florencia. Y por el otro lado, Carlos y Manu, los villanos, los
antagonistas del grupo, los perversos al que todos odian y temen. Y no es para
menos, Uno de ellos, con la cara quemada, dicen
que su papá le vació una pava de agua hirviendo en la cara a los 4 años, tiene
claras reminiscencias al personaje de Teddy Duchamp, que aparece en el cuento “El
cuerpo”, de Stephen King, a quién también el padre le había quemado la mitad de
la cara, aunque en ese caso fue con una plancha de hierro ardiente. La cuestión
es que este malvado le roba uno de sus regalos más preciados, un flamante juego
de Nintendo que Diego lleva a la escuela para mostrarle a sus amigos,
humillación que en muchas ocasiones su madre salda de manera apoteósica.
El
otro, Manu, aparece en el capítulo “Los Gatitos”. Todos se imaginarán de qué se
trata, el nombre en diminutivo del título ya es de por sí síntoma de que en la
historia habrá alguna masacre, y que alguien tiene que hacer algo al respecto.
Es muy logrado cómo, a ojos de un niño, este tipo de situaciones incomprensibles
lo sublevan al punto de parecerle natural este tipo de pensamiento: Nunca creí que a los 12 años iba a querer
matar a alguien, pero es que al ver a esos gatitos pensé: un tipo como Manu no
tiene derecho a vivir. No en mi mundo al menos. De hecho tendrían que haberlo
sacrificado. Pero no lo hicieron, lo dejaron volverse un monstruo. (…). Todo
se le perdona a un niño; pero eso es cosa de los adultos; yo no lo perdono. Si
no lo mato voy a vivir atormentado toda mi vida.
También su mundo está
habitado por adultos, tanto más complejos y misteriosos que sus propios amigos
a quienes conoce porque comparten sus mismos códigos. Allí están, Pocho, el
relojero: Recuerdo el olor
a metal que inundaba el lugar, recuerdo los relojes de cuerda, los cucúes, los
de péndulo, etc. Estaba hechizado, y Pocho se dio cuenta. Tomó un frasco lleno de
partes de relojes viejos y me dijo: «Tomá futbolista, te lo regalo…». ¡Yo no lo
podía creer!, me abracé al frasco como si estuviese lleno de diamantes.
Don Laureano, el cerrajero: siempre
le pido a Laureano que me enseñe a abrir puertas con alambres, como hacen en
las películas. Él se ríe y me dice: «No es tan fácil como lo muestran… hay que
tener herramientas». Si él quisiera podría dedicarse a robar casas
y Pipo, el peluquero: de
Pipo se contaban muchas cosas: había estado en Las Malvinas como sargento o
algo así; papá decía que había matado a un inglés cortándole la yugular con una
carta de póker; pero mamá decía que eran chamuyos, que en ese bar roñoso donde
se juntaban se hacían los machos usando las historias de otros.
Todo un desfile de
seres a quién le proporciona una pátina de misterio y veneración. ¿Quién, en su
niñez, no sabía cosas indescriptibles de muchos vecinos del barrio? Dentro de
ese mundo, no entraba en discusión si eran ciertas o falsas. Eso, como piensa
el personaje en “Los Gatitos” cosas de adultos. Para los niños ERAN ciertas y
nadie iba a convencerlos de lo contrario.
Por otro lado, y como
buen libro de cuentos que se desarrolla en un colegio, no podían excluirse a
los adultos que pertenecen a ese ámbito que se llama Segundo Hogar. Allí, Emma,
la directora; Gloria, la maestra de Lengua; Stella, la de Matemáticas; Enrique,
el sádico e invulnerable profesor de Gimnasia y, por supuesto, la omnipresente
y omnisciente vicedirectora Mercedes, a quién odian por sobre todos los demás,
parecen seres salidos de una Feria de Horrores.
En “El Rayo Final”, que
cierra el libro de una manera brillante, Diego se estremece al escuchar las
palabras de un compañero de clase al referirse a Mercedes, que además de
vicedirectora es maestra de catequesis, cuando se prepararan para el viaje de
fin de curso. «es nuestra oportunidad
para devolverla al infierno, a donde pertenece…». Me sorprendió escucharlo
hablar así, como si hubiese leído las palabras en un libro de terror. Cuando
dijo eso me dejó perplejo, porque lo dijo sin reírse, fue tajante: «devolverla
al infierno, a donde pertenece…». ¿Eso significaba que íbamos a matarla o algo
así? No me atreví a preguntárselo. Las cosas no salen como
lo habían esperado. El viaje no es el soñado, el trato de las monjas y maestros
no son lo esperado, las vacaciones no son vacaciones, sino un retiro
espiritual, en síntesis, el brusco cambio de la niñez a la adolescencia está a
un palmo de distancia, y sucede, como no podía ser de otra manera, lejos del
hogar. De alguna manera, el último capítulo es una gran metáfora sobre el corte
abrupto que sufrimos cuando la niñez pasa a convertirse en un recuerdo —vergonzante
en la adolescencia, melancólico en la adultez—.
La tremenda frase: ese rayo había caído sobre todo Séptimo grado,
no solo cierra el libro de la manera más trágica posible, sino que cierra,
de alguna manera, la niñez de Rotondo.
Con un leguaje claro y
sencillo Diego M. Rotondo logró estampar a fuego parte de su niñez en un libro
lleno de la magia infantil Una magia que no es del todo inocente, sino que se encuentra
tamizada con lo más siniestro, misterioso e inquietante que parece deambular en
cada paso que Diego y sus amigos dan por los suburbios de una Buenos Aires que
despertaba a la democracia. Un libro para empezar y terminar en una misma
tarde, tal es su grado de adicción.
La patria es la
infancia dijo el poeta Rainier María Rilke y eso es totalmente cierto. Por eso,
cuando de adulto las utopías parecen desarmarse sin remedio, los sueños se
evaporan en los cielos tormentosos, cuando los amores carecen de esa inocencia
infantil y nos damos cuenta que nuestros héroes de antaño tenían los pies de
barro, solemos refugiarnos en esa patria tan lejana. Aunque haya sido sórdida,
salvaje o trágica, es una patria enteramente nuestra. Una patria necesaria para
tomarla como ejemplo a seguir o como ejemplo a dejar. Una patria como la de
Diego, como la mía, como la de todos.
Diego M. Rotondo es un escritor argentino nacido en 1974 en Olivos, Buenos Aires. Ha participado en diferentes antologías de cuento y poesía. En 2011 ganó el primer premio del concurso de literatura fantástica "Mundos en Tinieblas". En 2012 colabora con el programa de Radio "Nobleza Obliga", en donde escribe las efemérides de cada viernes. Al mismo tiempo funda una revista literaria llamada La Nube Mecánica, integrada por escritores y poetas de diferentes nacionalidades. A principios del 2013 comienza con el proyecto FÁBULAS DEL CRIMEN y crea un blog para publicar crónicas de misterio y horror. Las historias atraen a una gran cantidad de lectores. En 2014, reuniendo las 35 mejores crónicas, publica el libro Fábulas del crimen. En 2016 publica PSICÓTICAS, una obra satírica y obscena en donde narra las desventuras de un hombre que busca mujeres en Internet. En 2017 la Editorial española Erradícame publica su novela MAMÁ NO ME ODIA. Además de escritor, Diego es músico y pintor autodidacta. (Fuente: Escritores.org).
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