Parece una
ironía del destino, pero si vos nos hubieras conocido como éramos antes, te
juro que no nos reconocerías.
—¿Tan
distintas eran?
—En realidad
somos muy distintas, pero en la adolescencia todo se magnifica.
—Es una edad
problemática.
Bárbara
siguió hablando como si no hubiera escuchado la acotación.
—Yo era la
típica rebelde, la peleadora, la que mis padres, y Celeste misma, evitaban por
considerarme una malhumorada sin remedio. Mis padres me ignoraban y toda su
atención la ponían en ella. Celeste les llenaba los huecos que yo me empecinaba
en vaciar. Hiperactiva, inquieta, incansable. Todo en ella no duraba más que un
suspiro. Daba vueltas alrededor de la casa como un torbellino. Me agotaba. Me
sacaba el aire. ¿Viste cuándo estás en un lugar abierto, como una playa, y te
viene una ráfaga de viento que te impide respirar?
Bueno, me
impedía respirar. Mi problema con ella no era la falta de oxígeno, sino su
exceso.
Lo miró como
tratando de adivinar algún tipo de actitud negativa ante tanta descarga de
franqueza. No la encontró.
—Perdoname
si te hablo así de ella, pero no lo hago desde el rencor, solo trato de
entender toda esta situación de mierda. Porque ella no tendría que estar ahora
postrada en una cama de hospital. Ella no se merece esto. Tendría que estar yo
ahí. Inerte. Mirando el techo como me pase toda la puta adolescencia. Tirada en
la cama, mirando como ella hacía y deshacía su vida como un rompecabezas.
Apagó el
cigarrillo y buscó otro. Sebastián encendió el suyo.
—¿Y tus
padres?
Se le tensó
la cara.
—¿Mis padres
qué?
—¿Cómo
sobrellevaban la situación?
Largó el
humo de la primera pitada en una bocanada densa, mientras pensaba con la vista
puesta en algún punto distante.
—No sé si
bien o mal. Ellos se desvivían por Celeste porque ella era la que le producía
satisfacciones. Yo era una almeja tirada en la cama mirando los videos de MTV.
Sebastián
lanzó una carcajada imprevista.
—Disculpame,
pero no me imagino a una almeja viendo MTV.
La sonrisa
de Bárbara se condensó en una mueca indescifrable, como dándose cuenta de algo
importante y a la vez lejano.
—Una vez—
continuó—, se inscribió en un curso de fotografía. Uno de los tantos que
empezaba y terminaba sin recibirse. No le interesaban los diplomas. Ansiaba los
principios, no los finales. No digo que con vos vaya a pasar eso, no me
malinterpretes.
Sebastián
captó la indirecta a medias.
—Bueno, la
cuestión es que acondicionó una especie de lavadero que teníamos en casa. Un
cuartito de dos por dos, que estaba lleno de cosas viejas y en desuso. Un
lavarropas sin motor, un par de bicicletas oxidadas que habíamos usado cuando
teníamos seis o siete años, ventiladores rotos, una pila de Selecciones de mi
padre... Lo vendió todo. Nunca supe a quién, creo que mi propio padre fue el comprador.
A excepción de la pila de revistas, todo desapareció. Mantuvo la pileta
azulejada y colocó unas repisas. Con la plata que había juntado compró los
químicos para revelar los negativos y los papeles para hacer las copias. Yo la
veía desde la lejanía. No me importaba en lo más mínimo sus ambiciones
fotográficas. Para mí era todo un gasto de energía tremendo que, a decir
verdad, yo envidiaba. Un día la astronomía, otro día la pintura y el collage, otro día el francés. ¡Por Dios!
¡Era exasperante! Una tarde de verano, de esos pegajosos y húmedos, pasó por
delante de mí con un par de rollos fotográficos en la mano. Yo, como de
costumbre, estaba recostada, con el ventilador sobre la cara, creo que leyendo
o escuchando música, no me acuerdo muy bien. Y lo que me llamó la atención fue
su mirada. No era de hablarme mucho, pero yo sabía cuándo estaba tramando algo.
Su mirada me inquietó porque me guiñó un ojo y se sonrió. No teníamos esos
códigos que todos practican habitualmente. Me refiero a esas miradas, muecas o
gestos con que todos los hermanos se comunican a diario. Nosotras éramos como
entidades separadas por una barrera invisible de indiferencia. Bueno, eso creía
yo en ese momento. Cuando uno va creciendo las suposiciones quedan en eso,
suposiciones, o se vuelven dolorosas certezas. Se escabulló en el cuarto y
cerró con llave. De eso me acuerdo bien porque la puerta tenía la madera
hinchada. Había que empujar mucho para calzarla y poder cerrarla. Todavía puedo
escuchar el golpe. La cuestión es que se pasó allí como dos horas. Yo no me
había dado cuenta, hasta que llegó mi mamá a casa. Estaba acalorada y
transpirada. Creo que había ido a comprar algo. Me preguntó por Celeste. Yo, de
más está decir, ni le contesté. Sí me acuerdo de su mirada fulminante y su
murmullo indescifrable alejándose como una tempestad envejecida. Cosas de todos
los días. Escuché que golpeó suavemente la puerta del lavadero llamándola.
Bárbara golpeó la mesa e inclinó la cabeza en una posición como para escuchar
algo que pudiera estar debajo. Estaba interpretando el papel de su madre.
—¿Hija estás
ahí?—. Bárbara hizo silencio. Volvió a golpear la mesa, ahora más fuerte. Hizo
silencio.
—Entonces mi
madre quiso dar vuelta el picaporte y nada. Cerrado con llave. Para ese entonces yo me había
levantado malhumorada por los golpes y me quedé parada en el pasillo que
desembocaba en la puerta del lavadero. Vi a mi madre, con la cabeza apoyada
sobre la puerta tratando de escuchar algún ruido. Se dio media vuelta y me
miró. ¿Está tu hermana ahí adentro? ¡Yo qué sé!, le respondí. ¡Cómo yo qué sé!
¡Cómo yo qué sé! ¿Sí o no? Creo que sí, le dije. La escuché entrar, pero no la
vi salir. Mi madre volvió a la carga. ¡Celeste! ¿Me podés abrir? Silencio
absoluto. Entonces no esperó más. Empezó a forzar el picaporte, pero no había
caso. Decidió empujar con el brazo y su propio cuerpo. Mi madre era robusta y
con cada topetazo que daba parecía que se movía toda la casa. Yo estaba ahí,
dura, mirando con placer culposo toda la escena. Solo quería que se abriera la
puerta para que de una buena vez Celeste fuera castigada por algo. Pero la
puerta no se abría. Mi madre después de tres empujones más, me miró aterrada.
La boca abierta, jadeante y los ojos a punto de saltarle de las órbitas.
¡Barbie! Ayudame…, me imploró. Pero no la ayudé. No sé si porque estaba
asustada o porque en realidad no quería hacerlo. La cuestión es que mi madre
decidió arremeter la puerta por última vez con todo su cuerpo de noventa y
cinco kilos y la puerta cedió. Un pedazo de madera voló por el aire y se
escuchó el golpe apagado que hizo al caer después de una eternidad. Lo que
alcancé a ver por entre las piernas abiertas de mi madre me hizo entrar en
pánico. Allí estaba Celeste, tirada en el piso. La hoja de la puerta —que mi
madre abrió como si hubiese accionado una guadaña— le había pasado a milímetros
de la cabeza. Estaba totalmente roja. Bañada en sangre. Me acuerdo que pensé:
“Se quemó con los químicos”.
—¿Cómo?—. El
entrecejo de Sebastián se arrugó de tal manera que Bárbara disfrutó de esos
momentos de tensión.
—Eso pensé
yo. Tenía catorce años y todo alrededor mío era apocalíptico y escabroso. Pero
no era sangre. Su cuerpo estaba iluminado por una bombita de luz roja que ella
había puesto en el cuarto oscuro para no velar los negativos que revelaba. Me
acuerdo del grito de mi mamá y entonces, recién en ese momento, me decidí a
ayudar. Bueno, me acerqué a ver qué le había pasado. Mucho no podía hacer.
—¿Y qué
había pasado?
—Se había
desvanecido. Le echaron la culpa a que no se alimentaba bien —odiaba estar
gorda y solo comía cereales y verduras— y eso, sumado al encierro en una
habitación del tamaño de una caja de zapatos con un calor de cuarenta grados y
oliendo a químicos, bueno, cualquiera se hubiese desmayado. Pero lo que más me
llamó la atención era que, así como estaba, tirada boca abajo en el piso,
seguía sosteniendo con una de sus manos una de las copias en blanco y negro que
había logrado imprimir. ¡Era una foto mía! Una pose que solo ella podía haber
captado. Supongo que después de días de vigilarme sin que yo me diera cuenta.
Era mi cara riéndose en un primer plano que ocupaba todo el cuadro. No me
acuerdo de qué me reía. Nunca pude recordarlo, pero era una actitud mía
bastante extraña. No solía hacerlo con frecuencia. Por eso me llamó la
atención. Me acuerdo que toda esa semana estuve pensando qué me había hecho
reír de esa manera y no lograba recordarlo. Es al día de hoy que no supe de
dónde apareció esa risa tan insólita. Y ella captó ese momento, seguramente a
través de un tele objetivo que le habían prestado hacía poco tiempo. Esa foto
contagiaba alegría. Era bellísima y yo no supe que decir. Tenía una piedra en
el estómago. Todavía la veo, tirada, con su cara roja mirando sin ver la foto
de mi risa sostenida por su mano inerte y húmeda de químicos. Una foto que
seguramente iba a mostrarme más tarde y
que habría logrado un escándalo de mi parte por haberse metido en mi intimidad
y bla, bla, bla, pero que en esas circunstancias solo lograron conmoverme. Su
cara seria, apoyada en el piso y mi cara sonriente, a su lado, era la antítesis
de lo que éramos en ese entonces.
Un brillo de
diamante apareció en el fondo de sus pupilas, pero así como apareció, unos
imperceptibles y rápidos pestañeos lograron apagarlo.
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