Cuando se habla de
géneros literarios, lo que se intenta hacer es clasificar la literatura. Segmentarla,
moldearla, hasta diría que arrinconarla. Hay novelas que escapan a estos corsés
teóricos y bienvenido que así sea. Por desgracia, estos corsés teóricos a veces
terminan estigmatizando a lo que se llaman despectivamente “géneros menores”,
confrontándolos con los “mayores”, los que están dentro del canon académico. Dentro
del grupo de los “menores” se encuentran el policial, el terror y la ciencia
ficción: tenidos por marginales, comerciales o pasatistas, se los suele dejar
de lado.
Claro que esta es una visión prejuiciosa y hasta anacrónica, hoy en
día, hablar de género literario es no entender que los límites se han mezclado
de tal modo que un texto de ficción, de los llamados serios, puede contener
dentro de sí al policial, al terror y a la ciencia ficción sin ningún conflicto.
Sin ir más lejos tenemos a Borges, Cortázar y Bioy Casares por nombrar solo a escritores
argentinos que incursionaron en la literatura de género.
En esta ocasión, para
reivindicar a uno de estos tres grandes géneros “menores”, intentemos
aproximarnos a los orígenes de la ciencia ficción. Una tarea difícil, ya que el
límite entre lo que es y lo que podría llegar a ser ciencia ficción es frágil.
Primero remontémonos a
la Epopeya de Gilgamesh, un poema escrito en lengua sumeria por el año 1300
a.C., que narra las peripecias de un rey tiránico en busca de la inmortalidad.
Este sería el primer texto de ficción, pero no de ciencia ficción, pues no hay
tecnología que pueda ser deducida de esta epopeya. Sin embargo, algunos
entendidos—Isaac Asimov y Carl Sagan, por ejemplo— lo consideran precursor del
género, aunque no deja ser ser un mito o una leyenda con tintes fantásticos.
Mucho más acá en el
tiempo —alrededor del año 180 d.C. — aparece un verdadero pionero en la
materia. Se trata de Luciano de Samosata, un sirio que en algo más de ochenta
títulos habla de viajes espaciales, retrata las características de los selenitas
y nos describe mundos extraterrestres. Si bien para muchos los textos de
Samosata son meras parodias, los viajes al espacio, las luchas con seres de
otros mundos y los planetas diseñados de acuerdo a leyes físicas alternativas, los
colocarían junto a las mejores novelas de anticipación de Julio Verne o H. G.
Wells.
Por último, antes de llegar
al texto que nos ocupa, hablemos de una obra poco conocida de Johanes Kepler,
magnífico astrónomo del siglo XIV. Kepler, además de investigar el universo,
también escribió literatura y la novela Somnium
es prueba de ello. El personaje principal, un islandés llamado Duracotus, emprende
un viaje onírico a la luna con su madre, Fiolxhide. Una vez allí, conocen a sus
habitantes, seres que crecen muy rápido y viven muy poco, se asoman un rato al
atardecer y luego vuelven a sumergirse en Privolva, el lado oscuro de la luna.
Hasta aquí tenemos tres
grandes orígenes de lo que podría llamarse ciencia ficción, o ficción
especulativa. El poema anónimo sobre Gilgamesh, las parodias pseudocientíficas
de Luciano de Samosata y la novela Somnium
de Kepler.
Sin embargo, ninguno de
ellos, según los puristas más tradicionales, reúne las características del
género. ¿Pero cuáles serían estas características? Hugo Gernsback, editor de
una de las primeras revistas pulp de los años veinte, describió a esta
corriente como “narración entretenida en la cual se combinan algunos hechos científicos
con cierta visión profética”. La escritora Judith Merril, por su parte, dijo
que la ciencia ficción es la “imaginación disciplinada”. Pablo Capanna se
despachó con la ambigua premisa de “novela de anticipación” y Daniel Link arriesgó,
“relato del futuro puesto en el pasado”.
Todas pueden ser válidas y a la vez pueden no serlo. En lo que están todos de
acuerdo es en que la primera novela con todos los atributos es Frankenstein o el Moderno Prometeo (1818)
de la grandiosa Mary Wollstonecraft Godwin, más conocida por su nombre de
casada, Mary Shelley.
Si bien su lugar dentro
del género es problemático —parece más una historia de terror gótico—, encontramos
en Frankenstein la semilla del relato
arquetípico sobre la creación alumbrada a través de la ciencia.
La historia del Dr.
Frankenstein empezó a tomar forma en Diodati, un hermoso paraje suizo sobre el
lago Ginebra. Allí, en la residencia de verano de Lord Byron los Shelley (Percy
y Mary) y Polidori —médico personal de Byron—, hicieron una apuesta: quién era
capaz de escribir, durante la estadía, el relato de terror más escalofriante.
Polidori se despachó con El Vampiro (ochenta
años antes del Drácula de Bram
Stoker) y Shelley el esbozo —le llevó un par de años terminarlo— de lo que
sería su novela más famosa.
¿Hasta dónde somos
capaces de empatizar con lo extraño, con el diferente, con el distinto? ¿Dónde
está el límite entre la ciencia y la ética? ¿Cómo resistir la soledad y el
desamparo? ¿Tenemos el poder de crear una nueva conciencia o solo monstruos,
como los de la litografía de Goya? Estas son solo algunas de las ideas que
postula dicha novela y estos interrogantes que postula Frankenstein, que bien podrían estar en ensayos de Sartre, Camus o
en relatos de Kafka o Borges.
Considerada un clásico
de la literatura universal, estudiada en ámbitos universitarios, la obra —un
relato desarrollado a través de cartas, un doctor que quiere crear vida a
través de materia muerta, el triunfo médico, el horror por lo creado, el pedido
del monstruo de una compañera, la negación de Frankenstein y la posterior
venganza—, está tan presente que no deja de ser una refutación a los que aún
creen que la literatura puede dividirse en alta y baja. De hecho, los más
venerados escritores contemporáneos han incursionado alguna vez, en estos
terrenos pantanosos: el temor a los horrores más atávicos y ancestrales de
nuestra especie y la incertidumbre de un futuro al que solo podemos llegar con
la imaginación; estamos hablando de la ciencia ficción, o sea, de nosotros y de
nuestra existencia.
Columna publicada en la Revista Qu N° 21 (Primavera 2017)
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