miércoles, 18 de enero de 2012

TREINTA PESOS

Cuando Dalman ganó por primera vez en el casino, pensó en la trillada frase: “Suerte de principiante”. De alguna manera en eso se había convertido: en un principiante con suerte. En toda su vida no había apostado más que porotos en algunas partidas de truco o billetes falsos en una lotería de juguete que sus sobrinos insistían a que jugara. Su hermana y su cuñado, padres de sus sobrinos, se oponían a jugar con ellos. Decían que el juego era pecado, una provocación del diablo. Eran de una secta post-apocalíptica, una de las más radicales, y a toda tentación la veían como argucias del Innombrable. “Los chicos son puros, no los arruines”, le decía su cuñado en voz baja. “Vos vas por mal camino”, le decía su hermana cuando lo despedía en la puerta. “Por qué entonces tienen ese juego en la casa”, pensaba Dalman cuando llegaba a la esquina.
La segunda vez que ganó pensó en otra frase que dicen los que alguna vez apostaron a algo sin ninguna esperanza y ganaron: “Pura casualidad”.
Dalman sabía que la ruleta no tiene nada de ciencia. Sólo se apuesta a números, colores y columnas. La bola que gira dentro de ese disco parecido a un plato volador, cae en un casillero improbable de conocer. No importa quién sea el encargado de hacerla girar, ni que sea diestro o zurdo, que sea alto o bajo, gordo o flaco. Tampoco importa si está nervioso o cansado. El impulso hace girar la esfera que va a caer en donde tiene que hacerlo. Puro azar. Nada de lógica puede aplicarse a ese resultado, por más que uno sea astrofísico, campeón de sudoku o físico cuántico. Dalman, que siempre fue un desocupado crónico, pensaba con lógica razón que la lógica, en este caso,  no tenía sentido alguno. Solo Dios sabe en que casillero va a caer la bola, pero Dalman tampoco era creyente.
La suerte lo bendijo por tercera vez, y las probabilidades de semejante fortuna lo hicieron dudar en creer o no en los milagros. Sus escasos treinta pesos del comienzo se transformaron en una cifra varias veces superior. Pensó que alguien lo estaba ayudando, y aunque no sabía quién, podía imaginarse el por qué: estaba en la ruina. Y una ruina económica había traído para Dalman una ruina amorosa.
Eva, como la mujer original y bíblica, lo había echado de su casa esa misma mañana, harta de que la tenga boyando en la incertidumbre de una vida azarosa. Y él con sus bolsillos vacíos, a excepción de treinta pesos, su único tesoro, había entrado en el casino.
“Si los pierdo se puede ir todo al carajo”, pensó cuando traspasó las baldosas espejadas. “Si gano vuelvo a mi casa y empiezo de nuevo”, siguió pensando cuando cambió su dinero por unas fichas plásticas de colores llamativos. “La vuelta del hijo pródigo”, se dijo a sí mismo con una sonrisa burlona entre los labios.
Dalman no era creyente, lo vuelvo a aclarar sólo para decir que se hizo ateo leyendo “La Biblia”. Por eso su manía de pensar todo el tiempo en citas divinas. Le apasionaba leer el gran libro como una fuente de fantasía absurda. El fanatismo acérrimo de su hermana y cuñado le dieron el empujón final para hacerse ateo devoto.
Ganó siete veces más y se fue esquivando las miradas de asombro de los otros apostadores. Desparramó sus fichas en la ventanilla y los colores deslumbrantes se transformaron en colores más apagados y palpables. Los violetas, rojos y grises de los billetes.
Era mucho dinero y la tentación a seguir jugando fue rechazada de plano. “No voy a quedarme para perderlo todo”. Salió a la calle. A la noche. Al reencuentro con Eva. Tomó un taxi y se sintió un hombre nuevo. La última vez que subió a uno tenía diez años menos y fue para visitar a su novia de entonces que se convirtió en la Eva de ahora. No se habían casado. El siempre argumentaba que quería seguir enamorado por siempre, “Los matrimonios arruinan la felicidad”, le decía y Eva estaba de acuerdo, pero meses sin un sueldo fijo aplastaron tales afirmaciones. Se transformaron en seres distantes e individuales; en personas indiferentes y esquivas, sólo que Dalman seguía enamorado de ella como la primera vez que la vio: de su cintura, de sus dientes imperfectos y del lunar debajo del pezón izquierdo que tenía forma de D, o al menos eso se imaginaba.
 Bajó del taxi a los veinte minutos de recorrido. Imaginaba un recibimiento frío que se iría calentando con el conteo de los billetes. Pediría una pizza grande de muzzarella con jamón y morrones y dos cervezas negras, y por qué no, un kilo de helado de pistacho y chocolate suizo. Después fumarían un cigarrillo y planearían qué hacer con el dinero; harían el amor y despertarían abrazados.
El taxista se fue con una suculenta propina y Dalman quedó parado frente a su puerta cerrada con llave. No se había llevado las suyas. No tenía pensado volver esa misma noche y además cuando se fue, con una Eva furiosa que le reprochaba cientos de cosas a los gritos, lo que menos pensó fue en llevárselas.
“Tiene que estar durmiendo”, pensó, aunque vio que la luz de la habitación estaba encendida. Rodeó la casa hasta quedar iluminado a medias. No quería aparecer de golpe como una sombra furtiva que pudiera asustarla. Entonces se asomó apenas, como un voyeur, con la sana picardía de espiar a su propia mujer durmiendo boca abajo, desnuda, como solía hacerlo cuando hacía calor.
Eva estaba acostada, desnuda y boca abajo como la había imaginado Dalman, pero arriba de ella había otro cuerpo, también desnudo y boca abajo, que le arrancaba jadeos entrecortados entre vaivén y vaivén.
Dalman creyó que se había equivocado de casa… “Aunque esa mujer ¡es Eva!, esta casa está en donde tiene que estar, Ramón Carrillo 378, al lado de los Sánchez, enfrente del almacén de doña Luisa, en Núñez, Buenos Aires, en…”.
No pudo pensar más, se mareó y cayó hincando una rodilla en el pasto húmedo. Había un asfixiante aroma a jazmín, la flor preferida de Eva. Hubo gritos dentro de la habitación, gritos de placer y Dalman se tapó los oídos con tanta fuerza que creyó que se incrustaba los tímpanos en el cerebro. Se paró como pudo y tambaleándose y agarrándose de algunos rosales logró llegar hasta el portón de entrada. Salió a la vereda y se arrancó de los bolsillos los fajos de billetes que se mancharon con las heridas de sus manos.
Otros gritos que venían del dormitorio de su casa le dieron nuevo impulso a su andar errante. Miró los billetes y los revoleó a un vacío estrellado. Como Hansel y Gretel desmigando un trozo de pan, así fue Dalman a un puente cercano, dejando detrás de él un reguero de billetes rojos de sangre.
Los gritos le seguían retumbando en la cabeza aunque ya estaba a unas tres o cuatro cuadras de su casa, en donde se abría un puente de hierro oxidado, en donde una vez le dijo a Eva que siempre estarían juntos, mientras comían helado de pistacho y chocolate suizo, y apostaban para ver cuántos vagones tendría el próximo tren que pasara debajo de ellos. El que ganaba se llevaba una pulsera o un encendedor, un anillo o una corbata, cosas así prometidas de antemano. Eso fue antes que empezaran los tiempos malos, antes de que Dalman se ausentara cada vez más de su casa sin rumbo fijo, antes de darse cuenta que estaba perdiendo, en esos viajes iniciáticos, su puerto de llegada y a su inconsolable Penélope que tejía sueños cada vez más inalcanzables a través de sus ojos color violeta.
Se asomó al puente, pobre otra vez. La fortuna con los grabados de La Conquista del Desierto por Julio Argentino Roca, habían quedado a sus espaldas, en el barro y en los desagües.
No puedo afirmar si se tiró o resbaló en el verdinoso piso del puente, aunque si sé y no me pregunten cómo, que su último pensamiento antes de estrellar su cabeza contra los rieles fue: “A que el próximo tren tiene cinco vagones, Eva…”
En la habitación de la casa de Dalman se encendieron dos cigarrillos y hubo una llamada telefónica para pedir pizza, cerveza y de postre: helado granizado y chocolate amargo.
A Dalman lo encontraron, al otro día, muerto, sobre una vía muerta. Aún mantenía en los bolsillos los treinta pesos que había separado, como amuleto de la buena suerte, antes de entrar al casino.
A los treinta días, Eva, volvió a tener los ojos claros de siempre.